– Papá, ¿has notado la diferencia entre los postigos?
– Sí.
– Los del piso superior están todos hechos de madera vieja de color gris…
– … mientras que los postigos de todas las ventanas de la planta baja son visiblemente nuevos, lo mismo que las puertas frontal y posterior de la casa. Igualmente, hay muchísimo yeso fresco por todo el umbral. Tú y yo sabemos demasiado bien que las puertas se pueden romper y puede ser necesario sustituirlas.
– ¿Dónde crees que está todo el mundo, papá?
– ¿A quién esperabas encontrar? Esta mañana no ha habido más viajeros por la carretera. Probablemente hayamos llegado muy temprano con respecto a la clientela regular del mediodía. -Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, distinguí un cuarto rústico y sencillo con algunas mesas y bancos. En el rincón de la izquierda, al otro extremo, empezaba la escalera, vertiginosamente empinada. Debajo de las escaleras, un mostrador bloqueaba el paso a la parte posterior de la estancia. En la pared situada detrás del mostrador había un pequeño arco con una cortina de tela recogida que comunicaba con una sombreada despensa que daba a la puerta trasera. Después de un instante, la puerta crujió y se abrió mostrándonos la voluminosa silueta de una mujer, bordeada por la brillante luz del sol. Cerró la puerta tras ella y se acercó contoneándose hasta la barra mientras se secaba las manos en la pechera de su tosco vestido. Olía a pan cocido y a carne asada.
Me pareció ver que alguien entraba. -los miró con ojos entornados, mirada que yo consideré casi hostil hasta que me percaté de que esperaba a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Era una mujer de aspecto fuerte, con brazos carnosos y cara redonda y franca, enmarcada por una maraña de cabellos rojos entrecanos-. ¿El que está con los caballos en el abrevadero es compañero vuestro?
– Sí -dije.
– Sois tres, ¿no?
– Sí, somos tres viajeros.
– Tres viajeros hambrientos -añadió Eco apoyándose en la barra. Esbozó un atisbo de sonrisa.
– Podremos solucionar eso, siempre que tengáis algo que tintinee. Eco hizo sonar su bolsa de monedas. La mujer movió la cabeza en señal de aceptación.
– Tengo un par de conejos asándose. Falta un poco para que estén hechos, pero puedo traeros pan con queso mientras tanto. -Alargó el brazo debajo de la barra y sacó dos copas, se fue a la despensa y regresó con una jarra de vino y otra de agua.
– ¿Podrías llevar también algo de comida al compañero que está a la sombra de los árboles? -dije-. Desde aquí puedo oír cómo le crujen las tripas.
– Desde luego. Enviaré a uno de mis chicos para que se encargue de él. Está atrás en la cocina, vigilando el fuego. Con mi esposo -añadió como queriendo hacernos saber que no era una mujer sola-. Viajeros, decís. ¿Vais al norte o al sur? -Al sur.
– ¿Venís de Roma, entonces? -Sirvió generosas cantidades de vino y añadió unos chorros de agua.
– Salimos esta mañana temprano.
– ¿Cómo se está en la ciudad?
– En un completo caos. Nos alegramos de haber salido de allí.
– Pues por aquí también ha habido un lío tremendo. Desde aquel condenado día… -Suspiró y movió la cabeza.
– Ah, sí, debemos de estar cerca de donde ocurrió… la pelea en la carretera.
Soltó un bufido.
– Llámalo pelea si quieres, pero yo lo llamaría una batalla campal, a juzgar por los daños y los cadáveres que había tirados por todas partes. Y puede que comenzara en la carretera, pero fue aquí mismo donde acabó. -Dio una palmada encima del mostrador.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿No estamos hablando de lo mismo? ¿Milón y Clodio y toda la sangre que se derramó?
Moví afirmativamente la cabeza.
– Nadie en Roma habla de otra cosa estos días. Pero todo está muy confuso y embrollado… Cada nueva versión contradice la anterior. Algo ocurrió en la Vía Apia y Clodio acabó muerto…, eso es en lo único en que coinciden todas las historias. Nadie sabe con seguridad dónde ni cuándo ni cómo ocurrió.
La mujer puso los ojos en blanco.
– Con tanto sufrimiento y tanta destrucción, creeríais acaso que la gente se molestaría, al menos, en averiguar lo que sucedió exactamente, aunque fuera sólo para alegrarse de que no les ocurriera a ellos. Pero me habéis dicho que teníais hambre. Os traeré pan calentito, recién salido del horno.
Eco abrió la boca para hacerla volver, pero yo se lo impedí con un pellizco en el brazo y un movimiento de cabeza.
– La mujer ya está lo bastante ansiosa por contarnos lo que: sabe -dije en voz baja-. Deja que lo haga a su ritmo.
Regresó con una humeante hogaza de pan y un trozo de queso del tamaño de un ladrillo, se fue a la despensa y retornó con un cuenco lleno de aceitunas negras y verdes. Puso los codos en la barra, se inclinó hacia nosotros y relató su historia sin necesitar que la animáramos
– El propietario de esta taberna era mi cuñado, el esposo de mi hermana pequeña. Un tipo muy trabajador, procedente de una familia numerosa de esforzados trabajadores. Heredó el terreno de su padre; la familia ha tenido esta posada durante generaciones. Lloró de ale gría el día que mi hermana le dio un hijo al que dejárselo todo. -Suspiró-. ¿Quién iba a sospechar lo pronto que nos dejaría? El niño es aún un crío; y ahora que su padre está muerto no hay ningún otro adulto, en ninguna de las ramas de la familia, que dirija el local. Así que nos encargamos mi esposo y yo con ayuda de nuestros hijos, mientras mi pobre hermana viuda se queda con el pequeño. ¡Ah, pobre Marco! Así se llamaba su esposo. Siempre hay algún peligro cuando se lleva un estableci miento como éste en la carretera, siempre corriendo el riesgo de que nos asalten los bandidos o los esclavos fugitivos, que te cortarían el pescuezo sin pensarlo dos veces. Pero Marco era un tipo grande y fornido, que no le tenía miedo a nada y esta posada era toda su vida. Siempre lo fue, desde que era un muchacho. Creo que no se dio cuenta del peligro aquel día en que los hombres de Clodio entraron corriendo, todos ensangrentados y sin aliento. No los echó fuera, se limitó a preguntarles qué podía hacer para ayudarles. Clodio entró trastabillando, herido y sangrando, y le dijo que atrancara las puertas. Después, tumbaron a Clodio aquí mismo, boca arriba. -Dio una palmada en el mostrador, lo bastante fuerte para hacer que nuestras copas temblasen. Con aquella tenue luz observé la superficie veteada y manchada de la vieja madera. Mucho vino debía de haberse derramado en aquel mostrador durante años, me decía a mí mismo, pero había manchas que podían ser otra cosa-. Marco debió haberlos enviado a todos de vuelta a la carretera, eso es lo que dice mi esposo. Pero ¿qué sabe él? No estaba aquí. La que sí estaba era mi pobre hermana. Ella me lo contó todo. Me había dejado al niño pequeño aquel día. ¡Oh, cómo le gustaba trabajar en esta taberna, tanto como a Marco! Nada podía alejarla. Cuando Clodio y sus hombres aparecieron, ella estaba en el piso de arriba sacudiendo las mantas y barriendo del suelo. Ojalá su pequeño hubiera estado enfermo; ojalá algo, cualquier cosa, la hubiera retenido en casa aquel día. El trastorno que le causó lo que le sucedió a Marco ya fue lo bastante espantoso, pero para ella haber estado aquí, haber visto y oído…, algo se ha roto en su interior. Por eso tenemos que hacer todo lo que podamos para que la posada siga funcionando hasta que el pequeño Marco sea lo bastante mayor para ocupar el puesto de su padre.
Asentí con la cabeza.
– De modo que la riña…, la batalla…, comenzó en la carretera, pero Clodio terminó aquí. ¿Había estado antes en la taberna? ¿Conocía a tu cuñado Marco?
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