Steven Saylor - Asesinato en la Vía Apia

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Asesinato en la Vía Apia: краткое содержание, описание и аннотация

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El peligro de un baño de sangre amenaza Roma desde que Publio Clodio, político de antigua estirpe pero alma traidora, y Tito Mito, su mayor enemigo, han comenzado una terrible lucha por controlar las elecciones consulares. Cuando el cadáver de Clodio aparece en plena Vía Apia y Milón es acusado del crimen, la capital del Imperio estalla en cientos de revueltas callejeras. Así pues, el cónsul Pompeyo el Grande recurre una vez más al inefable Gordiano el Sabueso para que resuelva el caso.
¿Qué ocurrió realmente la noche del 18 de enero del año 52 antes de Cristo? ¿Quién empuñó el arma que acabo con la vida de Publio Clodio? ¿Fue un vil asesinato o un intento desesperado de proteger la República? Mientras Gordiano intenta destejer la trama que envuelve la oscura muerte de Clodio, el caos se apodera de Roma.
Steven Saylor, autor de El brazo de la justicia, Sangre romana, El enigma de Catilina y La suerte de Venus, nos presenta un Gordiano más sabio y perspicaz que nunca en otra intrigante novela de misterio.
«Saylor combina con pulso firme escándalos amorosos, asuntos politicos y asesinatos sin desperdicio en una novela muy dialogada, correctamente escrita, de habilidosa trama, que afirma un humor directo y que se lee con gusto.» – Ramón Freixas, La Vanguardia
«La erudición de Saylor se subordina siempre a la, lineas maestras de la trama, prestándole rigor, credibilidad y verosimilitud. Gordiano el Sabueso y su familia se encuentran entre los seres de ficción más entrañables y mejor diseñados que me he topado últimamente. Vale la pena conocerlos.» – Luis Alberto de Cuenca, ABC

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Nadie se percató de que me acercaba; no había ningún vigilante apostado. Todos los porteadores de la litera y los guardaespaldas estaban en el río, nadando y salpicándose unos a otros y jugando con una pelota de piel. Fui a la tienda y la rodeé hasta la parte que daba al río y a los nadadores. Las cortinas habían sido enrolladas para dejar entrar la brisa y el paisaje. Ella estaba medio sentada, medio reclinada en un triclinio alto y lleno de almohadones, envuelta en una túnica transparente de tela dorada, con una copa de vino en la mano y una expresión desamparada en el rostro. Parecía estar contemplando una tragedia en lugar de un grupo de esclavos desnudos haciendo cabriolas en el agua.

Me vio y dio un respingo, luego me reconoció y consiguió esbozar una débil sonrisa.

Una doncella sentada en la alfombra, al pie del triclinio, se puso en pie cuando me acerqué y miró a su ama en busca de instrucciones. A una seña de Clodia, la chica abandonó la tienda.

– Gordiano -dijo Clodia. Su voz era como la lánguida música del río. Su aroma a nardo y aceite de azafrán inundaba el cálido aire de la tienda. Su carne parecía reverberar bajo la débil luz que se filtraba.

– Herí tus sentimientos el otro día -dije.

– ¿Lo hiciste? -Volvió la mirada hacia los bañistas.

– Creo que sí. Pido disculpas.

– No es necesario. Ya lo he olvidado. Las penas y alegrías no significan nada para mí desde…

– ¿Desde que murió tu hermano?

Entornó los ojos.

– La única pena que nunca disminuye.

– Supongo que encontrarías algo de consuelo en el juicio.

– Ya no me gustan los juicios.

– Pero Milón fue castigado y Cicerón apenas pudo pronunciar su discurso.

Se rió suavemente y asintió.

– Sí, me habría gustado verlo. Aunque nada de eso me lo volverá a traer.

– No, pero alguna gente busca justicia, o venganza.

– Aprendí la lección cuando traté de vengarme de Marco Celio. Al final, ¿de qué sirve?

Hablé con cautela.

– Vengarse de los que lo mataron… ¿no te da satisfacción?

– ¿Por qué te empeñas en hablar de lo mismo, Gordiano? No tengo ganas de vengarme. -respiró hondo y soltó aire-. Mi hermano dio a mucha gente muchas razones para que quisieran verle muerto. No soy tonta ni estoy ciega; sé cómo era y cómo vivía. Amaba a Publio más que a nada en el mundo. No habría cambiado nada de él. Pero tarde o temprano, dado el juego que jugaba y las reglas que rompía, un mal final le estaba esperando. Todos juegan el mismo juego y sospecho que todos encontrarán un final violento… Pompeyo y César, Celio y Antonio…, incluso Cicerón. Mientras Publio era uno de los participantes, tenía cierto interés en el litigio. Pero ahora… -suspiró-. Me limito a tirarme aquí a observar a mis bellos jóvenes disfrutar en el agua. Y ni siquiera miro a los jóvenes. Observo el agua, la forma en que centellea y se desliza por ellos. La forma en que fluye hacia el mar, sin detenerse nunca, sin dar la vuelta nunca. Todo esto tenía un significado para mí, creo, pero no puedo recordar cuál.

– ¿Eres desdichada, Clodia?

– ¿Desdichada? Parece una palabra muy fuerte. Raramente lloro o me despierto con pesadillas por su muerte. Simplemente me siento muy cansada. -Dibujó una sonrisa torcida-. Debo de tener un aspecto horrible.

– No, Clodia. Estás guapa. Estás preciosa.

Buscó mi mano. La miré a los ojos un momento y luego tuve que apartar la mirada. Observé a los bañistas de la forma en que ella los miraba, abstraído y sin verlos realmente, mirando sólo sus movimientos y el juego de luces en sus cuerpos húmedos. Luego lo abstracto se convirtió en concreto. De repente reconocí a uno de ellos.

– ¡Por Hércules!

– ¿Qué ocurre, Gordiano?

– Uno de tus hombres, el de la cara roja… y fríos ojos azules… -El sujeto estaba buceando en busca de la pelota. Sacó la cabeza de repente, al igual que había hecho la noche que se enfrentó a mí en el monte Palatino después de haber saqueado mi casa.

– ¿Lo conoces? -dijo Clodia.

– Fue uno de los saqueadores que entraron en mi casa y rompieron mi estatua de Minerva. Uno de los hombres que mataron a mi esclavo Belbo.

– No me sorprendería. Es un antiguo gladiador. Pertenecía a Clodio, pero él lo liberó para que pudiera participar en el reparto de grano. Desde entonces ha pasado por toda la familia como guardaespaldas. Causó algunos problemas entre los esclavos de mi sobrino. Está conmigo desde hace muy pocos días. Piensan que disfrutaré mirándolo, supongo. Pero ¿has dicho que destrozó tu casa?

– Y mató a un hombre al que yo quería mucho.

– Ya veo. ¿Qué vamos a hacer al respecto?

– No tengo pruebas. No había nadie para verlo, excepto sus amigos. Quizás fue uno de ellos el que mató a Belbo. Quizás él es inocente, aunque parecía ser el líder.

– ¿Por qué preocuparse por los detalles? Esto no es un tribunal. Ambos sabemos el tipo de persona que es. Estoy segura de que ha he cho algo por lo que merece morir. ¿Debo ocuparme de eso por ti, Gordiano?

– ¿Qué quieres decir?

Puedo hacer que lo ahoguen, aquí y ahora. Sólo tendría que decir una palabra al jefe de mis guardaespaldas. Un hombre como ése puede presentar alguna resistencia, imagino, pero entre mis guardaespaldas y los porteadores de la litera hay suficientes hombres fuertes para sujetarlo durante todo el tiempo que haga falta. Puedes disfrutar del placer de verlo. ¿Doy la orden?

– ¿Estás hablando en serio, ¿verdad?

– Sí. Pero sólo si tú quieres. ¿Doy la orden?

Lo pensé. En una sola tarde había sido invitado por Fausta Cornelia a tomar parte en una orgía y por Clodia a ver morir a un hombre a una orden mía. Semejantes oportunidades eran prerrogativas de reyes y emperadores; ¿por qué las rechazaba? Quizá nunca había sabido el significado real de justicia o verdad, pero una vez pensé que lo sabía y la ilusión me había reconfortado. Pero todo había cambiado. Todas mis ideas se habían deslizado fuera de mi vista. Me sentía mareado y desorientado. ¿Estaba girando el mundo fuera de control o era sólo yo?

– No -dije finalmente-. Tu hermano está muerto y Belbo también, y ningún montón de muertes los traerá de vuelta. El río fluye sólo hacia delante.

Clodia sonrió con pesar.

– Muy bien. Ese tipo nunca sabrá lo cerca que ha estado de morir ahogado como un perro. Pero recordaré lo que me has contado. No le quitaré la vista de encima de ahora en adelante.

– Clodia…

– Sí.

– Extiende la mano.

Lo hizo con la ceja enarcada, esperando algún truco. Coloqué el anillo de su hermano en su mano abierta.

– Clodia suspiró, se estremeció, sollozó y respiró hondo para controlarse.

– ¿Dónde lo encontraste?

– Si te digo que lo encontré al lado de la Vía Apia, ¿estarás satisfecha?

Miró el anillo durante largo rato con tal expresión de ternura, que me di cuenta de lo tonto que había sido al pensar que podía haberla herido. ¿Qué podía sentir por mí, o por cualquier otro hombre, comparado con lo que sentía por su hermano?

– ¿Por qué me lo has traído? ¿Por qué no se lo has dado a Fulvia? Ella es su viuda.

– Sí, pero Fulvia ya lo ha superado. Está planeando su próxima boda… y quizá la siguiente después de ésa. Mira hacia el futuro, no hacia el pasado.

Pero el hijo de Publio, el pequeño…

A ti te dejo la decisión de si es tu sobrino el que debe tener el anillo. Yo decidí devolvérselo a la persona que más lo quería.

Apretó la mano alrededor del anillo y cerró los ojos. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla.

Me di la vuelta y volví sobre mis pasos. Cuando llegué a la esquina de la tienda miré hacia atrás.

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