Sacudí la cabeza ante la simpleza de su pensamiento.
– Y cuando finalmente cazasteis a los testigos y volvisteis…
– Clodio se había ido.
Asentí con la cabeza.
– Porque Sexto Tedio ya había aparecido por allí y lo había despachado a Roma en su litera mientras vosotros estabais persiguiendo a Filemón…
– Sí, pero no lo sabíamos -protestó Birria-. Cuando regresamos a la posada, no podíamos imaginar dónde demonios había ido a parar Clodio.
– Así que discutisteis durante un rato; ésa fue la discusión que Filemón oyó y de la que no entendió nada.
Birria se encogió de hombros.
– Decidimos volver y preguntar al amo qué teníamos que hacer. Clodio estaba herido. Nos imaginábamos que no podría ir muy lejos.
– Y, en el camino, adelantasteis a Sexto Tedio, que estaba descansando al lado de la casa de las vestales y que os saludó mientras su hija…
– No hicimos caso del viejo senador y nos apresuramos a reunirnos con nuestro amo. Milón echó un vistazo a los prisioneros, vio que no llevábamos a Clodio y cogió otra rabieta. Mientras paseaba arriba y abajo, subimos a los prisioneros a un carro y los mandamos a la villa del amo en Lanuvio, junto con la señora. Entonces el amo decidió que Clodio probablemente habría vuelto a su villa de la montaña y nos dirigimos hacia allí.
– Pero al llegar, no encontrasteis a Clodio.
– Buscamos por todas partes…, en las cuadras, detrás de los montones de piedras y por toda la casa. Empezamos a amenazar a los esclavos, al capataz y al tal Halicor. «¿Dónde está Publio Clodio?», repetía sin cesar el amo.
– ¡Así que buscabais al amo en la villa…, no al hijo!
– Ésa fue una sucia mentira que los clodianos inventaron después; decían que el amo trataba de cazar al hijo pequeño de Clodio. ¿Qué habríamos hecho con él? Ni siquiera sabíamos que el chico estaba allí y puedes estar seguro de que no lo vimos. Era a Clodio al que buscábamos. El amo estaba frenético porque no lo encontrábamos. No dejaba de preguntamos si la herida de Clodio era muy grave. Se imaginaba que Clodio estaría escondido en las colinas…
– Y mi querido esposo tuvo miedo ante lo que podría pasar después -añadió Fausta-. Una vez derramada la sangre, Clodio estaría deseoso de vengarse. Milón no supo que Clodio estaba muerto hasta que vino a hurtadillas a la ciudad al día siguiente. Entonces oímos la historia de cómo Sexto Tedio había encontrado el cuerpo y nos imaginamos lo que debía de haber pasado.
– ¿Realmente lo hicisteis? -dije-. Y el siguiente paso de Milón fue elaborar su propia versión fantástica del incidente…, ese disparate de que Clodio le había preparado una emboscada.
– Fue un buen intento -dijo Fausta tristemente-. Pero no había manera de librarse, ¿verdad? Ni siquiera con Cicerón de su parte… ¡Y cómo lo complicó todo! La ironía, ¿sabes?, es que Milón nunca pretendió asesinar a Clodio ni hacerle daño a su hijo. Una vez Clodio estuvo herido (por ti, Birria, chico malo, malo, malo), Milón sólo quería que se lo trajeran vivo para mantenerlo a salvo y en silencio hasta que supiéramos qué hacer después. Pero Filemón apartó a los hombres de la posada. O bien las heridas de Clodio eran peores de lo que todos pensábamos, o…
– ¿Sí?
– Milón sugirió a Cicerón que algún otro podría haber terminado con su vida.
– ¿Cómo podría haber pasado algo así?
Clodio tiene muchos enemigos en el monte Albano. Ha causado muchos problemas. Cualquier lugareño que hubiera pasado por allí y hubiera visto a Clodio herido y solo, podría haberse sentido tentado de aprovechar la situación. Y hubo informes de que Clodio tenía marcas de estrangulamiento en el cuello…, tú mismo hablaste de ello a Cicerón. Eudamo y Birria juran que nunca tocaron su cuello…, así que ¿de dónde vienen esas marcas, a menos que un grupo desconocido estrangulara a Clodio mientras ellos perseguían a Filemón? Eso explicaría por qué Sexto Tedio lo encontró muerto en el camino, aunque todavía estaba vivo en la taberna cuando Birria y Eudamo salieron en persecución de Filemón. -Fausta lanzó un suspiro, más de aburrimiento que de cansancio-. Ésa fue otra de las teorías de Milón pero Cicerón dijo que no tenía sentido seguirla. «¿Por qué tratar de convencer al jurado de que eres técnicamente inocente con una lógica retorcida y decir que tus hombres hirieron a Clodio y que otra persona lo mató? Nunca lo creerán, tanto si es cierto como si no. ¡No te disculpes y argumenta defensa propia!» Si Filemón no hubiera aparecido, habríamos traído a Clodio vivo. Pero Sexto Tedio apareció en el momento más inoportuno y envió el cuerpo a Roma sin que nosotros lo supiéramos. ¿Captas la ironía, Gordiano?
– Sí -dije-. Más de lo que imaginas. Fausta suspiró.
– Toda esta charla sobre el pasado me está deprimiendo. Ahora debes irte, Gordiano. Acababa de terminar mi baño cuando llegaste y es la hora de mi masaje. -Se iluminó-. A menos que quieras unirte a mí…
– Creo que no.
– ¿Estás seguro? Eudamo y Birria dan unos masajes extraordinarios. Veinte dedos entre los dos…, en realidad diecinueve, ya que Eudamo perdió uno en una pelea…, ¡y un poderío! Podrían romperme en dos como si fuera una rama pero me hacen sentir tan ligera y flexible como una nube. Pueden arreglárselas con dos tan fácilmente como con uno. Podría ser muy interesante. -Su expresión no dejaba lugar a dudas de lo que quería decir.
– ¿Y tu esposo?
– No volverá hasta dentro de-varias horas.
– ¿Estás segura?
– Bastante segura…
Recordé la inclinación que tenía Fausta Cornelia a ser cogida en posiciones comprometidas e imaginé a Milón entrando y viéndonos a los cuatro. No era el tipo de confrontación que me gustaría tener con Milón la víspera de su exilio, aunque a Fausta Cornelia le habría divertido bastante.
– ¡Ay! Tengo aún un último recado que hacer antes de que se acabe el día.
Hizo un puchero con los labios y se encogió de hombros.
– Entonces, lo siento, Gordiano. ¿He de decirle a mi esposo que has venido por aquí para despedirte?
– Sí, por favor.
En una mañana primaveral tan magnífica, con las flores abriéndose y el sol calentándolo todo desde un cielo sin nubes, sabía dónde podría encontrarla.
Atravesamos el mercado de ganado que hay al oeste del Palatino y cruzamos el viejo puente de madera.
– ¿Adónde vamos, amo? -dijo Davo.
– Al otro lado del Tíber. Eso es evidente, ¿no crees?
Davo frunció el entrecejo. Ya era hora de que dejara de burlarme de él, pensé. Ya no sería su amo durante mucho más tiempo. Iba a perder la relación tan especial que se había creado entre los dos.
– En realidad, Davo, vamos a una villa ajardinada, en la ribera oeste del Tíber, al otro lado del Campo de Marte. Un lugar maravilloso con una pequeña villa rústica, una verde pradera rodeada por altos árboles y una franja de tierra en la orilla del río, ideal para nadar. Preferiría que no le hablaras a nadie de esta visita, ni siquiera a Eco. Ni, por supuesto, a Bethesda. ¿Puedes guardar un secreto?
– Por supuesto, amo -dijo con un suspiro.
Al poco rato dejamos el camino. Pasamos bajo un dosel de zarzas moteadas de sombras y aparecimos en un ancho prado verde lleno de insectos y mariposas revoloteando. La gran villa estaba a la izquierda, justo como recordaba. Pero ella no estaría dentro un día como aquél. Le dije a Davo que buscara un lugar sombreado para esperarme y crucé la pradera; los pies se me hundían entre la alta hierba. A través de una linea de altos árboles, podía ver franjas de luz en el río. También vi su tienda en la orilla, con sus rayas rojas y blancas sacudidas por la brisa y, al lado, haciendo juego, las rayas rojas y blancas de su litera, en el montículo donde la habían depositado. Si la litera estaba allí, ella también.
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