Washington Irving - Cuentos De La Alhambra

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Hay libros que envejecen con el tiempo, y otros que mantienen lozana su juventud inmarchita. Este es el caso de los "Cuentos de la Alhambra", escritos por Washington Irving, diplomático, historiador y viajero norteamericano que vivió por algún tiempo en la misma Alhambra. La obra, editada por primera vez en 1832, fue de inmediato traducida a muchas lenguas y atrajo a Granada a viajeros de todas las latitudes.

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De esta manera, el libro avanza llevado por una mezcla de dos tiempos distintos: el presente, tiempo al que corresponde el universo de la realidad cotidiana (1829), rico en descripciones de edificios, calles, gente, costumbres, comidas, paisajes, etcétera, que constituyen un testimonio de primera mano sobre la España meridional de aquel momento. Y, desde luego, está el tiempo de los cuentos y las leyendas, generalmente indefinido, pero enclavado en un ayer muy lejano. A él corresponde el mundo de la fantasía, con clara huella de su procedencia oriental, pero injertado ya de esencia española.

El tejido de ambas realidades, la cotidiana y la del folclor, se da en el libro de Irving sin problemas de costuras demasiado visibles o puntos de inverosimilitud extrema. El autor ha creado un ámbito de gozos y sorpresas. Que el lector disfrute esta incursión en el universo literario de Washington Irving, un solterón empedernido que, el 28 de noviembre de 1859, murió en Sunnyside, su vieja granja de tipo holandés, situada en el valle del Hudson, no lejos de Nueva York.

Federico Patán

EL PALACIO DE LA ALHAMBRA

La Alhambra es una antigua fortaleza o palacio amurallado de los reyes moros de Granada, desde donde ejercían dominio sobre este ensalzado paraíso terrenal, última posesión de su imperio en España. El palacio árabe no ocupa sino una parte de la fortaleza, cuyas murallas, guarnecidas de torres, circundan irregularmente toda la cresta de una elevada colina que domina la ciudad y forma una estribación de la Sierra Nevada.

En tiempo de los moros era capaz la Alhambra de contener un ejército de cuarenta mil hombres dentro de su recinto, y sirvió alguna que otra vez para librarse los soberanos del furor de sus rebeldes súbditos. Después de que el reino pasó a manos de los cristianos continuó la Alhambra siendo del patrimonio real, y también algunas veces ha sido habitada por los monarcas castellanos. El emperador Carlos V edificó un suntuoso palacio dentro de sus murallas, pero se suspendió la obra por los continuos terremotos. El último rey que la vivió fue Felipe V y su hermosa esposa Isabel de Parma, a principios del siglo XVIII. Hiciéronse grandes preparativos para su recepción: el palacio y los jardines sufrieron notable reforma y se agregaron algunas habitaciones, que fueron decoradas por artistas traídos de Italia. La permanencia de estos soberanos fue efímera, y después de su partida el palacio volvió de nuevo a su abandono.

El recinto fue en adelante ocupado por fuerza militar; el gobernador de la Alhambra quedó bajo la dependencia de la Corona, y su jurisdicción se extendía hasta los arrabales de la ciudad. Su autoridad era del todo independiente de la del capitán general de Granada. Se alojaba en el interior de la Alhambra una respetable guarnición; el gobernador tenía sus habitaciones frente al viejo palacio morisco, y nunca bajaba a Granada sin una escolta militar. La fortaleza, en resumen, era una pequeña ciudadela independiente, con algunas calles y casas dentro de sus muros, y además con un convento de franciscanos y una iglesia parroquial.

La retirada de la Corte fue, en verdad, un golpe fatal para la Alhambra. Sus bellísimos salones se desmantelaron y algunos de ellos quedaron en ruinas; los jardines se destruyeron y las fuentes cesaron de correr. Poco a poco las viviendas se fueron habitando por gentes de mala reputación: contrabandistas que se aprovechaban de su exenta jurisdicción para emprender un vasto y atrevido tráfico de contrabando, y ladrones y tunantes de todas clases, que hacían de ella su guarida y su refugio, y desde donde a todas horas podían merodear por Granada y sus inmediaciones. La energía del gobierno intervino al fin: expulsó, por último, a esta gente y no se permitió el vivir allí sino al que probase que era hombre honrado y que, por tanto, tenía justos títulos para habitar en aquel recinto; se demolieron la mayor parte de las casas y solamente quedaron en pie unas pocas, con la iglesia parroquial y el convento de San Francisco. Durante las últimas guerras habidas en España, mientras Granada se halló en poder de los franceses, la Alhambra estuvo guarnecida con sus tropas, y el general francés habitó provisionalmente en el palacio. Con el ilustrado criterio que siempre ha distinguido a la nación francesa en sus conquistas, se preservó este monumento de elegancia y grandiosidad morisca de la inminente ruina que le amenazaba. Los tejados fueron reparados, los salones y las galerías protegidos de los temporales, los jardines cultivados, las cañerías restauradas, y se hicieron saltar en las fuentes vistosos juegos de aguas. España, por lo tanto, debe estar agradecida con sus invasores por haberle conservado el más bello e interesante de sus históricos monumentos.

A la salida de los franceses volaron éstos algunas torres de la muralla exterior y dejaron las fortificaciones casi en ruinas. Desde este tiempo cesó la importancia militar de la fortaleza. La guarnición consta de unos pocos soldados inválidos, cuya misión principal consiste en guardar algunas de las torres exteriores que sirven actualmente de prisiones de Estado; y el gobernador, habiendo abandonado la elevada colina de la Alhambra, reside en Granada, para el más cómodo despacho de los asuntos oficiales.

No concluiré esta breve reseña sobre el estado de la fortaleza sin rendir el debido elogio a los laudables esfuerzos de su actual gobernador, don Francisco de Serna, quien está empleando los limitados recursos de que dispone para ir reparando el palacio, y con sus acertadas precauciones ha impedido su inminente ruina. Si sus predecesores hubieran cumplido los deberes de su cargo con igual esmero, la Alhambra podría haber permanecido casi en su prístina belleza; y si este gobierno le ayudara con medios iguales a su celo, este edificio podría conservarse aún como la joya de la nación, y atraería a los curiosos e inteligentes de todos los países durante largas generaciones.

La Alhambra ha sido descrita tan minuciosamente y con tanta frecuencia por los viajeros, que un ligero croquis será acaso suficiente para refrescar la memoria del lector; por consiguiente, haré una breve relación de nuestra visita al otro día de llegar a Granada.

Dejando la posada de la Espada, atravesamos la famosa plaza de Bibarrambla, teatro en otros tiempos de las moriscas justas y torneos, y ahora convertida en mercado principal. Desde allí subimos por el Zacatín, que es la calle más importante, y que en tiempo de los moros era el Gran Bazar: en él las tiendecillas y callejuelas conservan todavía el carácter del oriente. Cruzando una plaza por frente del palacio del capitán general, subimos por una estrecha y tortuosa calle, cuyo nombre nos recordó los tiempos caballerescos de Granada. Se llama la Cuesta de Gomeres, por una familia morisca, célebre en los romances y cantares. Esta cuesta conduce a una maciza puerta de arquitectura griega, construida por Carlos V, y que forma la entrada a los dominios de la Alhambra.

Había en la puerta dos o tres mal vestidos soldados veteranos, dormitando en un asiento de piedra, los sucesores de los Zegríes y los Abencerrajes; en tanto que un alto y flacucho ganapán, con una mugrienta capa de color castaño, que tenía por objeto, sin duda, el ocultar el andrajoso estado de su traje interior, se hallaba holgazaneando al sol y charlando con un viejo veterano que estaba de centinela. Se nos agregó el tal cuando hubimos pasado la puerta, y nos ofreció sus servicios para enseñarnos la fortaleza.

Tengo repugnancia, como viajero, a estos oficiosos cicerones, y no me agradó, en verdad, el aspecto del que se me presentaba.

– ¿Supongo que conocerá usted bien este sitio?

– Ninguno mejor, señor, pues soy hijo de la Alhambra.

La generalidad de los españoles emplea singulares giros poéticos para expresarse. ¡Hijo de la Alhambra! La frase esta me sorprendió al pronto; pero el humildísimo traje de mi nuevo conocido le daba un expresivo sentido ante mis ojos: era el emblema de las vicisitudes de aquel lugar, y él representaba maravillosamente al descendiente de tales ruinas.

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