Sabía más de esas habitaciones mohosas que del mundo exterior. Constituían el paisaje de su infancia, y en todo su laberíntico recorrido reconocía señales dejadas en anteriores retiradas y peregrinaciones.
Lo que le hacía realmente sufrir era estar sin ella. Y angustiado y tembloroso, volvió a rastras a su lado como hacía cada vez que los criados perdían la esperanza de encontrarlo.
Se hallaba tumbada en la cama, sollozando. Y entonces apareció él, un hombre de cinco años, dispuesto a la venganza, con el rostro enrojecido y surcado por los regueros de las lágrimas.
Por supuesto no volvería a hablar con su madre en toda su vida, aunque no soportase estar sin ella.
Aun así, tan pronto como ella abrió los brazos se precipitó sobre su regazo y se inclinó contra su pecho, tan inmóvil como si estuviera muerto, con una mano alrededor del cuello y la otra agarrándole el hombro con tanta firmeza que le hacía daño.
Su madre era poco más que una niña, pero él no lo sabía. Notó sus labios en las mejillas, en el cabello. Su dulzura lo envolvió. Y en lo profundo del dolor que en aquel momento era su mente, pensó que si la sujetara, si la sujetara con fuerza, siempre sería como ahora, y la otra criatura no saldría de ella para lastimarle.
Entonces ella se incorporó, acariciándose las recias e indómitas ondas de su negro cabello, con los ojos aún enrojecidos pero desbordantes de súbita excitación.
– ¡Tonio! -dijo impulsiva, meciéndose como una niña-. Todavía hay tiempo. Yo te vestiré. -Dio palmadas de alegría-. Te llevaré conmigo a San Marco.
Las institutrices del pequeño intentaron disuadir a la madre, pero no hubo forma de detenerla. El alborozo colmó la habitación iluminada con velas, cuyas llamas oscilaban y temblaban mientras los criados los seguían y los diestros dedos de su madre le abrochaban los pantalones de satén y el chaleco de brocado. Pasó el peine sobre los suaves rizos de Tonio entonando la vieja cantinela…, parecían seda negra…, y lo besó dos veces con brusquedad.
Y Tonio oyó a lo largo de todo el corredor su voz cantando suavemente a sus espaldas, mientras avanzaba intrigado por el repiqueteo de sus elegantes sandalias en el mármol.
Ella estaba radiante con su vestido de terciopelo negro y el leve rubor que iluminaba su piel aceitunada, y cuando se aposentó en la oscura felze de la góndola, su rostro de ojos rasgados parecía el de una madonna de las antiguas pinturas bizantinas. Lo tomó en su regazo. La cortina se cerró.
– ¿Me quieres? -le preguntó. Él la acarició. Ella presionó una mejilla contra su rostro y las pestañas de ambos se entrecruzaron hasta que Tonio soltó una carcajada incontenible-. ¡Me quieres! -Ella le apretó el hombro.
Cuando él contestó que sí, sintió su abrazo enternecedor y, por un segundo, se sintió incapaz de reaccionar, como si estuviera paralizado, contra ella.
Ya en la piazza la tomó del brazo y bailó con ella de un lado a otro. ¡Todo el mundo estaba allí! Hizo reverencias a diestro y siniestro, decenas de brazos se alargaban para revolverle el cabello, para estrecharlo contra faldas perfumadas. El signore Lemmo, joven secretario de su padre, lo lanzó al aire siete veces antes de que su madre le pidiera que parase. Y su hermosa prima Catrina Lisani, seguida por dos de sus hijos, se echó el velo hacia atrás y, tomándolo en brazos, lo aprisionó entre sus fragantes senos blancos.
Pero tan pronto como entraron en la inmensa iglesia Tonio se quedó callado.
Nunca había presenciado un espectáculo semejante. Multitud de velas envolvían las columnas de mármol y las ráfagas de aire que invadían el recinto a través de las puertas abiertas hacían crepitar las antorchas sobre sus soportes. En las inmensas cúpulas resplandecían ángeles y santos, y a su alrededor los arcos, las paredes, las bóvedas, todo vibraba, cubierto por millones y millones de diminutas y centelleantes facetas doradas.
Sin mediar palabra, Tonio se aferró al cuello de su madre, y se encaramó a ella como si fuera un árbol. Ella se tambaleó hacia atrás bajo su peso, riendo.
Entonces pareció que una conmoción sacudía a la multitud y un murmullo, como de leña ardiendo, se extendía. Sonó el fragor de las trompetas. Frenético, Tonio se volvió a ambos lados, incapaz de localizarlas.
– ¡Mira! -le susurró su madre, apretándole la mano.
Por encima de las cabezas de los presentes apareció el dux en su gran silla, bajo un palio oscilante. Un intenso y fragante aroma de incienso inundó el aire, y las trompetas subieron el tono, agudas, brillantes, estremecedoras. Entonces hizo su entrada el Inquisidor general en sus diamantinos atuendos.
– ¡Tu padre! -exclamó la madre de Tonio con un espasmo de excitación casi infantil.
La alta y huesuda figura de Andrea Treschi apareció. Las mangas de sus vestiduras llegaban hasta el suelo, los cabellos blancos semejaban la melena de un león, y sus hundidos y claros ojos miraban con la misma fijeza que los de la estatua que tenía delante.
– ¡Papá!
El susurro de Tonio se propagó con toda claridad. Algunas cabezas se volvieron, estallaron risas ahogadas. Y cuando el inquisidor desvió la mirada y distinguió a su hijo entre la multitud, la clavó en él. El anciano rostro se transformó, con una sonrisa casi de embeleso, y sus ojos cobraron vida, brillantes.
La madre de Tonio se ruborizó.
Pero, de repente, una gran cántico pareció irrumpir de la nada, entonado por voces altas, claras y desafiantes. A Tonio se le formó un nudo en la garganta. Durante un instante permaneció inmóvil y con el cuerpo absolutamente rígido mientras absorbía el impacto de aquel canto; luego se retorció, mirando hacia arriba, momentáneamente cegado por las velas.
– Estate quieto -dijo su madre, que apenas podía sostenerlo. El cántico se hizo más rico, más pleno.
Surgía en oleadas de todos los rincones de la inmensa nave, melodía entretejida con melodía. Tonio casi podía verla. Era como una gran red de oro lanzada en un mar agitado bajo la trémula luz del sol. El mismo aire se colmaba de sonido. Finalmente los vio. Los cantantes estaban justo arriba.
Se hallaban en dos grandes galerías a izquierda y derecha de la iglesia, con la boca abierta y el rostro resplandeciente de luz. Parecían los ángeles de los mosaicos.
En un segundo, Tonio saltó al suelo. Notó la mano de su madre que intentaba detenerlo, pero se precipitó entre la multitud de faldas y capas, perfume y aire invernal, y vio que la puerta de acceso a la escalera estaba abierta.
Mientras subía, tenía la impresión de que las paredes que lo rodeaban vibraban a los acordes del órgano y, de repente, se encontró en la calidez de la galería del coro, entre aquellos altos cantantes.
Se produjo un pequeño tumulto. Se hallaba junto a la barandilla con la mirada fija en los ojos de un hombre gigantesco cuya voz manaba tan nítida y áurea como el registro de la trompeta. El hombre pronunciaba la más grande de las palabras: «¡Aleluya!», que tenía el sonido peculiar de una llamada, una convocatoria. Y todos los hombres que estaban detrás de él le seguían, entonándola una y otra vez a intervalos, superponiéndose los unos a los otros.
Mientras, en el lado opuesto de la iglesia, el otro coro la repetía en tono ascendente.
Tonio abrió la boca y empezó a cantar. Pronunció la palabra al unísono con el cantante alto y notó que la mano del hombre se cerraba afectuosamente en su hombro. El cantante asentía, con sus grandes ojos casi soñolientos le decía «sí, canta», sin decírselo. Tonio notó el enjuto costado del hombre bajo su túnica y luego un brazo que lo asía por la cintura para cogerlo en brazos.
Abajo resplandecía toda la congregación: el dux en su silla tapizada de oro, el senado con sus túnicas púrpura, los inquisidores del estado vestidos de escarlata, todos los patricios de Venecia con sus blancas pelucas. Sin embargo, los ojos de Tonio estaban clavados en el rostro del cantante mientras, como el tañido lejano de una campana, escuchaba su propia voz, de distinto registro a la del cantante. Tonio notó que el cuerpo lo abandonaba. Se dejó llevar, elevado por su voz y la voz de aquel hombre al tiempo que los sonidos se confundían. Percibió placer en los ojos trémulos del cantante, y que la somnolencia desaparecía de ellos, pero el sonido poderoso que surgía de su pecho lo pasmaba.
Читать дальше