– ¡Te odio! -gritó Carlo-. ¡Maldito seas! ¡Ojalá te hubiera matado! ¡Si pudiera, te mataría ahora mismo!
– Sí, te creo -replicó Tonio con voz débil y temblorosa-. Y me dirías de nuevo que en esto, como en todo lo demás, no has tenido otra alternativa.
– Sí, sí, sí, y otra vez sí.
Tonio calló. Todavía temblaba por la vehemencia de sus palabras. Intentó tranquilizarse, dejar que el silencio se llevara toda la rabia que había estallado. Miró fijamente a Carlo, pero su expresión anterior iba desapareciendo para dar paso a la inocencia.
– Y ahora no me dejarás más remedio, ¿verdad? -preguntó Tonio-. Comprendes que debo matarte, en este mismo instante, aunque el instinto me mueva a salvarte, aun en contra de tu propia voluntad.
El rostro de Carlo, petrificado por la furia, experimentó una leve alteración.
– No quiero matarte -aseguró Tonio en un susurro-. Pese a todo tu odio, tu temeridad, tu infinita maldad, no quiero matarte. Y no porque me inspires compasión, hombre ruin donde los haya, sino por motivos que nunca has respetado y jamás has comprendido.
Hizo una pausa para recobrar el aliento. El brillo del fuego se reflejaba en su rostro terso.
– Porque eres hijo de Andrea -dijo despacio, como si las fuerzas lo abandonaran-, porque eres carne de mi carne y sangre de mi sangre, porque eres un Treschi, el amo y señor de la casa de mi padre. Porque tienes a tu cargo a mis hermanos pequeños, a los que no quiero dejar huérfanos, y porque, pese a todas tus amargas quejas, llevas nuestro apellido en el gobierno de Venecia.
»Por todo eso voy a dejarte vivir, todo eso es lo que me ha hecho venir hasta aquí para no matarte, y porque por muy doloroso que resulte eres mi padre, mi padre, y no quiero manchar mis manos con tu sangre.
Tonio calló de nuevo. Mantuvo el cuchillo en alto, y sus ojos se volvieron más distantes y oscuros. Un cansancio insoportable, una repugnancia repentina acabaron por vencerle.
Carlo lo percibió con aguda penetración, aunque su rostro denotaba burla, dispuesto a no rendirse.
– Y finalmente -musitó Tonio- porque no voy a permitir que me obligues a hacerlo, no voy a ofender a Dios con un parricidio, alegando como tú que no tenía otra salida.
»Pero ¿comprendes mis palabras? ¿Aceptas que existe una voluntad que está más allá de tu obstinación, de tu orgullo? ¿No hay manera de desatar este nudo de venganza, injusticia y sangre?
Carlo echó la cabeza hacia un lado y miró a Tonio de soslayo. El odio que sentía por él latía en su interior al mismo ritmo que su corazón.
– Estoy harto de odiarte -susurró Tonio-. Harto de temerte. Para mí no eres más que una violenta tormenta que lleva mi barca indefensa a la deriva. Nunca recuperaré lo que he perdido, pero no quiero más disputas contigo, ni más odio ni más rencor.
»Dime, padre, aunque tus súplicas fueran innecesarias, ¿me creerás si te digo que lo único que espero de ti es una promesa? Después de esto, no volverás a atentar contra mi vida, te dejaré aquí sano y salvo. Me marcharé de Venecia como vine, y nunca te infringiré ningún daño ni a ti ni a tus seres queridos. Si ahora no me crees, lo harás en el momento en que me marche; pero para eso, padre, tienes que doblegar tu espíritu, aunque sea mínimamente. Tienes que darme tu palabra.
»Por eso he venido, por eso no te maté antes. ¡Quiero que todo termine entre nosotros! Quiero que vuelvas a tu casa, junto a mis hermanos pequeños. ¡Quiero que me lo prometas!
Carlo lo miró con el ceño fruncido y luego, con una voz grave y gutural, murmuró:
– Me estás engañando.
Un espasmo agudo atravesó el rostro de Tonio. Luego recuperó la serenidad de aquella expresión liberada de toda maldad. Bajó los ojos.
– Por el amor de Dios, padre -susurró-. ¡Por la vida misma!
Carlo lo observaba. Su visión era clara, dolorosamente clara, a pesar de la oscuridad que reinaba en la habitación, y sintió un odio tan acerbo por la tenebrosa figura que estaba ante él que pocas cosas más tenían cabida en su mente.
Vio el cuchillo moverse en sus manos. Tonio lo hizo girar con destreza y lo sostuvo de tal manera que el mango quedara al alcance de Carlo.
– Tu promesa, padre. Tu vida por mi vida, ahora y para siempre. ¡Dilo! -le exigió Tonio-. ¡Dilo para que te crea!
Carlo asintió despacio.
– Dilo, padre -susurró Tonio.
– Te prometo… te prometo que nunca volveré a atentar contra tu vida -murmuró.
Y el estupor lo hizo enmudecer cuando vio que Tonio le tendía el cuchillo.
– Tómalo -le dijo-. Corta tú mismo la correa. Liberémonos mutuamente de una vez por todas.
Carlo cogió el cuchillo e inmediatamente cortó la tira de cuero por debajo de su brazo izquierdo.
La correa chasqueó con fuerza sobre el pecho de Carlo y los brazos le quedaron libres. Se puso en pie despacio, con el cuchillo en la mano.
Tonio había retrocedido algunos pasos, aunque sus movimientos eran lentos. La larga capa flotaba a su alrededor, el fuego brillaba en sus extremos y encendía sus ojos negros.
Los ojos de Carlo se ensancharon despacio. Si pudiera ver qué había bajo esos pliegues de lana negra que cubrían completamente aquella figura, si pudiera calibrar mejor la expresión de su rostro, pero toda su capacidad de razonamiento sucumbía ante ese odio que había alimentado durante aquella larga tarde en que Tonio lo había retenido allí a la fuerza. Tonio, al que detestaba y al que tendría que haber matado hacía mucho, mucho tiempo. Tonio, el eunuco, que lo había puesto en ridículo de la manera más inconcebible.
Y en un último acto de desafío, dejó que sus ojos se movieran despacio y de manera elocuente, de arriba abajo, sobre la figura que tenía delante, al tiempo que sus labios dibujaban una mueca de auténtico desdén.
En un instante se precipitó hacia delante enarbolando el cuchillo y con la mano izquierda agarró la lana negra en busca del débil brazo que había debajo.
Pero la alta figura negra y embozada se apartó de él como si fuera una ilusión, con un gesto tan rápido que ni siquiera lo vio, y al volverse oyó el sonido metálico de la espada de Tonio. Un fino surco de luz selló la grieta de oscuridad que se abría entre ambos y a Carlo le estalló el pecho de dolor.
El cuchillo cayó al suelo.
Alargó los dedos para coger el filo del espadín, el destello de luz que lo sesgaba, y al intentar hablar su boca se llenó de un líquido caliente que se derramó a borbotones sobre la barbilla.
¡No se ha terminado! ¡No se ha terminado! Pero su voz se había perdido en un espantoso gorgoteo.
Mientras caía, con la oscuridad que se alzaba en torno a él, y su mente era presa de un terror absoluto, en los ojos de Tonio vio un destello que se quebraba y se desvanecía, y contempló su rostro afligido antes de que recobrara de nuevo aquella expresión de inocencia.
Tonio permaneció dos horas con Carlo en la habitación.
El cuerpo de Carlo se enfrió y la luz acabó extinguiéndose, las velas se consumieron y los carbones quedaron reducidos a cenizas en el hogar. Tonio pensó en tapar a Carlo con su tabarro, en cruzarle las manos sobre el pecho, pero no lo hizo, y cuando la habitación estuvo por completo a oscuras, se puso en pie y se marchó de la casa en silencio.
Tonio no advirtió si alguien lo veía salir por la puerta lateral. No oyó pasos siguiéndole por aquellas calles que tan bien conocía. Ninguna sombra lo acechó mientras cruzaba la inmensa plaza vacía.
Cuando llegó a las puertas de San Marco y las encontró cerradas, se quedó como aturdido, incapaz de comprender durante unos momentos por qué no podía entrar. Al final se apoyó en las columnas del pórtico y miró hacia el cielo negro, más allá de la vaga silueta del Campanile.
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