Selma Lagerlöf - Jerusalén

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Una gran epopeya rural por la primera mujer que obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Jerusalén narra la trayectoria vital de un grupo de campesinos suecos que a finales del siglo XIX, empujados por la fe, abandonaron su país para establecerse en Palestina. Alternando los retratos de aquellos miembros de la comunidad que decidieron quedarse en Suecia con los de los que iniciaron una nueva vida en Tierra Santa, la autora crea, como dijo Marguerite Yourcenar, una epopeya-río que surge de las mismas fuentes del mito. Selma Lagerlöf -la primera mujre que obtuvo el premio Nobel de Literatura- demuestra su genialidad en una novela viva que tiene como escenario un mundo de transición y como protagonistas a unos personajes que reflejan la dualidad del ser humano y su continuo debate entre la esperanza y el miedo, el raciocinio y la pasión.

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Bajó hasta el aserradero. Stark Ingmar ya había puesto la sierra en marcha. Entre el chirrido de la sierra y el estruendo del rabión a Ingmar le pareció oír un grito. Sin embargo, no hizo caso, no estaba de humor para otra cosa que el odio exacerbado que sentía contra Hellgum. Iba enumerando en voz baja todo lo que éste le había robado, primero a Karin y Gertrud, luego el aserradero y su casa.

De nuevo le pareció oír un grito y cayó en la cuenta de que Hellgum y los desconocidos seguramente se habrían enzarzado en una pelea. «Ojalá lo maten a palos», pensó.

En ese momento oyó claramente una llamada de auxilio y echó a correr cuesta abajo. A medida que se aproximaba fue escuchando con más nitidez las llamadas de socorro de Hellgum, y una vez frente a la cabaña le pareció que el suelo temblaba bajo el fragor de la lucha.

Ingmar tenía por costumbre abrir las puertas de forma sigilosa, pero esta vez se esmeró el doble en su sigilo. Luego se deslizó tímidamente en el interior. Dentro vio a Hellgum contra la pared protegiéndose con un hacha corta mientras tres forasteros, a cual más fornido y corpulento, le atacaban con leños que blandían a guisa de mazos. No llevaban escopetas, de lo cual se deducía que sólo habían ido a darle una buena paliza; pero al defenderse, Hellgum había despertado en ellos su instinto asesino y resultaba obvio que ahora la lucha era a vida o muerte.

A Ingmar apenas le prestaron atención, creyendo que no era más que un mocoso grandullón y zafio.

Ingmar se quedó quieto mirando. Le parecía que soñaba despierto, como cuando lo que más ansias se presenta ante tus ojos sin saber cómo. De vez en cuando, Hellgum pedía socorro. «No creerás que soy tan tonto como para ayudarte», pensó Ingmar.

Uno de los hombres logró asestarle un golpe en la cabeza con tanta fuerza que Hellgum soltó el hacha y se desplomó. Entonces los otros tiraron los leños, sacaron cuchillos y se abalanzaron sobre él. En ese instante, a Ingmar le cruzó el pensamiento un viejo dicho sobre los miembros de su familia, según el cual, cada uno de ellos se veía obligado a cometer una injusticia o ignominia, al menos una vez en la vida. ¿Era esto lo que le tocaba a él?

De repente, uno de los asaltantes sintió que unos brazos le agarraban por detrás, lo levantaban y lo arrojaban fuera de la cabaña. El segundo apenas tuvo tiempo de intentar levantarse cuando ya había corrido la misma suerte, y el tercero, que sí consiguió ponerse en pie, recibió un empujón que lo envió de espaldas a la calle con los otros dos.

Cuando los tres estuvieron fuera, Ingmar ocupó todo el hueco del umbral.

– ¿Os apetece volver a entrar? -les dijo con una risotada. No le habría importado que lo atacaran, pues había descubierto cuán divertido era hacer uso de toda su fuerza.

Los tres hermanos parecían dispuestos a reiniciar la pelea. Pero entonces uno de ellos dijo ver a alguien que asomaba tras los alisos de la vereda y les instó a huir.

Enfurecidos por no haber podido con Hellgum, justo en el momento en que se daban la vuelta para escapar, uno de ellos se volvió, corrió hasta Ingmar y le asestó una cuchillada en el cuello.

– Toma esto por meterte en nuestros asuntos -le espetó.

Ingmar cayó al suelo mientras el bruto se alejaba burlándose con sonoras carcajadas.

Al cabo de unos minutos Karin llegó a la cabaña. Se encontró con Ingmar sentado en el quicio de la puerta con el cuello sangrando. Dentro vio a Hellgum. Se había incorporado y estaba de pie apoyado contra la pared. Seguía empuñando el hacha y tenía el rostro ensangrentado.

Karin no había visto a los fugitivos y creyó que había sido Ingmar quien había atacado a Hellgum causándole aquellas heridas. Se quedó tan horrorizada que las piernas le temblaban. «No, no es posible -pensó-, no puede ser que alguien de la familia sea un asesino.» Pero en el acto le vino a la mente la historia de su madre. «De ahí le viene», se dijo.

Entonces, dejando atrás a su hermano, corrió hacia Hellgum.

– ¡No, no, primero Ingmar! -le gritó Hellgum.

– No se atiende al asesino antes que a su víctima -repuso Karin.

– ¡Primero a Ingmar, primero a Ingmar! -chilló Hellgum, tan excitado que hasta blandió el hacha en dirección a ella-. ¿No ves que él me ha salvado la vida?

Cuando Karin finalmente comprendió la situación y se volvió hacia su hermano, él ya no estaba allí. Lo vio cruzar el patio tambaleándose. Echó a correr tras él.

– ¡Ingmar, Ingmar! -le llamaba.

A Karin no le costó darle alcance. Le puso la mano en el hombro y le dijo:

– Ingmar, estate quieto para que pueda curarte la herida.

Él se sacudió la mano de encima y continuó andando. Caminaba en línea recta, igual que un ciego, sin seguir camino o sendero alguno. La sangre de la herida, escurriéndose bajo la ropa, formaba un reguero que le bajaba hasta el zapato. A cada paso, la presión hacía saltar gotas de sangre que dejaban huellas rojas en el suelo.

Karin se retorcía las manos mientras lo seguía.

– ¡Para, Ingmar, para! ¿Adónde quieres ir? ¡Ingmar, detente!

Él siguió caminando recto en dirección al bosque, donde seguro que nadie podría auxiliarle. Karin tenía los ojos clavados en el zapato que chorreaba sangre. Las huellas se volvían más y más rojas por momentos. «Se dirige al bosque para echarse ahí y desangrarse», pensó Karin.

– Que Dios te bendiga, Ingmar, por haber socorrido a Hellgum -dijo dulcemente-. Hay que tener mucha hombría para hacer algo así, y mucha fuerza.

Ingmar siguió adelante sin prestarle atención.

Karin se apresuró a adelantarle y le interceptó el paso. Él se hizo a un lado sin levantar la vista hacia ella. Lo único que le concedió fue un murmullo:

– ¡Anda, corre a ayudar a Hellgum, ve!

– Ingmar, quiero que sepas que Halvor y yo estábamos muy apenados por nuestra conversación de esta mañana. Justamente, iba a ver a Hellgum para decirle que, pasara lo que pasara, tú te quedarías con el aserradero.

– Bueno, pues ahora podrás dárselo a él -soltó Ingmar, sin pararse; tropezando con piedras y troncos, pero siempre adelante.

Karin, detrás de él, intentaba conmoverle.

– Te pido perdón por mi error y creer, aunque sólo fuera unos segundos, que te habías peleado con Hellgum. Si lo piensas, no es de extrañar que lo creyera.

– Ya, no te extrañó en absoluto que tu hermano fuera un asesino -replicó Ingmar sin mirarla.

Y siguió caminando sin pausa. Cada brizna de hierba que se enderezaba tras sus pisadas dejaba caer una gota de sangre.

Que Ingmar nombrara tanto a Hellgum hizo comprender a Karin cuánto odio le profesaba su hermano, al tiempo que comprendía la grandeza de lo que acababa de hacer.

– Lo que has hecho hoy te dará fama y gloria, Ingmar -le dijo-. No querrás renunciar a tan buena reputación muriéndote ahora, ¿verdad?

Karin lo oyó mofarse mientras seguía andando. Por fin, él volvió su rostro pálido y demacrado hacia ella.

– ¿Por qué no te vas a casa, Karin? Sé muy bien a quién preferirías ayudar.

Su marcha se hizo más tambaleante y ahora el reguero de sangre que dejaba a su paso trazaba una línea continua sobre el terreno.

Toda esa sangre sacó a Karin de quicio. La verdad es que el gran amor que siempre había sentido por Ingmar, alimentado ahora por aquel rastro de sangre, empezó a palpitar con fuerza renovada. Además, se sentía muy orgullosa de él por haber demostrado que era una rama sana del noble árbol de la familia.

– Ingmar -dijo-, no creo que halles clemencia ni ante Dios ni ante los hombres si despilfarras tu vida de esta manera. Y quiero que sepas que si puedo hacer algo para que recuperes las ganas de vivir, no tienes más que decirlo.

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