– ¿Le han hecho algún mal a Fält? -preguntó Ingmar.
– Bah, fueron esos niños. Una tarde que no tenían nada que hacer, se les ocurrió que podrían llegarse hasta casa de Fält y convertirle. Por supuesto que habían oído que Fält era un gran pecador.
– Pero si antes todos los niños temían más a Fält que al hombre del saco -repuso Ingmar.
– Sí, éstos también le tenían miedo, pero supongo que su plan consistía en hacer algo verdaderamente heroico. Llegaron a su cabaña al anochecer, mientras Fält cocía las gachas para su cena. Abrieron la puerta y al ver a Fält ahí sentado con su bigote hirsuto, su nariz hendida y su mirada de tuerto clavada en el fuego, todos se asustaron y un par de los chiquillos más pequeños se fueron corriendo; pero una docena se atrevió a entrar y se arrodilló alrededor del viejo y empezó a entonar cánticos y rezar.
– ¿Y él no los echó? -preguntó Ingmar.
– Ojalá lo hubiera hecho -se lamentó Stark Ingmar-, no sé qué mosca le picó. Debía estar pensando en lo solo y abandonado que se encontraba en su vejez, el pobre. Aparte de que fueran niños los que vinieron. Debió conmoverle el hecho de que siempre le hubiesen tenido miedo y de pronto ver todos esos ojitos anegados en lágrimas mirándolo. Los niños no esperaban otra cosa que se levantara de golpe y empezara a darles de palos. Cantaban y rezaban, pero preparados para echar a correr al menor gesto del viejo. Entonces un par de ellos percibió un tic en el rostro de Fält. «Ahora, ahora», pensaron, y se levantaron de un salto dispuestos a huir. Sin embargo, mi viejo compadre sólo guiñó el ojo sano para dar paso a una lágrima. Los niños se pusieron a clamar aleluyas, y ahora Fält, como te decía, ya no es lo que era. No hace más que ir de reunión en reunión y se pasa todo el día ayunando y rezando y escuchando la voz de Dios.
– Pues no veo yo que eso sea una desgracia -dijo Ingmar-. Fält iba camino de matarse con la bebida.
– No, como a ti te sobran los amigos uno más o uno menos da igual; hasta te parecería bien que la chiquillería hubiese convertido al maestro.
– No me digas que esos pobres niños se han atrevido a meterse con Storm -dijo Ingmar atónito. Después de todo, quizá fuera cierto que la parroquia estuviera patas arriba como decía Stark Ingmar.
– Y tanto que sí, una veintena de niños se metió en el aula una tarde mientras Storm redactaba algo en sus cuadernos y empezaron a sermonearle.
– ¿Y Storm qué hizo? -quiso saber Ingmar, sin poder evitar una carcajada.
– De entrada se quedó tan perplejo que no pudo decir ni hacer nada. Pero la cuestión es que Hellgum había entrado en la cocina para hablar con Gertrud sólo unos instantes antes.
– ¿Fue a ver a Gertrud?
– Sí, Hellgum y Gertrud se han hecho muy buenos amigos desde que él se doblegó a sus deseos en el asunto de Gunhild. Cuando Gertrud oyó el jaleo que se había armado en el aula le dijo a Hellgum: «Llega usted justo a tiempo para ver algo insólito. A partir de ahora los niños vendrán a la escuela a impartir clases a su maestro.» Cosa que hizo reír a Hellgum; me imagino que comprendería que esa jugarreta era una locura. Así que echó de allí a los niños en un periquete y sanseacabó. -Y observó a Ingmar de un modo especial, como cuando el cazador contempla el oso que acaba de abatir y se pregunta si será necesario rematarlo con un tiro más.
– No sé qué esperas de mí -dijo Ingmar.
– ¿Qué quieres que espere si no eres más que un crío? Además, no tienes nada en propiedad. Lo único que tienes son dos manos vacías.
– Se diría que lo que quieres es que mate a Hellgum.
– Abajo en el pueblo dicen que todo se arreglaría si pudieras convencer a Hellgum de que se fuera de aquí.
– Toda nueva religión provoca luchas y cismas, siempre ha sido así -observó Ingmar.
– De todos modos, sería una buena oportunidad de demostrar lo que vales -se obstinó Stark Ingmar.
Ingmar le volvió la espalda y puso en marcha la sierra. Lo que más le habría gustado preguntar era qué había pasado con Gertrud, y si ya se había unido a los hellgumianos; pero era demasiado orgulloso para revelar su inquietud.
A las ocho regresó a la casa para desayunar. Como de costumbre, sobre la mesa le esperaba abundante y apetitosa comida, y Halvor y Karin se mostraron especialmente afables. Nada más verles, Ingmar pensó que todo lo que Stark Ingmar le había contado no eran más que disparates. Recobró los ánimos y se convenció de que el viejo había exagerado.
No obstante, su preocupación por Gertrud reapareció con tanta virulencia que le cortó el apetito.
– ¿No has bajado a casa del maestro últimamente, Karin? -preguntó de repente.
– No -respondió Karin-. Cómo quieres que me mezcle con esa gente impía.
Ingmar permaneció un buen rato sin decir nada, ya que aquella respuesta merecía considerarse a fondo. ¿Qué era lo correcto en aquel momento, hablar o quedarse callado? Si hablaba se enemistaría con los de su casa; por otro lado, tampoco quería que nadie pensase que él aprobaba las injusticias.
– Yo nunca he notado nada impío en su modo de vida -dijo al cabo-, y eso que he vivido con ellos cuatro años.
Ahora le tocó a Karin preguntarse lo que Ingmar se había preguntado hacía sólo unos instantes: si debía callar o decir lo que pensaba. Evidentemente, estaba obligada a atenerse a la verdad, por mucho que a Ingmar le doliera, así que su respuesta fue que si una persona se negaba a seguir la llamada de Dios, no quedaba otro remedio que considerarla impía.
Luego Halvor terció:
– Para los niños y para su educación es de una importancia capital.
– Storm ha educado toda la comarca, Halvor, incluido a ti.
– Pero no nos ha enseñado a vivir como se debe -dijo Karin.
– En mi opinión, eso es algo que tú, Karin, siempre has intentado hacer.
– Ingmar, déjame que te explique lo que representa vivir según la doctrina de antes. Es como andar sobre un tronco redondo: ora avanzas, ora te caes. Pero si dejo que mis convecinos me den sus manos y me sostengan, podré caminar por la estrecha vía de los justos sin caerme.
– De acuerdo -dijo Ingmar-, pero eso no tiene ningún mérito.
– Te equivocas, sigue siendo difícil, pero ya no imposible.
– Bueno, pero ¿qué me decías del maestro y su familia? -insistió Ingmar.
– Sí, que los nuestros sacaron a sus hijos de la escuela. No queremos que los niños aprendan nada de la vieja doctrina.
– ¿Y el maestro qué dijo?
– Dijo que hay una ley que obliga a los niños a ir a la escuela.
– Opino lo mismo.
– Por lo que envió al alguacil a buscar a los hijos de Israel Tomasson y Krister Larsson a sus casas.
– ¿Y ahora os habéis enemistado con los Storm?
– Nosotros sólo frecuentamos a nuestros hermanos.
– Apuesto a que os habéis enemistado con todo el mundo.
– Sólo nos guardamos de tratar con aquellos que quieren inducirnos al pecado.
Cuanto más hablaban, más iban bajando la voz; cada nueva palabra aumentaba su ansiedad porque a las claras se veía que aquella conversación les conducía a una situación lamentable.
– Pero puedo darte saludos de Gertrud -dijo Karin tratando de sonar más alegre-. Hellgum ha hablado mucho con ella este invierno y dice que esta noche piensa unirse a nosotros.
El labio de Ingmar empezó a temblar. Era como si todo el día hubiera estado esperando su ejecución y ahora sonase el disparo. En aquel momento la bala atravesaba la carne.
– Así que se une a vosotros -dijo casi imperceptiblemente-. Hay que ver todo lo que pasa aquí abajo mientras uno se mata trabajando arriba en los bosques. -Ingmar creyó comprender que desde el principio Hellgum le había estado dando coba a Gertrud y tendiendo lazos para atraparla-. ¿Y qué va a ser de mí ahora? -preguntó de repente. En su voz había un deje de desamparo muy extraño.
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