Manuel Chaves Nogales - A sangre y fuego

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A SANGRE Y FUEGO es el título de la serie de nueve relatos que Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944) escribió sobre la Guerra Civil española. Periodista vocacional y paradigma del intelectual comprometido con su tiempo, el autor se aleja de la demagogia y del fácil maniqueísmo con que suele tratarse esta terrible época de nuestra historia, preocupándose más por el perfil humano de quienes sufrieron dicha contienda que por su faceta política. Es el deseo de imparcialidad el que provoca el estremecimiento en el lector: ni buenos ni malos, ni verdugos ni mártires; tan sólo hay crueldad, absurdo, desorientación y obcecación de unos y otros. Manuel Chaves Nogales escribió A SANGRE Y FUEGO en 1937 en Francia, desde el exilio, y constituye una muestra certera de lo que significa la agilidad del periodista al servicio de la realidad y el uso de la literatura como medio de denuncia: son reales las anécdotas y reales los lugares donde ocurren, y es la magnífica prosa del autor un medio más para transmitir esa realidad a veces irónica, otras desoladora. Tal vez por todo esto son muchos los que consideran que A SANGRE Y FUEGO es, posiblemente, uno de los mejores libros de ficción que se han escrito jamás sobre la Guerra Civil española.

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Si, como me ocurría a veces, el capitalismo no prestaba de buen grado sus grandes rotativas y sus toneladas de papel para que yo dijese lo que quería decir, me resignaba a decirlo en el café, en la mesa de la redacción o en la humilde tribuna de un ateneo provinciano, sin el temor de que nadie viniese a ponerme la mano en la boca y sin miedo a policías que me encarcelasen, ni a encamisados que me hiciesen purgar atrozmente mis errores. Antifascista y antirrevoluciona-rio por temperamento, me negaba sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las grandes conmociones y aguardaba trabajando, confiado en el curso fatal de las leyes de la evolución. Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario.

En realidad, y prescindiendo de toda prosopopeya, mi única y humilde verdad, la cosa mínima que yo pretendía sacar adelante, merced a mi artesanía y a través de la anécdota de mis relatos vividos o imaginados, mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia, el pecado contra el Espíritu Santo.

Pero la estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España. ¿Por dónde empezó el contagio? Los caldos de cultivo de esta nueva peste, germinada en ese gran pudridero de Asia, nos los sirvieron los laboratorios de Moscú, Roma y Berlín, con las etiquetas de comunismo, fascismo o nacionalsocialismo, y el desapercibido hombre celtíbero los absorbió ávidamente. Después de tres siglos de barbecho, la tierra feraz de España hizo pavorosamente prolífica la semilla de la estupidez y la crueldad ancestrales. Es vano el intento de señalar los focos de contagio de la vieja fiebre cainita en este o aquel sector social, en esta o aquella zona de la vida española. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España.

De mi pequeña experiencia personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros. Me consta por confidencias fidedignas que, aun antes de que comenzase la guerra civil, un grupo fascista de Madrid había tomado el acuerdo, perfectamente reglamentario, de proceder a mi asesinato como una de las medidas preventivas que había que adoptar contra el posible triunfo de la revolución social, sin perjuicio de que los revolucionarios, anarquistas y comunistas, considerasen por su parte que yo era perfectamente fusilable.

Cuando estalló la guerra civil, me quedé en mi puesto cumpliendo mi deber profesional. Un consejo obrero, formado por delegados de los talleres, desposeyó al propietario de la empresa periodística en que yo trabajaba y se atribuyó sus funciones. Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado, y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el «cama-rada director», y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espíritu revolucionario, ni por mi condición de «pequeño burgués liberal», de la que no renegué jamás.

Vi entonces convertirse en comunistas fervorosos a muchos reaccionarios y en anarquistas terribles a muchos burgueses acomodados. La guerra y el miedo lo justificaban todo.

Hombro a hombro con los revolucionarios, yo, que no lo era, luché contra el fascismo con el arma de mi oficio. No me acusa la conciencia de ninguna apostasía. Cuando no estuve conforme con ellos, me dejaron ir en paz.

Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas.

Los «espíritus fuertes» dirán seguramente que esta repugnancia por la humana carnicería es un sentimentalismo anacrónico. Es posible. Pero, sin grandes aspavientos, sin dar a la vida humana más valor del que puede y debe tener en nuestro tiempo, ni a la acción de matar más trascendencia de la que la moral al uso pueda darle, yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea éste un lujo excesivo.

Se paga caro, desde luego. El precio, hoy por hoy, es la Patria. Pero, la verdad, entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguis de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo, por la parte habitable de mundo que nos queda, aun a sabiendas de que en esta época de estrechos y egoístas nacionalismos el exiliado, el sin patria, es en todas partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de humildad y servidumbre su existencia. De cualquier modo, soporto mejor la servidumbre en tierra ajena que en mi propia casa.

Cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío. Ni una hora antes, ni una hora después. Mi condición de ciudadano de la República Española no me obligaba a más ni a menos. El poder que el gobierno legítimo dejaba abandonado en las trincheras de los arrabales de Madrid lo recogieron los hombres que se quedaron defendiendo heroicamente aquellas trincheras. De ellos, si vencen, o de sus vencedores, si sucumben, es el porvenir de España.

El resultado final de esta lucha no me preocupa demasiado. No me interesa gran cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras. Es igual. El hombre fuerte, el caudillo, el triunfador que al final ha de asentar las posaderas en el charco de sangre de mi país y con el cuchillo entre los dientes —según la imagen clásica— va a mantener en servidumbre a los celtíberos supervivientes, puede salir indistintamente de uno u otro lado. Desde luego, no será ninguno de los líderes o caudillos que han provocado con su estupidez y su crueldad monstruosas este gran cataclismo de España. A ésos, a todos, absolutamente a todos, los ahoga ya la sangre vertida. No va a salir tampoco de entre nosotros, los que nos hemos apartado con miedo y con asco de la lucha. Mucho menos hay que pensar en que las aguas vuelvan a remontar la corriente y sea posible la resurrección de ninguno de los personajes monárquicos o republicanos a quienes mató civilmente la guerra.

El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de la guerra que hace sucumbir a los mejores. ¿De derechas? ¿De izquierdas? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto, con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende. Viniendo de un campo o de otro, de uno u otro lado de la trinchera, llegará más tarde o más temprano a la única fórmula concebible de subsistencia, la de organizar un Estado en el que sea posible la humana convivencia entre los ciudadanos de diversas ideas y la normal relación con los demás Estados, que es precisamente a lo que se niegan hoy unánimemente con estupidez y crueldad ilimitadas los que están combatiendo.

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