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Manuel Chaves Nogales: A sangre y fuego

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Manuel Chaves Nogales A sangre y fuego

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A SANGRE Y FUEGO es el título de la serie de nueve relatos que Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944) escribió sobre la Guerra Civil española. Periodista vocacional y paradigma del intelectual comprometido con su tiempo, el autor se aleja de la demagogia y del fácil maniqueísmo con que suele tratarse esta terrible época de nuestra historia, preocupándose más por el perfil humano de quienes sufrieron dicha contienda que por su faceta política. Es el deseo de imparcialidad el que provoca el estremecimiento en el lector: ni buenos ni malos, ni verdugos ni mártires; tan sólo hay crueldad, absurdo, desorientación y obcecación de unos y otros. Manuel Chaves Nogales escribió A SANGRE Y FUEGO en 1937 en Francia, desde el exilio, y constituye una muestra certera de lo que significa la agilidad del periodista al servicio de la realidad y el uso de la literatura como medio de denuncia: son reales las anécdotas y reales los lugares donde ocurren, y es la magnífica prosa del autor un medio más para transmitir esa realidad a veces irónica, otras desoladora. Tal vez por todo esto son muchos los que consideran que A SANGRE Y FUEGO es, posiblemente, uno de los mejores libros de ficción que se han escrito jamás sobre la Guerra Civil española.

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A la hora del bombardeo, las seis de la tarde, las calles céntricas estaban invadidas por una gran muchedumbre, y cada bomba produjo docenas de víctimas; si una sola hubiese caído en la Puerta del Sol, habría hecho un millar de bajas. La mortandad fue terrible. En los zaguanes de las casas de socorro, muertos y heridos confundidos, en su mayor parte mujeres y niños, se alineaban en el suelo esperando inútilmente a que los médicos y practicantes pudieran, al menos, reconocerles. A las diez de la noche se calculaba que las víctimas del bombardeo, entre muertos y heridos, pasaban del medio millar.

Cuando el alumbrado público se extinguió totalmente y la urbe se hundió en las tinieblas, un agudo presentimiento de que la hecatombe no había terminado pesaba sobre el ánimo de los madrileños. Cada cual fue a meterse temeroso en su agujero. La vida huyó de calles y plazas: ni una luz, ni un ruido en el ámbito fantasmal de la gran ciudad. En las entrañas febriles de Madrid estaba fraguándose, sin embargo, una pavorosa reacción. Se estremecían de odio, desesperación e impotencia las células nerviosas de la revolución; hervían de furor los corrillos de milicianos y obreros en cuarteles, sindicatos, puestos de guardia, consejos obreros, comisarías y círculos políticos; en aquellos centros neurálgicos que bajo la apariencia mortal de la noche conservaban una vida intensa y reconcentrada, iba modelándose por instantes la imagen monstruosa de la represalia. Una idea criminal germinada al mismo tiempo en mil cerebros atormentados por abrirse camino y conquistar los últimos reductos de la humana conciencia. Las cabezas más claras vacilaban batidas por la turbia marea. Aquella mala idea que se enseñoreaba rápidamente del ámbito aterrorizado de la ciudad plasmó al fin en una palabra que fue luego un grito unánime: «¡Masacre! ¡Masacre!».

Lo gritaban sin comprenderlo centenares de hombres a quienes el lúgubre sentido del término colmaba de esperanzas de vindicación. «¡Masacre! ¡Masacre!».

Decía con voz nueva la ancestral crueldad del celtíbero. «¡Masacre! ¡Masacre!».

Se preparaba un asalto a las cárceles. En las comisarías de vigilancia, en los ateneos libertarios y las radios comunistas, se operaba el tránsito del verbo a la acción, del verbo nuevo a la vieja acción cainita. Los hombres de acción se aprestaban a la matanza.

Aún había algo que resistía. Las centrales sindicales y los «responsables» de los partidos vacilaban todavía y, por su parte, el gobierno había mandado reforzar las guardias de las prisiones. Era una precaución inútil: los guardianes y los refuerzos mismos estaban ganados por la sugestión criminal.

A medianoche en todos los centros vitales de la revolución se reñía la misma desesperada batalla. Las escuadrillas de milicianos de retaguardia, concentradas y arengadas por sus jefes, se disponían al asalto de las cárceles. Arabel aleccionó secretamente a sus hombres de confianza, que fueron marchándose mezclados con los demás en pequeños grupos.

—¿Adonde mandas a tu gente? —le preguntó Valero.

—Van a la cárcel de San Román. A cobrar lo que se nos debe. ¿Te enteras? ¡A cobrar!

—Yo no tengo ninguna orden del partido.

—Ni nosotros la necesitamos. La voluntad del pueblo es más fuerte que la de los partidos —replicó Arabel enfáticamente, sintiéndose aquella noche en terreno más firme que el de su rival.

—Yo no sanciono esa masacre, que puede tener un sentido demagógico.

—Pues quédate aquí. No te enteres. Y déjanos de teorías y monsergas. Mañana nos lo agradeceréis.

Se dispuso a salir. Valero, después de un instante de vacilación, le retuvo.

—Espera. Voy con vosotros.

Se ciñó el correaje y la pistola y salió con Arabel. El soberbio Hispano del jefe de la escuadrilla se deslizó por las calles desiertas y fue a detenerse ante la puerta del viejo convento transformado en prisión. En la penumbra se distinguían unos bultos que merodeaban por las proximidades o se estacionaban ante el edificio formando grupos amenazadores. Valero y Arabel, al descender del auto, pasaron junto a unos cuantos que se hallaban a la puerta misma de la cárcel rodeando a los milicianos que estaban de guardia.

—¡Masacre! —dijo una voz sorda a la espalda de los jefes.

Entraron aprisa. En el cuerpo de guardia el responsable de la prisión se declaraba impotente para contener a los de fuera y desconfiaba de los de dentro.

—¡Es inevitable! ¡Es inevitable! —decía—. Pasarán por encima de nosotros si nos oponemos.

Valero hizo telefonear a los centros oficiales y a los sindicatos. Las respuestas eran débiles y tardías. «Resistir, esperar, disuadir, tantear el ánimo de la gente adicta, no emplear la fuerza sino en último extremo…». Finalmente, las nerviosas llamadas telefónicas de Valero y del responsable se perdían en el espacio. Mientras, habían ido filtrándose hasta el cuerpo de guardia muchos milicianos que rondaban por los alrededores. Cuando Valero quiso desalojar, era temerario intentarlo. Un puñado de hombres más audaces acabó de arrollarlos, y una masa compacta de gente armada con pistolas y fusiles llenó el zaguán y el cuerpo de guardia gritando: —¡Alas galerías! ¡Alas galerías! —¡Masacre! ¡Masacre!

Iban ya a forzar las puertas de la prisión cuando Valero, hendiendo a viva fuerza aquella masa humana, se colocó de espaldas a la puerta amenazada y con un grito feroz que dominó el tumulto y un ademán resuelto se hizo escuchar.

—¡Camaradas! —dijo—. La revolución va a hacer justicia. Estad tranquilos. Veinte hombres, sólo veinte hombre, capaces de ejecutar la voluntad del pueblo, son necesarios. Elegid vosotros mismos los veinte hombres en que tengáis confianza. Los demás, fuera. —¡Justicia! —gritó uno.— Se va a hacer —respondió Valero.— ¡Ahora! — Ahora mismo. ¡Veinte hombres que sean capaces de hacerla!

Hubo primero un murmullo de desconfianza, y luego se vio que de entre la confusa muchedumbre de milicianos se destacaba un jovencito pálido con la hoz y el martillo simbólicos en el gorrillo de cuartel.

—Yo soy uno.

—Yo otro.

—Otro.

Tras los comunistas, fueron los recelosos hombres de la CNT y la FAI con sus insignias rojinegras. Cuando estuvieron cabales los veinte, Valero ordenó con voz imperiosa:

—¡Fuera los demás! Vuestros compañeros os dirán cómo hace su justicia la revolución. ¡Fuera!

Llamó al responsable y dispuso que los veinte voluntarios entrasen en las galerías y condujesen al patio, custodiados, a cuantos jefes y oficiales del ejército hubiese en la prisión. Mientras se cumplía la orden y el responsable iba tachando con un lápiz rojo en la lista de presos los nombres de los que eran conducidos al patio, Valero, sentado frente a él, permaneció silencioso y sin contraer un músculo de la cara.

Los militares que había en la prisión eran ciento veinticinco. Cuando vinieron a decirle que todos estaban ya en el patio formados se puso en pie y después de pasarse la mano por la frente echó a andar. Al salir al patio no pudo distinguir más que el cuadrilátero intensamente azul del cielo estrellado y una línea borrosa de seres humanos a lo largo de uno de los negros paredones.

—Habrá que traer luz —dijo el responsable.

—No; no hace falta —replicó Valero que sentía la penumbra como un alivio.

El ascua del cigarrillo de un miliciano le sirvió de punto de mira. Su voz dura hendió las sombras.

—¡Ciudadanos militares! —gritó.

Hubo una pausa.

—¡Ciudadanos militares! —repitió—. La República os ha privado de la libertad que disfrutabais en su daño. Estáis en prisión por haber sido acusados de enemigos del pueblo y del régimen. En circunstancias normales los delitos que se os imputan serían sometidos a los tribunales ordinarios, pero la guerra, que ha llegado ya a las puertas mismas de Madrid, impide la función normal de la justicia. Se os va a someter inmediatamente a una justicia de guerra inexorable. Sabedlo bien. Pero sea cual fuera la índole de los delitos contra el Estado republicano que hayáis cometido, podréis reivindicaros en el acto y recobraréis la libertad. El ejército del pueblo necesita jefes y oficiales competentes y valerosos que le lleven a la victoria. Los que quieran eludir la dura sanción que por su pasada conducta ha de recaer sobre ellos, los que deseen recobrar su libertad y su categoría dentro del ejército, los que no quieran ser juzgados como traidores a su Patria y a su gobierno legítimo, los que acepten el honor de defender la revolución con las armas en la mano, ¡un paso al frente!

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