Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 1
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– Admiro vuestro talento, padre.
– No, hija: entusiasmaos ante la grandeza de la Institución de que formamos parte. Deseando extender la gloria de Dios, trabajamos sin descanso con el santo propósito de que el mundo entero adore su poderío tomándonos a nosotros por intermediarios. Grande es la empresa, inmensos medios se necesitan para ella y por esto no hay misión más noble ni meritoria a los ojos de la divinidad que la que ahora os toca desempeñar dando a Dios el alma tierna de una joven y al tesoro de la Compañía una respetable fortuna que nos pertenece y que hace tiempo vamos persiguiendo.
– Padre mío: humilde sierva soy del Señor, pero haré cuanto pueda por dirigir las aficiones de esa niña a la más santa de las vidas y que su fortuna venga a aumentar el tesoro de la gran empresa… para la mayor gloria de Dios.
– El os lo premiará, hija mía. Mucho tenemos que batallar para alcanzar la conquista del mundo y que en él se inaugure el verdadero reino de Dios: pero lo lograremos, reverenda madre, lo lograremos, porque nuestro ejército es invencible; los años pasan sobre él sin hacerle mella; los huecos que la muerte causa en sus filas se llenan inmediatamente y camina sin descanso, lentamente, a la sordina, siempre con el mismo derrotero y a la conquista de idéntico fin. La impiedad nos impone obstáculos y los saltamos; escudados en nuestros fines no reparamos en los medios; nuestras armas invulnerables son el oro, cebo eterno de los mortales, y la persuasión dulce y embriagadora, cuyo secreto poseemos; todo cuanto el diablo inventó para halagar las pasiones de los hombres lo empleamos para la mayor gloria de Dios, y seguimos adelante tranquilos y confiados, más que en nuestro propio valer, en los estatutos de la Orden, que la hacen inmortal. ¿Qué importa que nosotros, soldados de Cristo y del Papa pasemos rápidamente por la esfera de la vida sin darnos cuenta exacta de las conquistas que realizamos, si sobre nuestras tumbas queda siempre ese ejército invencible, esa sublime Compañía, eterno fénix que renace sobre las cenizas y que no descansará hasta el día del triunfo?
– ¡Oh! Seguid, padre mío, seguid – dijo la superiora, a través de cuyas gafas se escapaba el brillo del entusiasmo – . Decidme esas palabras, que me llenan de vida.
– Tened fe en el porvenir de nuestra Orden y cumplid con entusiasmo la misión que ella os confíe. El mundo será nuestro. Las primeras fortunas de la tierra irán entrando poco a poco en nuestro tesoro. La confesión, el continuo consejo en el seno de las familias y la dirección espiritual realizarán tales milagros. Poco a poco nos apoderamos en todos los países de las principales fuentes de producción; llegará un día en que el comercio y la industria de la tierra serán nuestros, y entonces sonará la trompeta apocalíptica y comenzará el reinado de Dios. El Papa será el rey del mundo, la Compañía de Jesús estará como ahora encargada de dirigir al Santo Padre, y esos reyes, manada de imbéciles a quienes los revolucionarios atacan con razón, serán al frente de sus Estados simples gobernadores obedientes a la autoridad pontifical y al mandato de la Compañía. Cada nación, por grande que sea, equivaldrá a una provincia del inmenso Estado de la Iglesia ideal gigantesco que un día soñó el gran Gregorio VII y que realizaremos nosotros los hijos de San Ignacio. Acabará esa escandalosa doctrina que se llama democrática; la libertad morirá porque los pueblos han de ser cual los arbolillos de jardín que son más hermosos al crecer guiados por la férrea mano del hortelano; eso que llaman progreso desaparecerá de entre los humanos; el hombre no creerá satánicamente, cual hoy, que lleva en su cabeza una cosa que titula razón y con la que quiere explicarse todo lo existente; el sentimiento universal será la adoración a Dios y a sus representantes los compañeros de Jesús, y el mundo ofrecerá el hermoso espectáculo de una vasta congregación de devotos dirigidos espiritual y materialmente por nosotros. ¿Os agrada el cuadro? ¿Sentís renacer vuestra fe al pensar que trabajáis por tan santa causa?
La religiosa hizo con la cabeza enérgicas señales de aprobación y don Tomás añadió, cambiando su anterior tono de apóstol por el insinuante y dulce que le era peculiar:
– Pues para la sublime obra, la Compañía necesita dinero, mucho dinero. Cumplid, pues, vuestro encargo. Que la condesita de Baselga tome el hábito de religiosa y que sus millones ingresen en el tesoro que hace tres siglos venimos reuniendo… “ad majorem Dei gloriam”.
PRIMERA PARTE
EL CONDE DE BASELGA
I
Un defensor del absolutismo
En la madrugada del 1.º de julio de 1822, cuatro batallones de la Guardia Real salieron a la callada de Madrid y se trasladaron al Pardo, donde, con aire omnipotente, dispusieron que su amado rey el señor don Fernando VII recobrase todos sus derechos de monarca absoluto y que cayera el régimen constitucional nacido año y medio antes con la sublevación de Riego en Cabezas de San Juan.
Fué aquello una chiquillada valiente, que costó la vida a muchos infelices y en la que se dieron a conocer don Luis Fernández de Córdoba y otros futuros generales que entonces eran simples tenientes, o más bien dicho, pollos militares recién salidos del cascarón.
En aquella jornada, preparada en honor del absolutismo monárquico, sonó por primera vez el nombre de don Fernando Baselga, conde de Baselga, que era un rapaz recién salido de la escuela militar, vivo de genio, despierto de mollera en lo tocante a travesuras, gran amigo de los placeres y con el alma un poco atravesada, según decían sus compañeros; pero a quien se le dispensaban sus faltas, que no eran pocas, en gracia al alegre carácter y a la distinción caballeresca que sabía dar hasta a sus actos más ruines.
El subteniente Baselga, de la Guardia Real, era una esperanza para aquella corte de Fernando, que se sentía molestada bajo la influencia liberal de la situación y deseaba el restablecimiento del absolutismo, lo que significaba la vuelta de aquellos tiempos de Godoy y Carlos IV, donde cada mañana se comentaban los escándalos palaciegos ocurridos en la noche anterior, sucesos capaces de ruborizar a un Cuerpo de guardia, y se rendía homenaje al querido de la reina, la que, por su parte, cambiaba de amante cada semana.
Aquellos fueron los buenos tiempos, y no los que habían sobrevenido después de 1820, en aquella inaudita época constitucional, donde los mismos revolucionarios que trastornaron a la nación en las Cortes de Cádiz, aquellos plebeyos insolentes y deslenguados, enemigos de Dios y de la propiedad, como eran Argüelles, Martínez de la Rosa, García Herreros, y otros no menos nombrados, pisaban las alfombras del regio palacio con el carácter de ministros e iban a deslucir con sus casacas mal cortadas aquel brillante golpe de vista que presentaban los salones del rey, repletos de dorados uniformes, faldas de vistosos colorines y sotanas rojas o moradas.
Cuando el joven subteniente se hacía estas consideraciones, sentíase acometido de un furor sin límites. Aquello no era corte; el palacio real no pasaba de ser un campamento del pueblo, la ola democrática lo invadía todo y era preciso que los buenos servidores del rey se agrupasen a su lado para barrer a todos los “negros” y devolver al palacio su antiguo esplendor.
El condesito de Baselga experimentaba la misma desesperación del artista convencido de que posee condiciones para hacerse inmortal y que, sin embargo, no encuentra medios para darse a conocer del mundo.
El joven subteniente tenía la firme persuasión de que él podía ser el más brillante adorno de una corte, y se desesperaba al pensar que, por culpa de los liberales, allí no había bailes, saraos, ni ninguna de las grandes diversiones de los antiguos tiempos, pues el rey se pasaba la mayor parte del año en sus posesiones campestres huyendo de los motines, asonadas y manifestaciones con acompañamiento de pedradas y palos, que siempre venían a terminar frente a las ventanas de Palacio.
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