Miguel Cané - Juvenilla; Prosa ligera

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Otra existencia caída en la sombra impenetrable del olvido; en cuanto a ese, tengo la certeza de que ha muerto. Viviendo, habría surgido o habría hecho hablar de él. ¡Sabe el cielo, sin embargo, si las miserias y las dificultades de la vida no lo han hundido en la anestesia moral más obscura que la tumba!

No todos se han desvanecido y algunos brillan con honor en el cuadro actual de la patria. Si estas páginas caen bajo sus ojos, que el vínculo del colegio, debilitado por los años, se reanime un momento y encuentren en estos recuerdos una fuente de placer al ver pasar las horas felices de la infancia.

Nuestros hijos vienen atrás y sus cabecitas sonrientes asoman en el dintel de la vida, con la mirada llena de inconsciente aplomo, chispeando de inteligencia y de acción latente. A los diez años saben lo que nosotros alcanzamos imperfectamente a los quince; – no olvidemos que son los nietos de nuestros padres y que el cariño del abuelo es de los más profundos que vibran sobre la tierra. Paguemos la deuda filial, haciendo felices a los nietos, encaminándoles en la vida.

Todos, por un esfuerzo común, levantemos ese Colegio Nacional que nos dió el pan intelectual, desterremos de sus claustros las cuestiones religiosas, y si no tenemos un Jacques que poner a su frente, elevemos al puesto de honor un hombre de espíritu abierto a la poderosa evolución del siglo, con fe en la ciencia y en el progreso humano.

I

Debía entrar en el Colegio Nacional tres meses después de la muerte de mi padre; la tristeza del hogar, el espectáculo constante del duelo, el llanto silencioso de mi madre, me hicieron desear abreviar el plazo, y yo mismo pedí ingresar tan pronto como se celebraran los funerales.

El Colegio Nacional acababa de fundarse sobre el antiguo Seminario, con una nueva organización de estudios, en la que el doctor Eduardo Costa, ministro entonces de Instrucción Pública, bajo la presidencia del general Mitre, había tomado una parte inteligente y activa. Sin embargo, el establecimiento que quedaba bajo la dirección del doctor Agüero, se resentía aún de las trabas de la enseñanza escolástica y sólo fué más tarde, cuando M. Jacques se puso a su frente, que alcanzó el desenvolvimiento y el espíritu liberal que habían concebido el Congreso y el Poder Ejecutivo.

Me invade en este momento el recuerdo fresco y vivo de los primeros días pasados entre los obscuros y helados claustros del antiguo convento. No conocía a nadie y notaba en mis compañeros, aguerridos ya a la vida de reclusión, el sordo antagonismo contra el nuevo , la observación constante de que era objeto, y me parecía sentir fraguarse contra mi triste individuo los mil complots que, entre nosotros, por el suave genio de la raza, sólo se traducen en bromas más o menos pesadas, pero que en los seculares colegios de Oxford y de Cambridge alcanzan a brutalidades inauditas, a vejámenes, a servidumbres y martirios. Me habría encontrado, no obstante, muy feliz con mi suerte, si hubiera conocido entonces el "Tom Jones" de Fielding. – Silencioso y triste, me ocultaba en los rincones para llorar a solas, recordando el hogar, el cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida y el dulce sueño de la mañana. – Durante los cinco años que pasé en esa prisión, aun después de haber hecho allí mi nido y haberme connaturalizado con la monotonía de aquella vida, sólo dos puntos negros persistieron para mí: el despertar y la comida. A las cinco en verano, a las seis en invierno, infalible, fatal, como la marcha de un astro, la maldita campana empezaba a sonar. Era necesario dejar la cama, tiritando de frío casi siempre, soñolientos, irascibles, para ir a formarnos en fila en un claustro largo y glacial. Allí rezábamos un "Padre Nuestro", para pasar en seguida al claustro de los lavatorios. – ¡Cuántas conspiraciones, cuántas tramas, qué gasto de ingenio y fuerza hicimos para luchar contra la fatalidad, encarnada a nuestros ojos en el portero, colgado de la cuerda maldecida! Aquella cuerda tenía más nudos que la que en el gimnasio empleábamos para trepar a pulso. La cortábamos a veces hasta la raíz del pelo, como decíamos, junto al badajo, encaramándonos hasta la campana, con ayuda de la parra y las rejas, a riesgo de matarnos de un golpe. Muy a menudo la expectativa nos hacía despertar en la mañana, antes de la hora reglamentaria. De pronto oíamos una campana de mano, áspera, estridente, manejada con violencia por el brazo irritado del portero, eterno préposé a las composturas de la cuerda. Se vengaba entrando a todos los dormitorios y sacudiendo su infernal instrumento en los oídos de sus enemigos personales, entre los cuales tenía el honor de contarme. – Atrasar el reloj era inútil por dos razones tristemente conocidas: la primera, la proximidad del Cabildo, que escapaba a nuestra influencia; la segunda, el tachómetro de plata del portero que, bien remontado, velaba fielmente bajo su almohada. Algunas noches de invierno, la desesperación nos volvía feroces y el ilustre cerbero amanecía no sólo maniatado, sino un tanto rojiza la faz, a causa de la dificultad para respirar a través de un aparato, rigurosamente aplicado sobre su boca y cuya construcción, bajo el nombre de "pera de angustia", nos había enseñado Alejandro Dumas en sus "Veinte años después", al narrar la evasión del duque de Beaufort del castillo de Vincennes. Todo era efímero, todo inútil, hasta que estuve a punto de inmortalizarme, descubriendo un aparato sencillo, pero cuyo éxito, si bien pasajero, respondió a mis esperanzas. En una escapada ví una carreta de bueyes que entraba al mercado; debajo del eje colgaba un cuero, como una bolsa ahuecada, amarrado de las cuatro puntas; dentro, dormía un niño. Fué para mí un rayo de luz, la manzana de Newton, la lámpara de Galileo, la marmita de Papin, la rana de Volta, la tabla de Rosette de Champollion, la hoja enroscada de Calímaco. El problema estaba resuelto; esa misma noche tomé el más fuerte de mis cobertores, una de esas pesadas cobijas tucumanas que sofocan sin abrigar, la amarré debajo de mi cama, de las cuatro puntas y cubriendo el artificio con los anchos pliegues de mi colcha, esperé la mañana. Así que sonó la campana, me sumergí en la profundidad y allí, acurrucado, inmóvil e incómodo, desafié impunemente la visita del celador, que, viendo mi lecho vacío, siguió adelante. Me preguntaréis quizá qué beneficio positivo reportaba, puesto que, de todas maneras, tenía que despertarme. Respondo, con lástima, que el que tal pregunta hiciera ignoraría estos dos supremos placeres de todos los tiempos y todas las edades: el amodorramiento matinal y la contravención.

Mi invención cundió rápidamente y al quinto día, al primer toque, las camas quedaron todas vacías. El celador entró: vió el cuadro, quedó inmóvil, llevó un dedo a la sien y después de cinco minutos de grave meditación, se dirigió a una cama, alzó la colcha y sonrió con ferocidad.

¡Era la mía!

II

El segundo obstáculo insuperable fué la comida, invariable, igual, constante. En los primeros tiempos, apenas entrábamos al refectorio, un alumno trepaba a una especie de púlpito y así que atacábamos la sopa, comenzaba con voz gangosa a leernos una vida de santo o una biografía de la Galería Histórica Argentina, siendo para nosotros obligatorio el silencio y, por tanto, el fastidio.

No puedo vencer el deseo de dar una idea sucinta del menú ; lo tengo fijo, grabado en el estómago y el olfato. Dentro de un líquido incoloro, vago, misterioso, algo como aquellos caldos precipitados que las brujas de la Edad Media hacían a media noche al pie de una horca con su racimo, para beberlo antes de ir al sabbat, navegaban audazmente algunos largos y pálidos fideos. Un mes llevé estadística: había atrapado tres en treinta días, y eso que estaba en excelentes relaciones con el grande que servía, médico y diputado hoy, el Dr. Luis Eyzaguirre, uno de los tipos más criollos y uno de los corazones más bondadosos que he conocido en mi vida. – Luego, siempre flotando sobre la onda incolora, pero siquiera en su elemento, venía un sábalo, el clásico sábalo que muchas veces, contra nuestro interés positivo, había muerto con dos días de anticipación.

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