Nathaniel Hawthorne - Cuando la tierra era niña

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otros tiempos fué muy aficionado a la música (a pesar de la historia que cuenta que sus orejas se parecían a las de los burros), la única música agradable para el pobre rey Midas era el tintín de una moneda al chocar contra otra.

Por fin (porque la gente se vuelve cada día más tonta, a no ser que tenga buen cuidado de hacerse cada día más y más cuerda), el rey Midas llegó a ser tan poco razonable, que no podía ver ni tocar cosa que no fuese de oro. Y tomó por costumbre pasar gran parte del día en una habitación obscura y subterránea en los sótanos de su palacio. Allí es donde guardaba sus riquezas. En aquel agujero feísimo, que apenas podía servir de calabozo, se encerraba el rey Midas cuando quería ser completamente feliz.

Allí, después de cerrar cuidadosamente la puerta, cogía un saco lleno de monedas de oro, o una copa de oro, grande como una palangana; o una barra de oro pesadísima, o un celemín lleno de polvo de oro, y los llevaba desde los rincones obscuros del cuarto hasta el único sitio donde caía un rayo de sol, brillante y estrecho, desde un tragaluz. Le gustaba mucho aquel rayo de sol, únicamente porque sin su ayuda no podía ver brillar su tesoro. Luego removía con las manos las monedas del saco, o tiraba la barra a lo alto y la recogía al caer, o hacía que se deslizara entre sus dedos el polvo de oro, o miraba la imagen extraña de su cara reflejada en la bruñida circunferencia de la copa, y se decía a sí mismo:—¡Oh, Midas, riquísimo rey Midas, qué hombre tan feliz eres!—. Pero era muy gracioso ver cómo la imagen de su rostro le hacía muecas desde la pulida superficie de la copa. Parecía como si aquella imagen comprendiese lo necio de su conducta y se burlase de él.

Midas se llamaba hombre feliz, pero dentro de sí mismo sentía que no lo era del todo. No podría llegar a la felicidad completa, a no ser que el mundo entero se convirtiese en un inmenso guardatesoros y estuviese lleno de amarillo metal, que fuese todo suyo.

No necesito recordar, a niños tan instruídos como vosotros, que allá en los tiempos antiguos, muy antiguos, cuando vivía el rey Midas, pasaban cosas que en nuestros tiempos y en nuestro país se nos antojarían maravillosas. Por otra parte, muchísimas cosas suceden ahora que no sólo nos parecen maravillosas a nosotros, sino que a las gentes de los tiempos antiguos les hubiesen dejado ciegas de asombro. Yo, por mi parte, creo que nuestros tiempos son mucho más extraños que los antiguos; pero, sea de esto lo que quiera, sigamos el cuento.

Un día estaba Midas gozando con la vista de sus tesoros en el obscuro subterráneo, cuando vió que una sombra caía sobre los montones de oro, y mirando de repente hacia arriba, vió la figura de un desconocido, que estaba en pie precisamente en el brillante y estrecho rayo de sol. Era un joven con cara alegre y rubicunda. No sé si porque la imaginación del rey Midas ponía un tinte amarillo sobre todas las cosas, o por cualquier otro motivo, no pudo menos de pensar que la sonrisa con que el desconocido le miraba tenía una especie de radiación dorada. Lo que sí era seguro es que, aunque la figura interceptaba el rayo de sol, los tesoros amontonados brillaban más que nunca. Hasta los más remotos rincones del cuarto participaban del resplandor misterioso y parecían iluminados cuando el desconocido sonreía, como si hubiese en ellos llamas o chispas.

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