Nathaniel Hawthorne - Cuando la tierra era niña

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No tengo tiempo de contaros varias cosas maravillosas que sucedieron a Perseo al volver a su casa, tales como matar a un horrible monstruo marino que estaba a punto de devorar a una hermosa doncella; ni cómo convirtió a un enorme gigante en montaña de piedra con sólo enseñarle la cabeza de la Gorgona. Si dudáis de esta última historia, podéis hacer un viaje a África, cualquier día de éstos, y veréis la montaña, que todavía lleva el antiguo nombre del gigante.

Por último, nuestro valiente Perseo llegó a la isla, donde esperaba ver a su madre querida. Pero durante su ausencia el malvado rey había tratado tan mal a Danae, que se había visto obligada a huir y a refugiarse en un templo donde unos cuantos sacerdotes ancianos y buenos la habían recogido. Estos sacerdotes, dignos de alabanza, y el pescador de buen corazón, que fué el primero en dar hospitalidad a Danae y a Perseo, niño, cuando los encontró flotando en el arca, parecen haber sido las únicas personas de la isla que se preocupasen de hacer el bien. Todo el resto del pueblo, lo mismo que el rey Polidectes, eran notablemente malos y no merecían mejor destino que el que vais a saber que cayó sobre ellos.

No habiendo encontrado a su madre en casa, Perseo se fué derecho a palacio, e inmediatamente lo llevaron a presencia del rey. Polidectes no se alegró gran cosa de volver a verle, porque casi tenía por cierto, con regocijo de su mal corazón, que las Gorgonas habrían hecho pedazos al pobre muchacho y se lo habrían comido inmediatamente. Pero al verle volver sano y salvo, puso la mejor cara que pudo y le preguntó qué había hecho.

–¿Has cumplido tu promesa?—preguntó—. ¿Me traes la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes? Si no, hijo mío, te va a costar caro, porque necesito un regalo de boda para la princesa Hipodamia, y sé que no hay nada en el mundo que pueda ser tan de su gusto.

–Sí, Majestad—respondió Perseo tranquilamente y como si no hubiera por qué asombrarse de que un joven como él hubiese llevado a cabo tal hazaña—. Os traigo la cabeza de la Gorgona con todos sus cabellos de serpientes.

–¡De veras! Pues haz el favor de enseñármela—dijo el rey Polidectes—. Debe de ser

espectáculo curioso, si todos los viajeros que me han hablado de ella han dicho la verdad.

–Vuestra Majestad está en lo cierto—repuso Perseo—. Realmente es un objeto capaz de fijar las miradas de todo el que lo vea. Y si Vuestra Majestad quiere, me permitiré aconsejar que se declare el día de hoy fiesta nacional y que se llame a todos los súbditos de Vuestra Majestad para que vengan a contemplar esta curiosidad maravillosa. ¡Me parece que pocos serán los que hayan visto una cabeza de Gorgona, y acaso nunca puedan volver a verla!

Bien sabía el rey que todos sus súbditos eran haraganes rematados, aficionadísimos a espectáculos como suelen serlo todas las gentes perezosas; así es que siguió el consejo del joven y envió en todas direcciones heraldos y mensajeros para que tocasen la trompeta en todas las esquinas y en las plazas y mercados, y dondequiera se encontrasen dos caminos, y llamasen a todo el mundo a la Corte. Vino, pues, gran multitud de gentes inútiles y vagabundas, que todas, por puro amor al mal, se hubiesen alegrado muchísimo de que a Perseo le hubiese sucedido algún daño en la lucha con la Gorgona. Si algunas buenas personas había en la isla (yo quiero creer que las hubo, aunque la historia no dice nada de ellas), de seguro se quedaron tranquilamente en casa atendiendo a sus quehaceres y cuidando a sus hijos. Muchos de los habitantes, sea comoquiera, corrieron a palacio a toda prisa, y gritaron, y se empujaron, y se dieron codazos por afán de estar cerca de un balcón donde se veia a Perseo con el saco mágico y bordado en la mano.

En una tribuna colocada enfrente del balcón estaba sentado el rey Polidectes, con sus malvados consejeros y sus cortesanos aduladores, formando semicírculo en derredor suyo. Monarca, consejeros, cortesanos y pueblo, todos miraban ansiosamente a Perseo.

–¡Enseña la cabeza de la Gorgona!… ¡Enséñala!—gritaba el pueblo. Y había en sus gritos tal fiereza, que parecían querer hacer pedazos a Perseo, si lo que había de enseñarles no les satisfacía—. ¡Enséñanos la cabeza de Medusa con la cabellera de serpientes!

Un sentimiento de pena y de lástima sobrecogió a Perseo.

–¡Oh, rey Polidectes—exclamó—, y vosotros pueblo: no quisiera mostraros la cabeza de la Gorgona!

–¡Ah, canalla, cobarde!—gritó el pueblo, más furioso que nunca—. Se está burlando de nosotros. No tiene la cabeza de la Gorgona. Enséñanosla, si la has traído, y si no te cortaremos la tuya para hacer con ella una pelota de foot-ball .

Los malos consejeros hablaron al rey al oído; los cortesanos murmuraron, todos a una, que Perseo estaba faltando al respeto a su rey y señor, y el gran rey Polidectes levantó la mano y le ordenó, con la voz austera y grave de la autoridad, que enseñase la cabeza al pueblo, si no quería perder la suya.

–Muéstranos la cabeza de Medusa, o mando cortar la tuya.

Perseo suspiró.

–¡Ahora mismo!—repitió Polidectes—, o mueres.

–¡Miradla entonces!—exclamó Perseo con voz que resonó como un clarín.

Y alzó de repente la terrible cabeza. Ni un solo párpado tuvo tiempo de entornarse, y el rey Polidectes y sus malvados consejeros y sus feroces súbditos quedaron al punto convertidos en imágenes de un monarca y su pueblo. Todos quedaron fijos para siempre en su actitud de aquel instante. ¡La vista de la cabeza de Medusa les había transformado en blanco mármol! Y Perseo volvió a meter la cabeza en el saco, y fué a decir a su madre querida que ya no había por qué tener miedo al malvado rey Polidectes.

–¿Qué, no ha sido un cuento bonito?—preguntó Eustaquio.

–¡Ay, sí, sí!—exclamó Capuchina, palmoteando—. ¡Y esas viejas tan raras, que no tenían más que un ojo para las tres! ¡Nunca he oído cosa más extraña!

–En lo del diente—observó Primavera—no hay prodigio alguno. Supongo que sería un diente postizo. Pero, ¿qué es eso de haber convertido a Mercurio en Azogue, y de hablar de su hermana? ¡Es una ridiculez!

–¡Ah!, ¿no era hermana suya?—preguntó Eustaquio—. Si se me hubiese ocurrido antes, la hubiese descrito como una solterona que tenía un buho favorito.

–Bueno—dijo Primavera—; después de todo, con el cuento se ha desvanecido la niebla.

Y, en verdad, mientras el cuento se iba contando, los vapores habían desaparecido del paisaje casi por completo. Ahora se descubría un panorama, que los espectadores casi podían figurarse que había sido creado desde la última vez que habían levantado los ojos en la dirección donde ahora se extendía. A una media milla de distancia, en el regazo del valle, aparecía ahora un hermoso lago, que reflejaba una perfecta imagen de sus propias orillas, cubiertas de bosques, y de las cimas de las colinas más lejanas. Brillaba en cristalina quietud, sin huella de la más ligera brisa en parte alguna de su superficie. Al otro lado de su más lejana orilla estaba el alto monte, que parecía estar tumbado en el valle. Eustaquio le comparó a una inmensa esfinge sin cabeza, envuelta en un chal alfombrado; y verdaderamente era tan rico y tan diverso el follaje otoñal de sus bosques, que la imagen del chal no era en modo alguno demasiado exagerada de color respecto de la realidad. En el terreno bajo, entre la casa de campo y el lago, los grupos de árboles y los linderos del bosque estaban llenos de hojas amarillas o castaño obscuras, porque habían sufrido más con las heladas que el follaje de las vertientes de las colinas.

Sobre todo el paisaje brillaba alegre el sol, mezclado con ligerísima neblina, que hacía la luz imponderablemente suave y tierna. ¡Oh, qué día de veranillo de San Martín tan hermoso! Los niños cogieron apresuradamente sus cestillos, y se pusieron en marcha, saltando, corriendo, dando volteretas, mientras el primo Eustaquio demostraba lo muy digno que era de presidir la reunión, corriendo mucho mejor que ellos y dando algunos saltos tan perfectos, que ninguno de ellos podía ni imitarlos. Acompañábales también un perro, cuyo nombre era Ben . Era uno de los cuadrúpedos más respetables y de mejor corazón del mundo, y probablemente estaba convencido de que estaba en el deber de no dejar alejarse a los niños sin mejor guardián que aquel cabeza loca de Eustaquio Bright.

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