Michael Lawrence - La inundación
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– Era broma -dijo ella-. ¿Qué tal va el dibujo?
Él frunció el ceño.
– Bien -dijo lentamente, aunque parecía pensar: «¿Y a ti qué más te da?»-He oído decir que en septiembre irás a clases de bellas artes.
Él se relajó un poco. Naia acababa de tocar un tema que le importaba mucho.
– Sí. Me muero de ganas por empezar.
– Bueno… espero que te vaya bien.
– Gracias.
Tras esas frases, poco más se dijeron que no tuviera que ver con los huevos. Naia fue por el recibidor y llamó a Kate varias veces, en voz alta, para hacerse oír por encima del rugido del viejo aspirador en el piso de arriba. Cuando finalmente obtuvo una respuesta volvió a la ventana con las noticias.
– Lo siento. No necesitamos huevos.
– De acuerdo -dijo Robert; en realidad, a él le daba igual.
Naia lo vio alejarse, empujando el carro de la compra contra la resistencia del agua. Podría haberlo intentado con un poco más de entusiasmo, pero estaba prácticamente segura de que nada habría dado resultado. No había habido ninguna chispa. Ni la más mínima.
Suspiró. «Oh, bueno», se dijo. Cerró la ventana.
Lunes: 3
¡Padre lo había conseguido! ¡Había convencido a mamá de que lo dejara salir en el bote, solo! Aldous no tenía ni idea de cómo se las había arreglado para lograrlo, y tampoco se lo preguntó; le bastaba con que le permitieran hacerlo. Pero había una condición. Marie insistió en poder verlo cada vez que mirase hacia fuera sin importar la dirección en que lo hiciese, lo cual significaba que no debía ir más allá de los confines de Whitern Rise. Aldous se sintió decepcionado, pero Whitern era una propiedad bastante grande. Había muchas cosas que emergían del agua para remar alrededor, entre y por debajo de ellas, y le separaba una buena distancia de los muros divisorios. Como Aldous sólo disponía de las botas de goma, su padre se ofreció a llevarlo hasta el bote. Fueron abajo y se sentaron a dos escalones del agua que cubría el recibidor para ponerse las botas. Acto seguido, A. E. se subió a su hijo a los hombros y lo llevó hasta la puerta del porche; luego la cerraron, pues, a pesar de que el agua llegaba tan alto dentro como fuera, Marie no consentía que nadie la dejase abierta, hubiera o no inundación.
Aldous no era ningún peso pluma, y su padre tuvo que esforzarse bastante, pero consiguió llevarlo al bote de remos, que estaba amarrado a un gancho junto a las puertas de la sala del río. Lo depositó con mucho cuidado en la embarcación y le alborotó el pelo. A. E. quería mucho a sus cuatro hijos, pero Aldous era el que sentía más próximo a él. Albergó ese sentimiento desde el momento en que el chico vino al mundo y miró a su padre con unos enormes ojos azules que parecían decir: «¡Hola, soy yo!» El color de sus ojos había ido derivando hacia un azul suavemente verdoso a medida que crecía, pero el vínculo que lo unía con su padre nunca había cambiado. Si se veía obligado a ello, A. E. podía imaginarse a sí mismo sin su esposa o sus otros hijos, incluso las chicas, a quienes adoraba, pero la vida sin Aldous era impensable. La seguridad del chico lo preocupaba al menos tanto como a Marie, pero entendía, mientras que ella no, la creciente necesidad de independencia del muchacho. Reprimió el grito de «¡Mira por dónde vas!» que ya afloraba a sus labios, y se limitó a agitar la mano mientras su sonriente hijo partía.
Aldous dobló la esquina de la casa con media docena de confiadas paladas del remo. Su madre se inclinó hacia fuera por una ventana cuando él estaba pasando bajo ella. «Ten mucho cuidado, Aldous.» Él rió alegremente y remó a través del jardín de la cocina hasta llegar al muro del cementerio; luego fue siguiendo la línea de éste hasta la puerta lateral donde, sabiendo que lo estaban observando desde la casa, dirigió la proa del bote hacia el muro norte para dirigirse hacia el río: otro punto más allá del cual no podía ir. Se detuvo sobre la orilla invisible para contemplar con anhelo los sauces que custodiaban los canales de los juncos y luego, con cierta pena, volvió a cambiar de rumbo para proseguir su viaje autorizado a través de los terrenos ile Wintern Rise.
Lunes:4
Alaric se había levantado tarde y luego se tomó su tiempo con el desayuno. Sabía lo que tenía que hacer, pero no estaba nada impaciente por hacerlo. A las once, cuando ya se le hubieron agotado las excusas, no pudo seguir posponiéndolo por más tiempo. Antes de salir de casa, se detuvo por un instante en la puerta de la sala del río y contempló cómo Alex trabajaba en una alfombrilla para el estudio que tenía junto al jardín cuando éste volviera a ser utilizable. Era el tipo de cosa que habría podido hacer Liney, con la diferencia de que en manos de Alex aquella alfombrilla no se reducía a una confusa mezcolanza de colores mal escogidos. Su querida tía Liney… Alaric se preguntó qué estaría haciendo en aquel momento.
Alex alzó la mirada.
– ¿Algún asunto pendiente?
Él se encogió de hombros.
– Sólo estaba mirando.
– Pues hazlo sentado. Habla conmigo.
– Voy a salir -replicó Alaric.
– Nadie lo diría. ¿Adónde vas? -quiso saber Alex.
– Voy a remar un rato por ahí, yo solo.
– Pasas demasiado tiempo solo estos días, Alaric.
– ¿Cuánto es demasiado? -dijo él.
– Ni idea. Es algo que mi madre solía decirme. Santo Dios, ¡me estoy convirtiendo en ella!
– Espero que no -dijo Alaric y la dejó allí, mientras su risita le resonaba en los oídos.
Lunes:5
Poco después de las once, a pesar de que no las tenía todas consigo, Naia probó suerte con el Coneygeare y avanzó lentamente a través del agua con la esperanza de que no se pondría en ridículo metiendo los pies donde no debía. De vez en cuando tropezaba con un desnivel o algún objeto invisible, pero siempre se las arreglaba -aunque por los pelos- para no caerse de bruces; hasta que resbaló sobre algo escurridizo y perdió el equilibrio para encontrarse sentada en el agua con un pequeño pero nada digno chapoteo. Por fortuna, el terreno se elevaba un poco en aquel punto y no se había acumulado tanta agua como en los otros sitios, pero aun así, había la suficiente para que Naia quedase empapada hasta la cintura. Se puso de pie y descubrió que tenía las botas medio llenas de agua, mientras que los téjanos y las bragas se le pegaban desagradablemente a la piel. Si el suelo hubiera estado seco habría vuelto a casa hecha una furia; claro que si el suelo hubiera estado seco, ahora no estaría mojada justo en los peores sitios. Maldiciendo su estupidez por haber intentado cruzar el Coneygeare cuando sabía que nunca podría hacerlo, dio media vuelta y se encaminó, con un cuidado excepcional y los codos levantados, hacia Whitern Rise.
– ¡Nai! ¡Nai!
Alguien la llamó desde atrás, a través del agua. Eran Nafisa Causa y Selma Jakes, que agitaban las manos como un par de marionetas histéricas. Naia les devolvió el saludo, pero no fue hacia ellas. Prefirió parecer una estirada que soportar las dolorosas rozaduras que provocaría el contacto prolongado con la ropa interior mojada. ¿Y qué más daba, realmente, si aquellas falsas amigas se daban por ofendidas? Desde que fue a parar a aquella realidad, Naia se mostraba introvertida; nunca podría olvidar que era una recién llegada, una impostora. Aquellas personas no la conocían de verdad, sólo lo creían. Únicamente ella sabía que, en realidad, eran entre sí desconocidas. Parecían las personas a las que había conocido, y se comportaban y hablaban como ellas, pero no eran esas personas. Creían saber acerca de su gran pérdida cuando tenía catorce años, pero la pérdida no había tenido lugar entonces, sino ahora, y Naia no podía revelárselo, a nadie. No le cabía ninguna duda de que a consecuencia de su pena secreta no lo estaba haciendo tan bien en los exámenes como había tenido la esperanza de poder hacerlo antes. Siempre había sido inteligente y despierta, prefería el esfuerzo al fracaso, pero una plaga inesperada había roído su vida desde dentro, y ahora los logros significaban muy poco para ella. Estaba rodeada de clones que vivían pendientes de acontecimientos y conversaciones en las que no había participado, y bastante tenía con hacer frente a los días, eso por no hablar de las noches.
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