Washington Irving - Crónica de la conquista de Granada (2 de 2)
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Una derrota tan señalada y milagrosa, llenó de admiracion al Rey Fernando, haciéndole recelar algun ardid de los que usaban los moros con frecuencia. Con esta sospecha mandó que toda aquella noche estuviesen las tropas sobre las armas; dobló las guardias, y en su tienda la hicieron mil caballeros é hidalgos bien armados, sin que se disminuyese un punto esta vigilancia, hasta que se tuvo noticia cierta de la dispersion del ejército del Zagal.
La noticia de tan feliz acontecimiento, llegó á Córdoba á tiempo que la Reina doña Isabel hacia grandes aprestos para reforzar con nuevas tropas el ejército de Fernando. Los avisos que se tenian alli de la situacion peligrosa del ejército real, y de la salida del Rey de Granada, habian llenado la corte de consternacion, y afligian el corazon de la Reina con mil temores y presentimientos. Se habia convocado, para que tomase las armas, á toda la gente de la Andalucía, exceptuando solo á los ancianos que pasaban de setenta años: el gran cardenal Mendoza, religioso, estadista y guerrero á un mismo tiempo, habia prometido mantener á su costa toda la caballería, y ya la Reina se disponia á partir para el Real cristiano con los primeros socorros, cuando se suspendió todo con la plausible noticia de la total derrota de los moros: los cuidados se convirtieron en alegría, las tropas fueron licenciadas, y este señalado triunfo se celebró con Te Deum en todas las Iglesias.
CAPÍTULO III
La salida del anciano guerrero Muley Audalla, el Zagal, para defender su territorio, dejando en Granada un rival poderoso, se celebró alli como una bizarría digna de admiracion: sus pasadas hazañas y su valor acreditado inspiraban á todos las mas lisongeras esperanzas, al paso que la apatía de Boabdil, que miraba tranquilo la invasion y ruina de su pátria, tenia exasperados los ánimos del pueblo, y llenos de temor á los que seguian su partido. Se habian suspendido las sangrientas conmociones de la ciudad, y la atencion pública se dirigia únicamente á las operaciones del Zagal, á quien contemplaban ya victorioso y de vuelta para Granada, conduciendo prisionero al Rey de Castilla y á toda su caballería. Estando todos en tan alegre expectacion, vieron llegar algunos ginetes fugitivos del ejército moro, que corriendo la vega, fueron los primeros que anunciaron aquella fatal derrota y dispersion. Al referir este desastroso suceso, parecia que recordaban confusamente algun sueño espantoso: no sabian decir cómo ni por qué habia sucedido: hablaban de un combate empeñado en la oscuridad de la noche entre rocas y precipicios; de millares de enemigos emboscados en los pasos y desfiladeros de las montañas; del horror que se apoderó del ejército, de su fuga, dispersion y ruina.
La llegada de otros fugitivos confirmó en breve estas infaustas nuevas; y el pueblo de Granada, pasando desde el colmo de la alegría al extremo del abatimiento, prorumpió en exclamaciones no de dolor, sí de indignacion: confundian al general con el ejército, á los abandonados con los desertores; y el Zagal, que habia sido el ídolo del pueblo, vino á ser el objeto de su execracion. En esto se oyó de improviso el grito de ¡viva Boabdil el chico! y al punto resuena por todas partes la misma voz; ¡viva Boabdil el chico!, decian, ¡viva el legítimo Rey de Granada! y ¡mueran los usurpadores! Llevado de aquel impulso momentáneo, corre el pueblo al Albaicin, y los mismos que poco antes habian sitiado á Boabdil, rodean ahora su palacio con aclamaciones. Conducido á la Alhambra en triunfo, y dueño ya de Granada y de todas sus fortalezas, se vió este príncipe sentado otra vez sobre el trono de sus mayores.
Al ceñir aquella corona que tantas veces le habia arrebatado la inconstante multitud, trató Boabdil de consolidar su poder, y por órden suya rodaron al suelo las cabezas de cuatro moros principales, que mas celosos se habian mostrado en la causa de su rival. Estos castigos eran tan comunes en toda mudanza de gobierno, que el público, lejos de ofenderse, alabó la moderacion de su Soberano: cesaron las facciones, y ensalzando todos á Boabdil hasta las nubes, quedó el Zagal entregado al olvido y menosprecio.
Confundido y humillado por un revés tan repentino cual nunca, acaso, cupo en suerte á ningun caudillo, se dirigia el Zagal tristemente hácia Granada: la víspera de aquel dia se habia visto á la cabeza de un ejército poderoso, sus enemigos le temblaban, y la victoria parecia que iba á coronarle de laureles: ahora se contemplaba fugitivo entre los montes; su ejército, su prosperidad, su poderío, todo se habia desvanecido como un sueño ligero, ó como una ficcion de la fantasía. Llegando cerca de la ciudad, se detuvo en las márgenes del Jenil, y envió delante algunos ginetes para tomar lengua; los cuales volviendo en breve con semblantes decaidos, le dijeron: “Señor, las puertas de Granada están cerradas para vos; el estandarte de Boabdil tremola sobre las torres de la Alhambra.” Volvió el Zagal las riendas á su caballo, y partió silencioso la vuelta de Almuñecar: desde alli pasó á Almería, y por último se refugió en Guadix, donde permaneció procurando reunir sus fuerzas, por si alguna mudanza política le llamaba á nuevas empresas.
Entretanto reinaba en Velez-málaga una penosa incertidumbre sobre lo que pasaba por fuera: durante la noche anterior habian notado por los fuegos encendidos en las alturas de Bentomiz, que se les hacian señales cuyo sentido no comprendian: al amanecer del dia siguiente vieron que el campamento moro habia desaparecido como por encanto; y todo se volvia conjeturas y recelos, cuando vieron llegar á rienda suelta, y entrar por las puertas de la ciudad, al bizarro Rodovan de Venegas con un escuadron de caballería, triste fragmento de un ejército florido. La noticia de tan gran revés llenó á todos de consternacion; pero Rodovan los animó á la resistencia con la seguridad de ser en breve socorridos desde Granada, y con la esperanza de que la artillería gruesa de los cristianos se atascaria en los caminos, y nunca llegaria al campo. Pero esta esperanza en breve se desvaneció: al dia siguiente vieron entrar en el real un tren poderoso de lombardas, ribadoquines, catapultas, y una larga fila de carros con municiones, escoltados por el maestre de Alcántara.
Sabido por los sitiados que Granada habia cerrado sus puertas contra el Zagal, y que no habia que esperar socorros, trataron de capitular, aconsejándolo el mismo Rodovan de Venegas, que conocia ser ya inútil la resistencia. Las condiciones se ajustaron entre Rodovan y el conde de Cifuentes, que se conocian y estimaban mútuamente; y aprobadas por Fernando, que deseaba proseguir mas adelante sus conquistas, y marchar contra Málaga, se entregó la ciudad, permitiéndose salir á los habitantes con todos sus efectos, menos las armas, y dejando á cada uno la eleccion de su morada, no siendo en lugares inmediatos á la mar. Ciento y veinte cristianos de ambos sexos debieron su libertad á la rendicion de Velez-málaga; y enviados á Córdoba, fueron recibidos por la Reina y la Infanta doña Isabel en aquella famosa catedral, donde se celebró con toda solemnidad tan gran victoria.
Á la entrega de Velez-málaga se siguió la de Bentomiz, Comares, y todos los lugares y castillos de la Ajarquía. Vinieron diputaciones de unos cuarenta pueblos de las Alpujarras, cuyos moradores se sometieron á los Soberanos, jurando obedecerlos como mudejares ó vasallos moriscos. Se tuvo al mismo tiempo noticia de la revolucion acaecida en Granada; con cuyo motivo solicitaba Boabdil la proteccion del Rey en favor de los pueblos que habian vuelto á su obediencia, ó que renunciasen á su tio, asegurando que no dudaba ser en breve reconocido por todo el reino, al cual tendria entonces como vasallo de la corona de Castilla. Accedió Fernando á esta súplica, extendiendo su proteccion á los habitantes de Granada, los cuales pudieron asi salir en paz á cultivar sus campos, y comerciar con el territorio cristiano: iguales ventajas se ofrecieron á los pueblos que dentro de seis meses abandonasen al Zagal, y volviesen á la obediencia de Boabdil.
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