“Ve ahora”, ordenó.
A lo la mujer llegó a la puerta de su edificio y se puso a buscar sus llaves, él comenzó a caminar al otro lado de la calle.
Abrió la puerta del edificio y entró.
Antes de que la puerta se cerrara, puso su pie en el interior de la abertura. La cámara que observaba el vestíbulo había sido desactivada antes; había aplicado una capa de gel sobre el lente para oscurecer las imágenes y dar la ilusión de que la cámara estaba funcionando bien. La segunda puerta del vestíbulo había sido desactivada también, su cerradura demasiado fácil de romper.
Seguía silbando mientras desapareció por un tramo de escaleras. Entró en el edificio para seguirla, sin pensar en la gente en la calle o las otras cámaras que podrían haber estado observando de otros edificios. Había investigado todo anteriormente, y el momento de su ataque había sido alineado con el universo.
Para cuando llegó al tercer piso para abrir la puerta principal, él estaba detrás de ella. Abrió la puerta y, al entrar en su apartamento, él la agarró por la barbilla y tapó su boca con la mano, ahogando sus gritos.
Luego entró y cerró la puerta detrás de él.
Avery Black estaba sacando el nuevo auto policía que se había comprado, uno marca Ford de cuatro puertas, del estacionamiento. El olor a auto nuevo y cómo se sentía el volante debajo de sus manos le daba una sensación de alegría, de un nuevo comienzo. Finalmente se había deshecho del viejo BMW blanco que había comprado durante sus años de abogada. Había sido un recuerdo constante de su vida anterior.
“Hurra”, dijo por dentro, como lo hacía casi cada vez que se sentaba detrás del volante. Su nuevo auto no solo tenía vidrios polarizados, llantas negras y asientos de cuero, sino que también vino totalmente equipado con una funda para escopeta, carcasa para una computadora en el tablero y luces policiales en las rejillas, ventanas y espejos retrovisores. Mejor aún, cuando las luces rojas y azules estaban apagadas, se veía igual que cualquier otro auto en las carreteras.
“La envidia de todos los policías”, pensó.
Había pasado buscando a su compañero, Dan Ramírez, a las ocho en punto. Se veía perfecto, como siempre. Su cabello negro estaba peinado hacia atrás, tenía la piel bronceada, ojos oscuros y estaba vestido con ropa de calidad. Tenía puesta una camisa amarilla debajo de una chaqueta carmesí. Llevaba unos pantalones color carmesí, un cinturón color marrón claro y zapatos color marrón claro.
“Hagamos algo esta noche”, dijo. “La última noche de nuestro turno. Podría ser miércoles, pero parece viernes”.
Le sonrío cálidamente.
En respuesta, Avery lo miró con sus ojos azules y le sonrió amorosamente, pero luego su expresión se volvió ilegible. Se concentró en la carretera y se preguntó qué iba a hacer con respecto a su relación con Dan Ramírez.
El término “relación” ni siquiera era preciso.
Desde su derribo de Edwin Peet, uno de los asesinos en serie más extraños de la historia reciente de Boston, su compañero le había dicho lo que sentía por ella. Avery, a su vez, le hizo saber que ella también podría estar interesada. Las cosas no habían ido mucho más lejos. Fueron a cenar, compartieron miradas amorosas, se tomaron de las manos.
Pero Avery estaba preocupada por Ramírez. Sí, era guapo y respetuoso. Había salvado su vida después de la debacle con Edwin Peet y prácticamente se mantuvo a su lado durante toda su recuperación. Sin embargo, era su compañero. Estaban juntos cinco días a la semana o más, desde las ocho de la mañana hasta las seis o hasta más tarde, dependiendo del caso. Y Avery llevaba años sin estar en una relación. La única vez que se besaron, se sintió como si estuviera besando a su ex esposo, Jack, e inmediatamente se apartó.
Miró el reloj del tablero.
No llevaban ni cinco minutos en el auto y Ramírez ya estaba hablando de la cena. “Tienes que hablar con él sobre esto”, pensó. “Qué horror”.
Mientras se dirigían hacia la oficina, Avery escuchó la radio frecuencia de la policía, como lo hacía todas las mañanas. Ramírez colocó una emisora de jazz y condujeron unas cuadras escuchando jazz mezclado con un operador policial detallando las diversas actividades alrededor de Boston.
“¿En serio?”, preguntó Avery.
“¿Qué?”.
“No puedo disfrutar de la música y escuchar las llamadas al mismo tiempo. Eso es confuso. ¿Por qué tenemos que escuchar las dos?”.
“Está bien”, dijo como si estuviera desilusionado. “Pero tengo que escuchar mi música hoy en alguno momento. Me tranquiliza”.
“No entiendo por qué”, pensó Avery.
Ella odiaba el jazz.
Afortunadamente, recibieron una llamada en la radio y eso la salvó.
“Tenemos una diez dieciséis, diez treinta y dos en progreso en la calle East Fourth por Broadway”, dijo una voz femenina rasposa. “No ha habido disparos. ¿Hay algún auto cerca?”.
“Abuso doméstico”, dijo Ramírez. “El tipo tiene un arma”.
“Estamos cerca”, respondió Avery.
“Vamos a tomarla”.
Giró el auto, encendió las luces, y tomó su transceptor.
“Habla la detective Black”, dijo, ofreciendo su número de placa. “Estamos a aproximadamente tres minutos. Tomaremos la llamada”.
“Gracias, detective Black”, respondió la mujer antes de darle la dirección, número de apartamento e información complementaria.
Una de las cosas que le gustaban de Boston eran las casas, la mayoría de ellas de dos a tres pisos de altura con una estructura uniforme que hacía que toda la ciudad se pareciera. Cruzó a la izquierda en la calle Fourth y siguió a su destino.
“Eso no quiere decir que nos libramos del papeleo”, insistió.
“Por supuesto que no”. Ramírez se encogió de hombros.
Sin embargo, el tono de su voz, junto con su actitud y las pilas de su propio escritorio, hacía a Avery preguntarse si tomar este viaje tempranero había sido una buena decisión.
Fue fácil llegar a la casa en cuestión. Una patrulla, junto con un pequeño grupo de personas que estaban escondidas detrás de algo, rodeaba una casa de estuco de color azul con persianas azules y un techo negro.
Había un hombre hispano parado en el césped en calzoncillos y una camiseta sin mangas. En una mano sostenía el cabello de una mujer que estaba llorando de rodillas. En la otra mano, agitaba un arma a la multitud, la policía y la mujer.
“¡Aléjense!”, gritó. “Todos aléjense de mí. Los veo”. Apuntó su pistola hacia un auto estacionado. “¡Aléjense del auto! ¡Deja de llorar!”, le gritó a la mujer. “Si sigues llorando, te volaré los sesos solo por molestarme”.
Dos agentes estaban a cada lado del césped. Una tenía su arma desenfundada. El otro tenía una mano en su cinturón y la otra levantada.
“Señor, por favor suelte esa arma”.
El hombre apuntó al policía con la pistola.
“¿Qué? ¿Quieres irte?”, dijo. “¡Entonces dispárenme! Dispárame, hijo de puta, y vean qué pasa. No me importa. Moriremos los dos”.
“¡No dispare el arma, Stan!”, gritó el otro oficial. “Todos mantengan la calma. Nadie morirá hoy. Por favor, señor, solo...”.
“¡Dejen de hablarme!”, dijo el hombre. “Déjame en paz. Esta es mi casa. Esta es mi esposa. Eres una maldita infiel”, dijo y metió el cañón de su pistola en la mejilla de la mujer. “Debería limpiarte esa puta boca sucia”.
Avery apagó sus sirenas y se acercó a la acera.
“¿Otra puta policía?”, dijo el hombre. “Ustedes son como las cucarachas. Está bien”, dijo tranquila y determinadamente. “Alguien va a morir hoy. No me llevarán de vuelta a la cárcel. O se van a casa, o alguien va a morir”.
Читать дальше