Blake Pierce - El Tipo Perfecto

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En EL TIPO PERFECTO (Libro #2), la perfiladora criminal novata Jessie Hunt, de 29 años, recoge los pedazos de su vida trastocada y sale de los suburbios para empezar una nueva vida en el centro de Los Ángeles. Sin embargo, cuando asesinan a uno de los ricos y famosos, Jessie, a quien han asignado el caso, se ve de nuevo en el mundo de los suburbios de imagen impoluta, a la caza de un asesino demente entre falsas fachadas de normalidad y mujeres sociópatas. Jessie, disfrutando de la vida de nuevo en el centro de Los Ángeles, está convencida de que ha dejado atrás su pesadilla suburbana. Dispuesta a dejar atrás su matrimonio fallido, consigue un puesto con el departamento local de policía, posponiendo su entrada a la academia del FBI. Le encargan de un simple asesinato en un vecindario de lujo, un caso sencillo con el que dar los primeros pasos en su profesión. Sin embargo, sus jefes no tienen ni idea de que hay más detrás de este caso de lo que nadie pudiera sospechar. No hay nada que le prepare para su primer caso, que le forzará a escudriñar las mentes de unas parejas acomodadas, suburbanas, que pensaba haber dejado atrás. Por detrás de sus cuidadas fotos familiares y sus setos bien cuidados, Jessie se da cuenta de que esta perfección no lo es tanto como parece. Un thriller de suspense psicológico de ritmo trepidante con personajes inolvidables y suspense palpitante, EL TIPO PERFECTO es el libro #2 de una nueva serie fascinante que le hará pasar páginas hasta altas horas de la noche. El Libro #3 de la serie Jessie Hunt – LA CASA PERFECTA – está ahora disponible a la preventa.

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Cerró la cremallera del abrigo hasta el cuello y bajó la cabeza mientras pasaba junto a una cafetería, y después un restaurante que estaba casi a rebosar. Eran mediados de diciembre en Los Ángeles y los negocios locales hacían lo que podían para que sus fachadas resultaran festivas en una ciudad donde la nieve era casi un concepto abstracto.

Sin embargo, en los túneles de viento que creaban los rascacielos del centro urbano, el frío siempre estaba presente. Eran casi las 11 de la mañana, el cielo estaba gris y la temperatura rondaba los diez grados. Hoy iba a bajar hasta los cuatro grados centígrados. Para Los Ángeles, eso era frío siberiano. Por supuesto, Jessie ya había pasado por inviernos mucho más fríos.

De niña en su Missouri rural, antes de que todo se fuera al carajo, jugaba en el pequeño patio de la casa móvil de su madre en el parque de caravanas, con los dedos y la cara medio entumecidos, montando muñecos de nieve no demasiado impresionantes, pero de rostro alegre, mientras su madre la observaba con atención desde la ventana. Jessie recordaba preguntarse por qué su madre nunca le quitaba los ojos de encima. En retrospectiva, ahora estaba claro.

Unos cuantos años más tarde, en los suburbios de Las Cruces, Nuevo México, donde vivió con su familia adoptiva después de que la metieran en el programa de Protección de Testigos, iba a esquiar en las laderas de las montañas cercanas con su segundo padre, un agente del FBI que proyectaba un profesionalismo sereno, sin que importara la situación de que se tratara. Siempre estaba ahí para ayudarle cuando se caía. Y generalmente, podía contar con una taza de chocolate caliente cuando descendían de las colinas desérticas, peladas y regresaban al albergue.

Esos recuerdos del frío le calentaban mientras doblaba la esquina de la última manzana para ir a la consulta de la doctora Lemmon. Con mucho cuidado, eligió no pensar en los recuerdos menos agradables que, inevitablemente, se entrelazaban con los buenos.

Se presentó en recepción y se quitó las capas de ropa mientras esperaba a que le llamaran para entrar a la consulta de la doctora. No tardaron mucho. A las 11 en punto, su terapeuta abrió la puerta y le invitó a pasar adentro.

La doctora Janice Lemmon tenía unos sesenta y tantos años, aunque no los aparentaba. Estaba en excelente forma y sus ojos, detrás de unas gafas gruesas, eran agudos y enfocados. Sus tirabuzones rubios brincaban cuando caminaba y poseía una intensidad contenida que no podía enmascarar.

Se sentaron en unos sillones de felpa la una frente a la otra. La doctora Lemmon le concedió unos momentos para que se asentara antes de hablar.

“¿Cómo estás?”, le preguntó de esa manera abierta que siempre hacía que Jessie se planteara la pregunta con más seriedad de lo que era habitual en su vida diaria.

“He estado mejor”, admitió.

“¿Y por qué es eso?”.

Jessie le contó lo de su ataque de pánico en el apartamento y los recuerdos del pasado que le asaltaron a continuación.

“No sé qué es lo que me alteró”, dijo a modo de conclusión.

“Creo que sí lo sabes”, le insistió la doctora Lemmon.

“¿Te importaría darme una pista?”, respondió Jessie.

“Bueno, me pregunto si perdiste la calma en presencia de una persona casi desconocida porque no te parece que tengas ningún otro sitio donde liberar tu ansiedad. Deja que te pregunte esto—¿tienes algún acontecimiento o decisión estresante en el futuro cercano?”.

“¿Quieres decir alguna cosa que no sea la cita con mi ginecólogo en dos horas para ver si me he recuperado del aborto, finalizar el divorcio con el hombre que intentó asesinarme, vender la casa que compartimos, procesar el hecho de que mi padre el asesino en serie me está buscando, decidir si voy a Virginia o no durante dos meses y medio para que los instructores del FBI se rían de mí, y tener que mudarme del apartamento de una amiga para que pueda dormir bien una noche? Excepto por estas cosas, diría que estoy bien”.

“Eso suena a bastante”, respondió la doctora Lemmon, ignorando el tono sarcástico de Jessie. “¿Por qué no empezamos con las preocupaciones inmediatas y trabajamos hacia fuera desde allí, te parece?”.

“Tú mandas”, murmuró Jessie.

“La verdad es que no, pero dime algo sobre la cita que tienes ahora. ¿Por qué te tiene eso preocupada?”.

“No es tanto que esté preocupada”, dijo Jessie. “El médico ya me dijo que no parece que tenga ningún daño permanente y que podré volver a concebir en el futuro. Es más bien por el hecho de que ir allí me va a recordar lo que he perdido y cómo lo perdí”.

“¿Estás hablando de cómo te drogó tu marido para poder inculparte por el asesinato de Natalia Urgova? ¿Y cómo la droga que utilizó te provocó el aborto?”.

“Sí”, dijo Jessie con sequedad. “A eso es a lo que me refiero”.

“En fin, me sorprendería que alguien sacara eso a colación”, dijo la doctora Lemmon, con una amable sonrisa jugueteando en sus labios.

“¿Así que me estás diciendo que estoy creando estrés para mí misma sobre una situación que no tiene por qué ser estresante?”.

“Lo que digo es que, si manejas las emociones por anticipado, puede que no te resulten tan abrumadoras cuando estés en la consulta”.

“Eso es muy fácil de decir”, dijo Jessie.

“Todo es más fácil de decir que de hacer”, respondió la doctora Lemmon. “Dejemos eso a un lado por ahora y continuemos con el divorcio que tienes pendiente. ¿Cómo van las cosas por ese frente?”.

“La casa está en depósito de seguridad. Así que espero que eso se concluya sin complicaciones. Mi abogado dice que aprobaron mi solicitud de un divorcio urgente y que debería estar todo finalizado antes de que acabe el año. Hay un bonus por ese lado—como California es un estado de propiedad comunitaria, me quedo con la mitad de los activos de mi pareja asesina. Él también se queda con la mitad de lo mío, a pesar de ir a juicio por nueve delitos mayores a principios de año. Pero, considerando que he sido una estudiante hasta hace unas cuantas semanas, no supone gran cosa”.

“Y bien, ¿cómo te sientes respecto a eso?”.

“Me siento bien por lo del dinero. Diría que me lo he ganado de sobra. ¿Sabes que utilicé el seguro sanitario de su trabajo para pagar por la herida que me hizo al apuñalarme con el atizador? Eso tiene algo de justicia poética. Por lo demás, me alegraré cuando haya terminado todo. Lo que más quiero es dejar esto atrás y olvidarme de que pasé casi una década de mi vida con un sociópata sin percatarme de ello”.

“¿Crees que deberías haberte dado cuenta?”, preguntó la doctora Lemmon.

“Estoy intentando convertirme en criminóloga profesional, doctora. ¿Cómo puedo ser buena si no me di cuenta del comportamiento criminal de mi propio marido?”.

“Ya hemos hablado de esto, Jessie. Con frecuencia, hasta a los mejores criminólogos les resulta difícil identificar los comportamientos ilícitos de los que tienen más cerca. A menudo, se requiere de una distancia profesional para ver lo que realmente está pasando”.

“¿Creo entender que hablas por experiencia propia?”, preguntó Jessie.

Janice Lemmon, además de ser una terapeuta del comportamiento, era una experta criminal muy bien considerada que solía trabajar a tiempo completo para el Departamento de Policía de Los Ángeles. Todavía les ofrecía sus servicios de vez en cuando.

Lemmon había utilizado su considerable influencia y conexiones para conseguir a Jessie el permiso para visitar el hospital estatal en Norwalk y que pudiera entrevistar al asesino en serie Bolton Crutchfield como parte de su trabajo de graduación. Y Jessie también sospechaba que la doctora había desempeñado un papel crucial en que la aceptaran en el ostentoso programa de la Academia Nacional del FBI, que generalmente solo aceptaba a investigadores locales con mucha experiencia, y no a recién graduados que carecían de experiencia alguna.

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