Blake Pierce - El Tipo Perfecto

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En EL TIPO PERFECTO (Libro #2), la perfiladora criminal novata Jessie Hunt, de 29 años, recoge los pedazos de su vida trastocada y sale de los suburbios para empezar una nueva vida en el centro de Los Ángeles. Sin embargo, cuando asesinan a uno de los ricos y famosos, Jessie, a quien han asignado el caso, se ve de nuevo en el mundo de los suburbios de imagen impoluta, a la caza de un asesino demente entre falsas fachadas de normalidad y mujeres sociópatas. Jessie, disfrutando de la vida de nuevo en el centro de Los Ángeles, está convencida de que ha dejado atrás su pesadilla suburbana. Dispuesta a dejar atrás su matrimonio fallido, consigue un puesto con el departamento local de policía, posponiendo su entrada a la academia del FBI. Le encargan de un simple asesinato en un vecindario de lujo, un caso sencillo con el que dar los primeros pasos en su profesión. Sin embargo, sus jefes no tienen ni idea de que hay más detrás de este caso de lo que nadie pudiera sospechar. No hay nada que le prepare para su primer caso, que le forzará a escudriñar las mentes de unas parejas acomodadas, suburbanas, que pensaba haber dejado atrás. Por detrás de sus cuidadas fotos familiares y sus setos bien cuidados, Jessie se da cuenta de que esta perfección no lo es tanto como parece. Un thriller de suspense psicológico de ritmo trepidante con personajes inolvidables y suspense palpitante, EL TIPO PERFECTO es el libro #2 de una nueva serie fascinante que le hará pasar páginas hasta altas horas de la noche. El Libro #3 de la serie Jessie Hunt – LA CASA PERFECTA – está ahora disponible a la preventa.

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CAPÍTULO DIECISIETE

CAPÍTULO DIECIOCHO

CAPÍTULO DIECINUEVE

CAPÍTULO VEINTE

CAPÍTULO VEINTIUNO

CAPÍTULO VEINTIDÓS

CAPÍTULO VEINTITRÉS

CAPÍTULO VEINTICUATRO

CAPÍTULO VEINTICINCO

CAPÍTULO VEINTISÉIS

CAPÍTULO VEINTISIETE

CAPÍTULO VEINTIOCHO

CAPÍTULO VEINTINUEVE

CAPÍTULO TREINTA

CAPÍTULO TREINTA Y UNO

CAPÍTULO TREINTA Y DOS

CAPÍTULO TREINTA Y TRES

CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

CAPÍTULO UNO

Unas astillas procedentes de los reposabrazos de madera de la silla se le clavaban a Jessica Thurman en los antebrazos, que estaban atados a la silla con una soga áspera. La piel de sus brazos estaba al rojo vivo y le sangraba en algunos puntos debido a sus intentos constantes de librarse de sus ataduras.

Jessica era fuerte para ser una niña de seis años, pero no lo bastante como para liberarse de las sogas con las que le había maniatado su captor. No podía hacer otra cosa más que sentarse allí con los párpados abiertos a la fuerza con cinta adhesiva mientras observaba a su propia madre de pie delante de ella, con los brazos esposados a las vigas de madera de la aislada cabaña en los Ozarks donde las tenían a ambas en cautiverio.

Podía escuchar los susurros de su secuestrador, de pie detrás suyo, instruyéndola a que mirara, llamándole “bicho de verano” en voz bajita. Conocía muy bien esa voz.

Al fin y al cabo, pertenecía a su padre.

De pronto, con una fuerza inesperada que no creía posible, la pequeña Jessica se arrojó con todo su cuerpo hacia un lado, tirando la silla—y a sí misma con ella—al suelo. No escuchó el golpe de la silla cayéndose el suelo, lo que le resultó extraño.

Elevó la vista y vio que ya no estaba tumbada en la cabaña. En vez de eso, estaba en el suelo del pasillo de una mansión impresionante y contemporánea. Y ya no era la Jessica Thurman de seis años. Ahora era Jessie Hunt, de veintiocho años, tumbada en el suelo de su propia casa, mirando fijamente al hombre que blandía un atizador de chimenea por encima de su cabeza, y que estaba a punto de golpearla con él. Sin embargo, ese hombre ya no era su padre.

En vez de ello, en esta ocasión era su marido, Kyle.

Sus ojos centelleaban con una intensidad frenética mientras lanzaba el atizador hacia el rostro de Jessie.

Levantó los brazos para defenderse, pero sabía que era demasiado tarde.

*

Jessie se despertó con un grito ahogado. Todavía tenía las manos por encima de su cabeza como dispuesta a bloquear un ataque. Pero estaba sola en el dormitorio del apartamento. Se dio un empujón para incorporarse y sentarse sobre la cama. Tanto su cuerpo como las sábanas estaban cubiertas de sudor. Y su corazón estaba a punto de salírsele del pecho.

Sacó las piernas de la cama y puso los pies en el suelo al tiempo que se doblaba hacia delante, colocando sus codos sobre sus muslos y su cabeza entre las palmas de las manos. Tras darle unos cuantos segundos a su cuerpo para que se aclimatara a su entorno real—el apartamento en el centro de Los Ángeles de su amiga Lacy—le echó una ojeada al reloj que había sobre la mesita de noche. Eran las 3:54 de la madrugada.

Mientras sentía cómo se empezaba a secar el sudor en su piel, se reconfortó a sí misma.

Ya no estoy en esa cabaña. Ya no estoy en esa casa. Estoy a salvo. No son más que pesadillas. Esos hombres ya no me pueden hacer ningún daño.

Claro que solo la mitad de esas palabras era cierta. Aunque el que iba a convertirse pronto en su exmarido, Kyle, estaba encerrado en la cárcel esperando a su juicio por varios delitos, que incluían el intento de asesinarla, jamás habían capturado a su padre.

Y seguía acosándola en sus sueños con regularidad. Peor aún, se había enterado recientemente de que, a pesar de que le hubieran metido al programa de Protección de Testigos de niña, dándole un nuevo hogar y un nuevo nombre, él todavía seguía buscándola.

Jessie se puso de pie para irse a la ducha. No tenía sentido intentar volver a quedarse dormida. Sabía de sobra que sería inútil.

Además, había una idea dándole vueltas en la cabeza, una que quería cultivar. Quizá había llegado el momento de dejar de resignarse a que estas pesadillas fueran inevitables. Quizá debía dejar de tener miedo al día en que su padre le encontrara.

Quizá fuera la hora de ir a cazarle.

CAPÍTULO DOS

Cuando su antigua compañera de universidad y actual compañera de piso Lacy Cartwright salió a la sala del desayuno, Jessie ya llevaba despierta más de tres horas. Había hecho café fresco y le sirvió una taza a Lacy, que se acercó y la tomó con agradecimiento al tiempo que le ofrecía una sonrisa comprensiva.

“¿Otro mal sueño?”, le preguntó

Jessie asintió con la cabeza. Durante las seis semanas que Jessie llevaba viviendo en el apartamento de Lacy, intentando reconstruir su vida, su amiga se había acostumbrado a los gritos medio habituales en medio de la noche y a que se despertara de madrugada. Había sucedido ocasionalmente en la universidad, por lo que no le pillaba del todo de sorpresa. Sin embargo, la frecuencia de esos sueños había aumentado dramáticamente desde que su marido intentara matarla.

“¿Hice mucho ruido?”, preguntó Jessie, disculpándose.

“Un poco”, reconoció Lacy. “Pero dejaste de gritar en unos segundos. Me volví a quedar dormida.”

“Lo siento de veras, Lace. Quizá debería comprarte otros tapones para los oídos hasta que me mude, o una máquina que cancele el sonido mucho más potente. Te juro que no voy a tardar mucho más”.

“No te preocupes por ello. Estás manejando las cosas mucho mejor de lo que yo lo haría”, insistió Lacy mientras se ataba su pelo largo en una cola de caballo.

“Eso es muy amable por tu parte”.

“No solo estoy siendo educada, chica. Piensa en ello. En los últimos dos meses, tu marido ha asesinado a una mujer, ha tratado de inculparte a ti por ello, y después ha intentado matarte cuando lo averiguaste. Eso no incluye tu aborto”.

Jessie asintió, pero no dijo nada. La lista de Lacy de todas las cosas horribles ni siquiera incluía a su padre, el asesino en serie, porque Lacy no sabía nada sobre él, casi nadie lo sabía. Jessie lo prefería así—tanto por su seguridad como por la de los demás. Lacy continuó.

“Si fuera yo, todavía seguiría enroscada en posición fetal. El hecho de que casi hayas terminado con la terapia física y que estés a punto de entrar al programa especial de formación del FBI hace que me pregunte si eres un ciborg o algo así”.

Jessie debía admitir que, cuando se planteaban las cosas de esa manera, resultaba bastante impresionante que fuera tan efectiva. Su mano se movió involuntariamente al punto en el lado izquierdo de su abdomen donde Kyle le había clavado el atizador. Los médicos le habían dicho que había tenido mucha suerte de que no hubiera tocado ninguno de sus órganos internos.

Tenía una cicatriz fea. Suponía una adición antiestética a la que ya tenía desde niña y que le recorría la clavícula. De vez en cuando, todavía sentía un pinchazo agudo en sus tripas, pero en general, se sentía bien. Le habían dado permiso para librarse del bastón para caminar hacía una semana y su fisioterapeuta solo había programado otra sesión más de rehabilitación, que era hoy. Después de eso, se suponía que debía hacer los ejercicios necesarios por su cuenta. Por lo que se refería a la rehabilitación mental y emocional que necesitaba después de enterarse de que su marido era un asesino sociópata, estaba todavía lejos de la recuperación total.

“Supongo que las cosas no están tan mal”, respondió finalmente con poca convicción, mientras observaba cómo su amiga se terminaba de vestir.

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