Irrien oyó el chirrido y el chasquido de las tumbas al empezar a abrirse. Una tumba cerca de donde estaba Irrien se hizo añicos con el ruido de la tierra al romperse e Irrien vio que unos huesos salían de ella como en un remolino, eran succionados hacia el agujero del suelo y desaparecían sin dejar rastro.
Le siguieron más, cayendo a raudales en el sitio, golpeando hacia allí con la velocidad de unas jabalinas. Irrien vio a un hombre ensartado en un hueso del muslo, que era llevado hacia el hoyo. Al caer, chilló y después se hizo el silencio.
Durante unos segundos, todo quedó en silencio. N’cho hizo una señal a los sacerdotes de la muerte para que se acercaran. Fueron hacia allí, junto a él, evidentemente deseosos por ver lo que fuera que estaba haciendo. Irrien pensó que eran unos estúpidos por ello, poniendo su deseo de poder por delante de todo lo demás, incluso de su supervivencia.
Irrien imaginó lo que estaba por venir, incluso antes de que una gran mano con garras saliera de la cueva que se había abierto y agarrara a uno de ellos. Las zarpas atravesaron al sacerdote y lo arrastraron hasta el agujero mientras él suplicaba misericordia.
N’cho estaba allí mientras la criatura desgarraba al hombre moribundo y rodeaba la extremidad de la criatura con una ligera cadena de plata con la misma facilidad que si hubiera estado trabando a un caballo. Pasó la cadena a un grupo de soldados, que se agarraron a ella con cautela, como si esperaran ser las siguientes víctimas.
—Tirad —ordenó—. Tirad con todas vuestras fuerzas.
Los hombres miraron hacia Irrien e Irrien asintió con la cabeza. Si esto costaba unas cuantas vidas, valdría la pena. Observaba cómo los hombres tiraban, con el mismo esfuerzo con el que levantarían una vela pesada. No arrastraron a la bestia desde su cueva, sino que parecían poder convencerla para que se moviera.
La criatura salió trepando del agujero sobre sus patas con garras. Tenía una piel delgada como el papel y curtida, sobre unos huesos que tenían la longitud de un hombre. Algunos de esos huesos sobresalían a través de la piel en forma de pinchos y púas largos como cabezas de lanza. Tenía la altura del lateral de un barco alto, parecía poderosa e imposible de detener. Su cabeza era como la de un cocodrilo, tenía escamas y un solo ojo en el centro de su cráneo que miraba con una siniestra mirada asesina.
N’cho tenía más cadenas e iba de un sitio a otro entregándoselas a más hombres, de modo que pronto una compañía entera de guerreros estaba sujetando a la bestia con todas sus fuerzas. Incluso encadenada de esta manera, la criatura era aterradoramente peligrosa. Parecía rezumar una sensación de muerte, la hierba que había a su alrededor se volvía marrón simplemente ante su presencia.
Irrien se quedó quieto. No desenfundó la espada, pero solo porque no tenía sentido. ¿Cómo iba a matar a algo que no estaba vivo de ninguna manera que él entendiera? Más concretamente, ¿por qué querría matarla, cuando era exactamente lo que necesitaba para encargarse de los defensores de Haylon y con la chica que, supuestamente, era más peligrosa que todos ellos?
—Lo prometido —dijo N’cho, con el gesto propio de un esclavista que muestra con orgullo un premio particularmente caro—. Una criatura más peligrosa que cualquier otra.
—¿Tan peligrosa como para matar a un Antiguo? —preguntó Irrien.
Vio que el asesino asentía como un forjador de espadas orgulloso de su creación.
—Esta es una criatura de pura muerte, Primera Piedra —dijo—. Puede matar a todo lo que esté vivo. Confío en que le satisfaga.
Irrien observaba a los hombres esforzándose por retenerla, intentando evaluar la auténtica fuerza de aquella cosa. No podía imaginar tener que luchar contra ella. No podía imaginar que alguien sobreviviera a su ataque. Por poco tiempo, aquel único ojo se encontró con el suyo y la única impresión que tuvo Irrien fue de odio: un odio profundo y perdurable por todo lo que viviera.
—¿Y si después no pueden hacerla regresar? –dijo Irrien—. No tengo ningún deseo de que venga a por mí.
N’cho asintió.
—No es una cosa pensada para este mundo, Primera Piedra —dijo—. El poder que la integra se agotará con el tiempo.
—Llevadla a las barcas —ordenó Irrien.
N’cho asintió e hizo gestos a los hombres, dando órdenes acerca de hacia dónde tirar y con cuánta fuerza. Irrien vio el momento en que uno de los hombres tropezaba y la bestia lo atacaba, partiéndolo por la mitad.
A Irrien no le asustaban muchas cosas, pero esta cosa sí. Sin embargo, esto era bueno. Significaba que era poderosa. Tan poderosa como para asesinar a sus enemigos.
Tan poderosa como para acabar con esto de una vez por todas.
Estefanía estaba impaciente en la sala de recepción del vasto hogar de Ulren, con el gesto tan falto de expresión como cualquiera de las estatuas que allí había, a pesar del miedo que sentía entonces. Porque había miedo, a pesar de lo que había planeado este momento y a pesar de todo lo que había hecho para llegar allí.
A partir de su intento por seducir a Irrien, ya sabía lo mal que podía salir esto. Un paso en falso y podría acabar muerta, o peor, vendida como el premio de algún hombre rico. Con un poco de suerte, la antigua Segunda Piedra sería más fácil de atraer que la primera.
La presencia continuada de los matones que la habían traído hasta allí no ayudaba a calmar los nervios de Estefanía. No le hablaban ni la trataban con la deferencia que exigía su posición. En su lugar, los dos hombres estaban al lado de la puerta como carceleros y la mujer se había ido a avisar a Ulren de que Estefanía estaba allí.
Estefanía pasaba el tiempo pensando en la mejor manera de presentarse. Escogió un lugar donde había un diván en el centro y se reclinó con elegancia sobre él, incluso de forma seductora. Quería dejarle claro a Ulren desde los primeros instantes para qué estaba allí.
Cuando la Segunda Piedra entró en la sala de recepción, con la matona a su lado, Estefanía hizo todo lo que pudo por no levantarse e irse. Mantener la sonrisa en su rostro era incluso más difícil, pero Estefanía tenía práctica de sobras cuando se trataba de esconder lo que realmente sentía.
Puede que las estatuas de Ulren hubieran mostrado a un joven atractivo y fuerte en la flor de la vida, pero ahora la Segunda Piedra distaba mucho de ello. Era viejo. Peor que eso, la edad no le había tratado bien con sus arrugas y manchas de la edad, la escasez de pelo y las cicatrices que había acumulado. Este era el tipo de hombre sobre el que las jóvenes nobles bromeaban porque las más pobres de entre ellas tenían que casarse con él por dinero, no el que Estefanía debería haber considerado como marido en potencia.
—Primera Piedra Ulren —dijo Estefanía, sonriendo mientras se levantaba—. Qué bien poderle conocer por fin.
Mentía porque estaba en juego algo mucho más importante que ele dinero. Este hombre podía devolverle su reino. Podía devolverle lo que le habían quitado y más.
—Mi sirvienta me dice que eres Estefanía, la noble que fue reina del Imperio por poco tiempo —dijo Ulren—. Sembraste rumores para llamar mi atención. Ahora ya la tienes. Espero que no llegues a arrepentirte de ello.
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