—Cuéntanos lo que viste, hermana —dijo el Orador de los Muertos.
Jeva se quedó quieta, mirándolo, evaluando cuánto había visto, si es que había visto algo. ¿Podía mentir en este momento? ¿Podía decir a la multitud allí reunida que todos los muertos estaban a favor del plan?
Jeva sabía que no podía mentir de esa forma, incluso ni por Thanos.
—Vi la muerte —dijo—. Vuestra muerte, mi muerte. La muerte de todo nuestro pueblo si lo hacemos.
Un murmullo corrió por la sala. Su pueblo no temía a la muerte, pero la destrucción de todo su modo de vivir era una cosa totalmente diferente.
—Me habéis pedido que hable por los muertos —dijo Jeva— y ellos han dicho que en Haylon, la victoria se ganará con las vidas de nuestra gente. —Tomó aire y pensó en lo que Thanos hubiera hecho—. Yo no quiero hablar por los muertos. Quiero hablar por los vivos.
Los murmullos cambiaron de tono, haciéndose más confusos. En algunos lugares también se volvieron más enojados.
—Sé lo que pensáis —dijo Jeva—. Pensáis que lo que digo es sacrilegio. Pero existe una isla entera de gente que necesita nuestra ayuda. Vi a los muertos y me maldijeron por sus muertes. ¿Sabéis qué me dice eso? ¡Que la vida sí que importa! Que importa la vida de todos aquellos que morirán si no ayudamos. Si no ayudamos, permitimos que el mal siga en pie. Permitimos que aquellos que vivirían en paz sean asesinados. Yo lucharé contra eso, no porque los muertos lo exijan, ¡sino porque lo hacen los vivos!
Entonces hubo un griterío en la sala. El Orador de los Muertos los miró a todos y, a continuación, a Jeva. La empujó hacia la puerta.
—Deberías irte —dijo—. Vete antes de que te maten por blasfemia.
Pero Jeva no lo hizo. Los muertos ya le habían dicho que moriría por hacerlo. Si ese era el precio por obtener ayuda, lo pagaría. Se quedó allí quieta como un punto de silencio en medio de las discusiones de la sala. Cuando un hombre fue corriendo hacia ella, lo tiró hacia atrás de una patada y continuó de pie. Era lo único que podía hacer ahora mismo. Esperaba el momento en el que uno de ellos finalmente la mataría.
Jeva se quedó muy confundida cuando no lo hicieron. En su lugar, el ruido de la sala disminuyó y la gente estaba frente a ella, mirándola. Uno a uno, se pusieron de rodillas y el Orador de los Muertos dio un paso adelante.
—Parece ser que iremos contigo a Haylon, hermana.
Jeva parpadeó.
—No lo… comprendo.
Entonces debería estar muerta. Los muertos le habían dicho que este era el sacrificio que querían.
—¿Has olvidado por completo nuestro modo de hacer? —dijo el sacerdote—. Nos has ofrecido una muerte que vale la pena tener. ¿Quiénes somos nosotros para discutir?
Entonces Jeva se arrodilló junto a los demás. No sabía qué decir. Esperaba la muerte y, en cambio, tenía la vida. Ahora, tenía que hacer que valiera la pena.
—Allá vamos, Thanos —prometió.
Irrien ignoraba el dolor de sus heridas mientras cabalgaba hacia el sur por los senderos que su ejército ya había convertido en barro a su paso. Se forzaba a mantenerse erguido en la silla, sin dejar que se viera en absoluto el sufrimiento que sentía. No iba más lento ni se paraba, a pesar de los muchos cortes, los vendajes y las punzadas. Las cosas que le esperaban al final de este viaje eran demasiado importantes como para retrasarse.
Sus hombres viajaban con él, haciendo el viaje de retorno a Delos incluso más rápido de lo que lo habían hecho en su ataque al Norte. Algunos de ellos avanzaban más lentamente, guiando filas de esclavos o carros con bienes saqueados, pero la mayoría cabalgaban con su señor, preparados para las batallas que todavía estaban por llegar.
—Más te vale estar en lo cierto en esto —dijo Irrien bruscamente a N’cho.
El sicario cabalgaba a su lado con la aparente calma infinita que siempre transmitía, como si el ataque de una horda de los mejores guerreros de Irrien detrás de él no fuera nada.
—Cuando lleguemos a Delos lo verá, Primera Piedra.
No tardaron mucho en llegar a Delos, aunque para cuando lo hicieron, el caballo de Irrien ya respiraba con dificultad y tenía los costados cubiertos de sudor. Siguió a N’cho cuando este se apartó del camino y fue hacia un lugar lleno de ruinas y lápidas. Cuando finalmente se detuvieron, Irrien miró a su alrededor, poco impresionado.
—¿Es esto? preguntó.
—Esto es —le confirmó N’cho—. Un lugar donde el mundo es lo suficientemente débil como para convocar a… otras cosas. Cosas que podían matar a un Antiguo.
Irrien bajó del caballo. Debería haberlo hecho con elegancia y facilidad, pero a causa del dolor de sus heridas, le costó lo suyo llegar al suelo. Eso le recordaba lo que le habían hecho el sicario y sus compañeros y de lo que le costaría a N’cho si no cumplía con su promesa.
—Esto solo parece un cementerio —dijo Irrien con brusquedad.
—Ha sido un lugar de muerte desde los tiempos de los Antiguos —respondió N’cho—. Aquí ha habido tanta muerte que ha dado paso al umbral del principio. Tan solo se necesitan las palabras adecuadas y los símbolos adecuados. Y, por supuesto, los sacrificios adecuados.
Irrien debería haber imaginado esta parte viniendo de un hombre que vestía como uno de los sacerdotes de la muerte. Aun así, si era el que podía proporcionarle los medios para matar a la hija de los Antiguos, valdría la pena.
—Traerán esclavos —prometió—. Pero si fracasas con esto, irás con ellos a la muerte.
Lo que más miedo daba de todo era que el sicario no reaccionó ante eso. Mantuvo la compostura mientras caminaba hasta un lugar que parecía haber sido una fosa común, a la vez que sacaba polvos y pociones de la túnica y empezaba a hacer señales en el suelo.
Irrien esperaba y observaba sentado a la sombra de una de las tumbas, intentando esconder lo mucho que le dolía el cuerpo tras el largo viaje. Entonces le hubiera gustado ir hasta Delos, darse un baño y vendarse las heridas, tal vez descansar un poco. Pero sus hombres harían preguntas acerca de por qué no estaba aquí, observando todo lo que sucedía. No daría ninguna imagen de fortaleza.
Así que mando a unos hombres en busca de sacrificios y una lista de otras cosas que N’cho dijo que necesitaba. Pasó más de una hora hasta que llegó algo de la ciudad e, incluso entonces, era una recolección más extraña que cualquier cosa que hubiera pedido. Una docena de sacerdotes de la muerte llegaron junto a los esclavos y los ungüentos, las velas y los braseros.
Irrien vio que N’cho sonreía ante su presencia, con una seguridad que a Irrien le decía que no era un truco.
—Quieren ver cómo se hace —dijo—. Quieren ver si ciertamente es posible. Creen, pero no se lo creen.
—Yo me lo creeré cuando vea los resultados-dijo Irrien.
—En ese caso, los tendrá, mi señor —respondió el asesino.
Volvió al lugar que había marcado él mismo con los símbolos, colocó unas velas y las encendió. Hizo una señal para que le acercaran a los esclavos y, uno a uno, los ató para que no pudieran moverse y los sujetó a unas estacas alrededor del borde del círculo que había dibujado, ungiéndolos con aceites que hacían que se retorcieran y suplicaran.
No eran nada comparado con sus gritos cuando el asesino les prendió fuego. Irrien oyó que algunos de sus hombres suspiraban ante aquella crueldad tan gratuita o se quejaban del desperdicio. Irrien simplemente se quedó quieto. Si esto no funcionaba, habría tiempo de sobras para matar a N’cho más tarde.
Pero funcionó, y de una forma que Irrien no podía haber imaginado.
Vio que N’cho retrocedía, alejándose del círculo y cantando. Mientras cantaba, el suelo de dentro del círculo parecía desmoronarse y cedía de un modo parecido a cómo se podía abrir un socavón en los desiertos de tierra a los que Irrien estaba acostumbrado. Los sacrificios en llamas y gritando cayeron dentro y N’cho continuó cantando.
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