—¿Sinceramente? Tengo miedo —dijo—. No importa las batallas en las que luchemos, nunca parece volverse más fácil. Tengo miedo por mí, por mis amigos, por si mis padres puedan verse atrapados en todo esto… y tengo miedo por ti.
—Creo que acabamos de averiguar que no tienes por qué preocuparte por mí —dijo Catalina.
—Ya sé que eres mejor que nadie con una espada —le dio la razón Will—, pero aun así me preocupo. ¿Y si hay una espada que no ves? ¿Y si hay un disparo de mosquete fortuito? La guerra es caos.
Lo era, pero esa era la parte que a Catalina le gustaba. Había algo en estar en el centro de una batalla que tenía sentido de un modo que el resto del mundo a veces no lo tenía. Pero no lo dijo.
—Todo irá bien —dijo, en cambio—. Yo estaré bien. Tú estarás trabajando en la artillería, no en el corazón de ningún ataque. Sofía nunca permitiría que su gente saqueara o atacara a la gente común, así que tus padres estarán a salvo. Todo irá bien.
—Pero… cuídate —dijo Will—. Hay muchas cosas que quiero tener tiempo para decirte, y para hacer contigo, y…
—Tendremos tiempo para todas —prometió Catalina—. Ahora deberías irte. Sabes que Lord Cranston se enoja si te distraigo de tus obligaciones durante mucho tiempo.
Will asintió y parecía que podría besarla de nuevo, pero no lo hizo. Otra cosa que debería esperar hasta después de la batalla. Catalina observaba cómo se iba, extendiendo lo que quedaba de su talento para pillar los pensamientos y los sentimientos de los soldados que allí había.
Podía sentir sus miedos y preocupaciones. Cada uno de los hombres que estaban allí sabía que el mundo estallaría en violencia llegado el amanecer y la mayoría se preguntaba si superarían este caos sanos y salvos. Algunos pensaban en los amigos, otros en las familias. Algunos revisaban una posibilidad tras otra, como si pensar en el peligro que se acercaba evitaría que pasara.
Catalina estaba deseando que llegara. En la batalla, el mundo tenía algo de sentido.
—Mañana mataré a las que hicieron daño a mi familia —prometió—. Me abriré camino entre ellos a golpes de espada y tomaré el trono para Sofía.
Al día siguiente, entrarían en Ashton y recuperarían todo lo que se suponía que era suyo.
Desde los escalones del templo de la Diosa Enmascarada, de pie preparado en su cima mientras esperaba a que empezara el funeral de su madre, Ruperto observaba la puesta de sol. Se extendía en tonalidades de rojo, tintes que le recordaban demasiado la sangre que había derramado. Esto no debería molestarle. Él era más fuerte que eso, era mucho mejor que eso. Aun así, cada vez que se miraba las manos le venían recuerdos del modo en el que la sangre de su madre las había manchado, cada momento de silencio le traía de vuelta el recuerdo de sus jadeos mientras la apuñalaba.
—¡Tú! —dijo Ruperto, señalando a uno de los presagiadores y sacerdotes menores que se amontonaban alrededor de la entrada—. ¿Qué augura esta puesta de sol?
—Sangre, su alteza. Una puesta de sol así significa sangre.
Ruperto dio medio paso adelante, con la intención de golpear al hombre por su descaro, pero Angelica estaba allí para cogerlo, le acarició la piel con la mano en una promesa que él deseaba que hubiera más tiempo para cumplir.
—Ignóralo —dijo—. No sabe nada. De hecho, nadie sabe nada, a no ser que tú se lo digas.
—Dijo sangre —se quejó Ruperto. La sangre de su madre. Ese dolor titilaba en su interior. Había perdido a su madre, esa pena casi le sorprendía. Él esperaba no sentir nada que no fuera alivio por su muerte, o tal vez alegría de que el trono por fin fuera suyo. En cambio… Ruperto se sentía roto por dentro, vacío y culpable de una manera que nunca antes había sentido.
—Naturalmente que dijo sangre —respondió Angelica—. Mañana va a haber una batalla. Cualquier imbécil podría ver sangre en una puesta de sol con los barcos enemigos amarrados mar adentro.
—Muchos lo han hecho —dijo Ruperto. Señaló hacia otro hombre, un presagiador que parecía estar usando un complejo aparato parecido a un reloj para garabatear cálculos sobre un trozo de pergamino—. ¡Tú, dime cómo irá la batalla mañana!
El hombre alzó la vista, con una mirada aterrorizada.
—Las señales no son buenas para el reino, su majestad. Los engranajes…
Esta vez, Ruperto sí que lo golpeó y tiró al hombre al suelo de una patada. Si Angelica no hubiera estado allí para apartarlo, él podría haber continuado dándole patadas hasta que no quedara más que un montón de huesos rotos.
—Considera cómo se vería el hacer esto en un funeral —dijo Angelica.
Eso, por lo menos, bastó para que Ruperto se contuviera.
—No entiendo por qué los sacerdotes permiten que gente de esta calaña estén en los escalones de su templo. Pensaba que lo que hacían era matar brujas.
—Quizá sea una señal de que no tienen ningún talento —sugirió Angelica—, y de que no deberías escucharlos.
—Quizá —dijo Ruperto, pero había habido otros. Al parecer, todo el mundo tenía una opinión acerca de la batalla que se acercaba. Había habido suficientes presagiadores en palacio, tanto reales como simplemente nobles a los que les gustaba adivinar con las puestas de sol o el vuelo de los pájaros.
Pero ahora mismo, este funeral, el funeral de su madre, era lo único que importaba.
Al parecer, había quien no lo entendía.
—¡Su alteza, su alteza!
Ruperto se giró rápidamente hacia el hombre que venía corriendo. Llevaba el uniforme de un soldado e hizo una gran reverencia.
—La forma correcta de dirigirse a un rey es su majestad —dijo Ruperto.
—Su majestad, discúlpeme —dijo el hombre. Se levantó de su reverencia—. ¡Pero tengo un mensaje urgente!
—¿De qué se trata? —exigió Ruperto—. ¿No ves que voy a asistir al funeral de mi madre?
—Discúlpeme, su… majestad —dijo el hombre, evidentemente reprimiéndose a tiempo—. Pero nuestros generales solicitan su presencia.
Claro que lo hacían. Unos estúpidos que no habían visto la ruta para derrotar al Nuevo Ejército ahora querían ganarse su favor demostrándole que tenían muchas ideas para lidiar con la ameneza de que había llegado hasta ellos.
—Vendré, o no, después del funeral —dijo Ruperto.
—Dijeron que recalcara la importancia de la amenaza —dijo el hombre, como si esas palabras de alguna manera hicieran que Ruperto se pusiera en acción. O, de alguna manera, obedeciera.
—Yo decidiré su importancia —dijo Ruperto. Por el momento, nada parecía importante en comparación con el funeral que estaba a punto de tener lugar. Por él, ya podía arder Ashton; él iba a enterrar a su madre.
—Sí, su majestad, pero…
Ruperto detuvo al hombre con una mirada.
—Los generales quieren hacer como que todo debe suceder ahora —dijo—. Que sin mí no existe ningún plan. Que me necesitan para defender la ciudad. Yo tengo una respuesta para ellos: hagan sus trabajos.
—¿Su majestad? —dijo el mensajero, en un tono que a Ruperto le hacía querer darle un puñetazo.
—hagan sus trabajos, soldado —dijo—. Estos hombres aseguran ser nuestros mejores generales, ¿pero no pueden organizar la defensa de una ciudad? Diles que iré hasta ellos cuando esté preparado para hacerlo. Mientras tanto, que se encarguen ellos. Ahora márchate, antes de que pierda los nervios.
El hombre dudó por un momento y, a continuación, hizo otra reverencia.
—Sí, su majestad.
Salió a toda prisa. Ruperto observó cómo se marchaba y, a continuación, se dirigió de nuevo a Angelica.
—Estás muy callada —dijo. Su expresión era perfectamente neutral—. ¿Tampoco estás de acuerdo con que entierre a mi madre?
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