—Alan de Courcer decidió alzarse contra la corona —dijo la Viuda—. Colgamos a la mayoría de sus hombres de manera limpia, pero con él dimos un ejemplo. Todavía recuerdo los gritos. Es gracioso cómo perduran estas cosas.
Angelica cayó de rodillas de la silla casi como un pollo deshuesado, alzando la vista hacia la otra mujer.
—Por favor, su majestad —suplicó, pues en ese momento, suplicar parecía ser su única opción—. Por favor, haré cualquier cosa.
—¿Cualquier cosa? —dijo la Viuda—. Cualquier cosa son palabras mayores. ¿Y si quisiera que entregaras las tierras de tu familia, o que sirvieras como espía en las cortes de este Nuevo Ejército que parece que proviene de las guerras continentales? ¿Y si decidiera que debes ir a cumplir tu penitencia en una de las Colonias Lejanas?
Angelica miró a a aquella aterrorizada máscara de la muerte y supo que solo había una respuesta.
—Cualquier cosa, su majestad. Pero eso no, por favor.
Odiaba estar así. Era una de las nobles más importantes en el país, pero aquí y ahora se sentía tan desamparada como el más bajo de los siervos.
—¿Y si quisiera que te casaras con mi hijo? —preguntó la Viuda.
Angelica la miró fijamente, perpleja, las palabras no tenían sentido. Si la mujer le hubiera dicho que le ofrecía un cofre de oro y la dejaba marchar hubiera tenido más sentido que esto.
—¿Su majestad?
—No te quedes allí de rodillas, abriendo y cerrando la boca como un pez —dijo la mujer—. De hecho, vuelve a sentarte. Por lo menos, intenta parecer el tipo de joven refinada con la que mi hijo debería casarse.
Angelica se forzó a sentarse de nuevo en la silla. Aun así, se sentía débil—. No estoy segura de entenderlo.
La Viuda juntó las manos por las puntas de los dedos.
—No hay mucho que entender. Yo necesito a alguien adecuado para casarse con mi hijo. Tú eres lo suficientemente hermosa, de una familia con un estatus adecuado, bien relacionada en la corte, y resulta suficientemente evidente por tu pequeña trama que te interesa el papel. Es un acuerdo que parece sumamente beneficioso para todos los afectados, ¿no crees?
Angelica consiguió recomponerse un poco.
—Sí, su majestad. Pero…
—Definitivamente, es preferible a las alternativas —dijo la Viuda, acariciando la máscara con el dedo—. En todos los sentidos.
Visto así, Angelica no tenía elección.
—Me haría muy feliz, su majestad.
—Tu felicidad no es mi principal preocupación —replicó la Viuda—. El bienestar de mi hijo y la seguridad de este reino sí. No pondrás en peligro ninguno de los dos, o habrá ajuste de cuentas.
Angelica no tuvo que preguntar sobre el ajuste de cuentas. Ahora mismo, sentía que el hilo del terror la recorría. Odiaba eso. Odiaba que esta vieja bruja pudiera hacer que incluso algo que deseaba pareciera una amenaza.
—¿Qué sucede con Sebastián? —preguntó Angelica—. Por lo que vie en el baile, sus interese están… en otro sitio.
En la chica pelirroja que aseguraba ser de Meinhalt, pero que nos e comportaba como ninguna noble que Angelica hubiera conocido.
—Eso ya no será un problema —dijo la Viuda.
—Aun así, si todavía le duele…
La mujer la miró fijamente.
—Sebastián cumplirá con su deber, tanto hacia el reino como hacia su familia. Se casará con quien se le exija que se case y haremos que sea un acontecimiento feliz.
—Sí, su majestad —dijo Angelica, bajando la mirada recatadamente. Una vez casada con Sebastián, tal vez no tendría que inclinarse y pasar estos apuros. Pero, por ahora, se comportaba como tenía que hacerlo—. Escribiré a mi padre enseguida.
La Viuda hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Ya lo he hecho yo y Roberto ha aceptado encantado. Los preparativos para la boda ya están en marcha. Tengo entendido por los mensajeros que tu madre se desmayó al oír la noticia, pero ha tenido tendencia a la fragilidad. Confío en que este no sea un rasgo que pases a mis nietos.
Hizo que sonara como una enfermedad que debía eliminarse. Angelica estaba más enojada por el modo en que todo se había llevado a la práctica sin que ella lo supiera. Aun así, hacía todo lo que podía para mostrar la gratitud que sabía que se esperaba de ella.
—Gracias, su majestad —dijo—. Me esforzaré por ser la mejor nuera que pudiera esperar.
—Solo recuerda que al convertirte en mi hija política no adquieres ningún favor especial —dijo la Viuda—. Has sido escogida para realizar un trabajo, y lo harás para mi satisfacción.
—Me esforzaré por hacer feliz a Sebastián —dijo Angelica.
La Viuda se puso de pie.
—Procúralo. Hazlo tan feliz que no pueda pensar en nada más. Hazlo lo suficientemente feliz como para sacar los pensamientos… de otras de su mente. Hazlo feliz, dale hijos, haz lo que la esposa de un príncipe debe hacer. Si haces todo esto, tu futuro también será feliz.
La irascibilidad de Angelica no iba a dejar pasar eso.
—¿Y si no lo hago?
La Viuda la miró como si no fuera nada, en lugar de una de las más grandes nobles del país.
—Estás intentando ser fuerte con la esperanza de que te respete como a un igual —dijo—. Tal vez esperas que vea algo de mí misma en ti, Angelica. Tal vez incluso lo haga, pero eso apenas es algo bueno. Quiero que recuerdes una cosa desde este momento: me perteneces.
—No, tú…
La bofetada no fue fuerte. No le dejaría una marca que se viera. Apenas escocía, excepto en lo referente al orgullo de Angelica. Allí, quemaba.
—Me perteneces con la misma certeza que si hubiera comprado a una chica como esclava —repitió la Viuda—. Si me fallas de algún modo, te destrozaré por lo que intentaste hacerle a mi hijo. La única razón por la que estás aquí y no en una celda es porque me eres más útil así.
—Como una esposa para su hijo —puntualizó Angelica.
—Como eso, y como una distracción para él —respondió la Viuda—. Dijiste que harías cualquier cosa. Hazme saber si has cambiado de opinión.
Y, entonces, Angelica podía imaginar que habría la muerte más espantosa.
—No, imaginaba que no. Serás la esposa perfecta. Con el tiempo, serás la madre perfecta. Me contarás cualquier problema. Obedecerás mis órdenes. Si fallas en alguna de estas cosas, la Máscara de Plomo parecerá aburrida en comparación con lo que te sucederá.
Arrastraron a Sofía hasta fuera, tirando de ella aunque caminaba con su propia fuerza. Estaba demasiado paralizada para hacer otra cosa, demasiado débil para pensar incluso en pelear. Las monjas la iban a entregar a las órdenes de su nuevo propietario. También la podrían haber envuelto como un sombreo nuevo o un bistec.
Cuando Sofía vio la carreta intentó forcejear, pero no sirvió de nada. Era una cosa grande y chabacana, pintada como el carro de algún circo o compañía de actores. Las barras lo anunciaban como lo que era: el carro de retención de un esclavista.
Las monjas la arrastraron hasta él y abrieron la parte de atrás, tirando de unos grandes cerrojos a los que no se podía acceder desde el interior.
Una cosa pecadora como tú merece estar en un lugar así —dijo una de las monjas.
La otra rio.
—¿Piensas que es pecadora ahora? Dale uno o dos años para que la usen todos los hombres que tengan las monedas para pagarla.
Sofía vio brevemente unas siluetas encogidas de miedo cuando las monjas abrieron la puerta de golpe. Unas miradas asustadas se alzaron hacia ella y vio a media docena de chicas apiñadas sobre la dura madera. Entonces la metieron dentro de un empujón, haciendo que cayera entre medio de ellas sin espacio en el que meterse.
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