Hector Berlioz - Las tertulias de la orquesta

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Hector Berlioz (1803-1869) es, sin duda, el mejor escritor de entre los compositores de toda época (en palabras de Flaubert, «su estilo aplasta al de Balzac»). El ejercicio vocacional de la expresión escrita constituyó para él una prolongación de su espíritu creativo, de tal modo que necesitaba de la literatura para dotar de un sentido artístico completo a sus composiciones musicales, del mismo modo que, en sentido contrario, el contenido musical impregna la totalidad de sus escritos. Autor de cuatro obras mayores Les soirées de lorchestre (1852), Les grotesques de la musique (1859), À travers chants (1862) y sus Mémoires (1868), es responsable, asimismo, de una producción ingente de artículos periodísticos (recogidos en seis tomos) y de una correspondencia cuya compilación alcanza ya el octavo volumen.El tema fundamental del presente libro, como el de todos los escritos berliozianos, es el de la práctica musical. En él, su autor imagina una orquesta de ópera de mediados del siglo xix, cuyos componentes, en el foso, se dedican a charlar y leer historias durante la representación de obras mediocres.Su estilo, claro y directo, fiel reflejo de su personalidad, se encuentra alejado de los excesos sentimentales propios de la literatura romántica. Además del tema musical y de la escritura en primera persona como testigo de los hechos que quiere narrar, una de las características más sobresalientes de su estilo es su sentido del humor, especialmente el empleo de la ironía como arma eficaz para criticar el arte de baja calidad que triunfaba en los escenarios parisinos.Las tertulias de la orquesta se erige en uno de los monumentos músico-literarios del siglo xix. En la presente edición, la primera crítica en nuestro idioma, se recupera el texto íntegro de la obra, basándose en las dos primeras ediciones, la original de 1852 y la corregida de 1854.

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Clemente VII, pleno de entusiasmo cuando lo vio, prometió pagarme cuanto le pidiera. Sin embargo, este compromiso nunca fue más allá y cuando en otra ocasión rechacé el encargo de un cáliz, siempre sin adelantarme dinero, este buen papa montó en cólera como una bestia feroz y me hizo encarcelar durante seis semanas. Eso fue todo lo que obtuve [3]. No llevaba ni un mes en libertad cuando me encontré a Pompeo, ese miserable orfebre tan insolente como para tener envidia de mí y con el cual, durante largo tiempo, tuve no pocos problemas para defender mi pobre vida. Mi desprecio por él era demasiado grande como para sentir odio, pero, debido a mi estado de amargura, el aire de burla que adoptó nada más verme me resultó imposible de soportar. En cuanto hice amago de golpearle en la cara, el miedo le hizo volver la cabeza de tal modo que mi puñalada impactó justo debajo de la oreja. Sólo le apuñalé dos veces porque al primer golpe ya caía muerto al instante. Mi intención no era la de matarlo, pero, en el estado en que me encontraba, uno nunca se detiene a reflexionar sobre las consecuencias de estos golpes. Así pues, después de haber sufrido una infame pena de prisión, heme aquí obligado a darme a la fuga por haber pisoteado un escorpión bajo el impulso de la justa cólera causada por la mala fe y la avaricia de un papa.

Pablo III, que me agobiaba con todo tipo de encargos, no los pagaba mejor que su predecesor. Sólo por querer atribuirme todo tipo de maldades, ideó un plan verdaderamente atroz, digno de él. Los enemigos que yo tenía en gran número en torno a Su Santidad, en una ocasión me acusaron, a instancias de éste, de haber robado joyas a Clemente. Pablo III, que conocía bien la verdad, fingió considerarme culpable y me hizo encerrar en el castillo de Sant’Angelo, la fortaleza que tiempo atrás había yo defendido con bravura, durante el sitio de Roma, bajo las mismas almenas desde las que disparé más cañonazos que todos los artilleros juntos, y desde donde, para regocijo del papa, yo mismo maté al condestable de Borbón. Acababa de escaparme cuando, en la parte exterior de la muralla, quedé suspendido de una cuerda por encima del foso. Me dejé caer y grité a Dios, conocedor de la justicia de mi causa:

—¡Ayúdame, Señor, como yo mismo intento ayudarme!

Dios no me escucha y, al caer, me rompo una pierna. Exhausto, moribundo, cubierto de sangre, consigo arrastrarme con manos y piernas hasta el palacio de mi íntimo amigo, el cardenal Cornaro. Este infame me traiciona y me entrega al papa con la esperanza de obtener de él como recompensa un obispado.

El papa Pablo me condena a muerte. Después, como si se arrepintiera de liberarme así de mi suplicio con demasiada prontitud, me hace encerrar en una mazmorra fétida llena de tarántulas y de insectos venenosos. No es hasta al cabo de seis meses de tortura que, ebrio de vino, durante una noche de orgía, acuerda mi indulto con el embajador francés [4].

Son estos, Alfonso, sufrimientos terribles y persecuciones difíciles de soportar. No pienses que el daño causado en tu amor propio pudiera darte una idea aproximada de ellos. Por otra parte, aunque la injuria dirigida a la obra y al genio de un artista te parece más dolorosa que un ultraje cometido sobre su propia persona, dime si acaso crees que no tuve que padecer este último en la corte de nuestro excelentísimo Gran Duque, con motivo de mi Perseo. Supongo que no habrás olvidado los apodos grotescos que me dedicaba, ni los insolentes sonetos que colgaba cada noche en mi puerta, ni las cábalas mediante las cuales supo persuadir a Côme de que era una locura confiarme una cantidad de metal, porque mi nuevo procedimiento de fundición no habría de tener éxito. Incluso aquí mismo, en esta brillante corte de Francia, donde conseguí hacer fortuna, donde soy poderoso y admirado, debo soportar una batalla constante, si no con mis rivales (están todos fuera de combate), sí en cambio con la favorita del rey, madame d’Étampes, que me odia, aunque ignoro el motivo. Esta perra malvada difama mis obras en cuanto tiene ocasión [5]y busca por todos los medios posibles crearme mala fama a los ojos de Su Majestad. En verdad, comienzo a estar tan cansado de oír sus ladridos en mis talones que, si no fuera porque acabo de comenzar una gran obra con la que espero alcanzar más honores que con todos mis trabajos precedentes, ya me encontraría camino de Italia.

Te digo que he conocido todos los tipos de mal que el destino puede infligir a un artista. Y, sin embargo, sigo vivo. Y tal como esperaba, mi gloria es el tormento de mis enemigos. Ahora puedo enterrarlos con mi desprecio. Esta venganza marcha a paso lento, ciertamente, pero para un hombre inspirado, seguro de sí mismo, paciente y fuerte, es una realidad. Date cuenta, Alfonso, de que he sido insultado más de mil veces, pero no he matado más que a siete u ocho hombres. Sólo de pensar en ellos entro en cólera. La venganza directa y personal es un fruto raro que no todo el mundo puede probar. No he dado su merecido a Clemente VII, ni a Pablo III, ni a Cornaro, ni a Côme, ni a madame d’Étampes, ni a cientos de cobardes poderosos. ¿Cómo, pues, vas a vengarte tú de este mismo Côme, de este Gran Duque, de este ridículo mecenas que no comprende tu música mejor que mi escultura y que con tal bajeza nos ha ofendido a ambos? No pienses, al menos, en matarlo. Sería una insigne locura de indudables consecuencias. Continúa con tu carrera y conviértete en un gran compositor. Que tu nombre sea ilustre y si algún día su estulta vanidad le lleva a ofrecerte sus favores, recházalos, jamás aceptes ni hagas nada por él. Éste es mi consejo; es la promesa que te exijo y, créeme, pues te hablo desde mi experiencia, es la única venganza que está a tu alcance.

Te acabo de contar que me hice rico gracias al rey de Francia, más generoso y noble que nuestros soberanos italianos. Me corresponde, como artista que te comprende, te ama y te admira, tomar la iniciativa de ese príncipe sin talento y sin corazón que te ignora. Te envío diez mil coronas. Creo que con esta suma podrás montar dignamente tu drama en música. No pierdas un instante. Que sea en Roma, Nápoles, Milán, Ferrara, en cualquier ciudad, excepto en Florencia. Es fundamental que ni un solo rayo de tu gloria pueda iluminar al Gran Duque. Adiós, querido muchacho. La venganza es bella; por ella podemos estar tentados a morir. Pero el arte es aún más bello. No olvides jamás que, a pesar de todo, es preciso vivir para él.

Tu amigo,

Benvenuto Cellini

***

París, 10 de junio de 1557

Benvenuto Cellini a Alfonso della Viola

¡Miserable! ¡Bufón! ¡Saltimbanqui! ¡Pedante! ¡Castrado! ¡Flautista! [6] [7]... ¿Merecía la pena lanzar tantos gritos, estallar en llamas, hablar tanto de ofensa y de venganza, de cólera y de ultraje, de invocar al cielo y al infierno, para llegar a una conclusión tan vulgar? ¡Hombre sin alma ni vísceras! ¿Acaso era necesario proferir tales amenazas, siendo tu resentimiento de naturaleza tan frágil que, apenas dos años después de haber sido insultado a la cara, te arrodillas cobardemente para besar la mano que te humilló?

¡Por Dios Santo! Ni tu promesa, ni las miradas de toda Europa fijas en ti, ni tu dignidad como hombre y como artista, han podido mantenerte firme ante el canto seductor de esta corte en la que reinan la intriga, la avaricia y la mala fe; de esta corte en la que fuiste vilipendiado, despreciado y tratado como un siervo infiel. ¡Es cierto, entonces! ¡Estás componiendo para el Gran Duque! Según dicen, se trata de una obra más importante incluso, y más audaz, que cualquiera de las que hayas compuesto hasta ahora. Toda la Italia musical tomará parte en el festival. Se han dispuesto los jardines del palacio Pitti; quinientos músicos virtuosos, reunidos en un hermoso pabellón decorado por Miguel Ángel, derramarán sus armonías sobre una multitud enfervorizada y entusiasmada [8]. ¡Admirable! Y todo por el Gran Duque, por Florencia, por el hombre y la ciudad que te trataron con tal indignidad. ¡Oh, qué ridícula bondad la mía cuando traté de calmar tu pueril cólera de un solo día! Maravillosa simplicidad la que me hizo predicar la castidad a un eunuco, la lentitud a un caracol. No soy más que un necio.

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