Entre tanto, hasta cuando una mujer que nunca había economizado en su vida pudiera llevar a cabo todos estos cambios con los ahorros de un ingreso de quinientas libras al año, sabiamente se contentaron con la casa tal como estaba; y cada una de ellas se preocupó y empeñó en organizar sus propios asuntos, distribuyendo sus libros y otras posesiones para hacer de la casa un hogar. Instalaron el piano de Marianne y lo emplazaron en el lugar más adecuado, y colgaron los dibujos de Elinor en los muros de la sala.
Al día siguiente, apenas finalizado el desayuno, se vieron interrumpidas en sus ocupaciones por la entrada del propietario de la cabaña, que llegó a darles la bienvenida a Barton y a ofrecerles todo aquello de su propia casa y jardín que les pudiera hacer falta en el momento. Sir John Middleton era un hombre bien parecido de unos cuarenta años. Antes había estado de visita en Stanhill, pero hacía de ello demasiado tiempo para que sus jóvenes primas lo recordaran. Su cara revelaba buen humor y sus modales eran tan amables como el estilo de su carta. Parecía que la llegada de sus parientes lo llenaba de auténtica satisfacción y que su comodidad era objeto de preocupación para él. Se explayó en su profundo deseo de que ambas familias vivieran en los términos más amistosos y las exhortó tan cortésmente a que cenaran en Barton Park todos los días hasta que estuvieran mejor instaladas en su hogar, que aunque insistía en sus peticiones hasta un punto que sobrepasaba los buenos modales, era imposible sentirse molesto por ello. Su bondad no se limitaba a las palabras, porque antes de una hora de su partida, un gran cesto de hortalizas y frutas llegó desde la finca, seguido antes de terminar el día por un obsequio de animales de caza. Más aún, insistió en llevar todas sus cartas al correo y traer las que les llegaran, y rehusó lo privaran de la buena voluntad de enviarles a diario su periódico.
Lady Middleton les había mandado con él un mensaje muy cariñoso, en que revelaba su intención de visitar a la señora Dashwood tan pronto como pudiera estar segura de que su llegada no le significaría un trastorno; y como este mensaje recibió una respuesta igualmente favorable, al día siguiente les presentaron a su señoría.
Ciertamente, estaban con ganas de ver a la persona de quien debía depender tanto su comodidad en Barton, y la elegancia de su apariencia las impresionó favorablemente. Lady Middleton no tenía más de veintiséis o veintisiete años, era de bello rostro, figura alta y atractiva y trato gracioso. Sus modales tenían todo el refinamiento de que carecía su esposo. Pero le habría venido bien algo de su liberalidad y calor. Y su visita se prolongó lo suficiente para hacer disminuir en algo la admiración inicial que había provocado, al mostrar que, aunque perfectamente educada, era reservada, fría, y no tenía nada que decir por sí misma más allá de las más tópicas preguntas u observaciones.
No faltó, sin embargo, la conversación, porque sir John era muy charlatán y lady Middleton había tenido la sabia precaución de llevar con ella a su hijo mayor, un gentil muchachito de alrededor de seis años cuya presencia ofreció en todo momento un tema al que recurrir en caso de extrema urgencia. Debieron indagar su nombre y edad, admirar su prestancia y hacerle preguntas, que su madre respondía por él mientras él se mantenía pegado a ella con la cabeza gacha, para gran sorpresa de su señoría, que se extrañaba de que fuera tan apocado ante los extraños cuando en casa podía hacer bastante ruido. En todas las visitas formales debiera haber un niño, a manera de seguro para la conversación. En el caso actual, tardaron diez minutos en decidir si el niño se parecía más al padre o a la madre, y en qué cosa en especial se parecía a cada uno; porque, por supuesto, todos discrepaban y cada uno se manifestaba perplejo ante la opinión de los demás.
Muy pronto las Dashwood tuvieron una nueva ocasión de conversar sobre el resto de los niños, porque sir John no dejó la casa sin que antes le prometieran cenar con ellos al día siguiente.
Capítulo VII
Barton Park estaba a una media milla de la cabaña. Las Dashwood habían pasado cerca de allí al cruzar el valle pero desde su hogar no lo divisaban, pues lo tapaba el saliente de una colina. La casa misma era amplia y bella, y los Middleton vivían de manera que conjugaba la hospitalidad y la elegancia. La primera se daba para satisfacción de sir John, la última para la de su esposa. Casi nunca faltaba algún amigo alojado con ellos en la casa, y recibían más visitas de todo tipo que ninguna otra familia de las cercanías. Ello era necesario para la felicidad de ambos, dado que a pesar de sus caracteres distintos y conductas, se parecían extremadamente en la total falta de talento y gusto, carencia que limitaba a un rango en verdad corto las ocupaciones no relacionadas con la vida social. Sir John estaba entregado a los deportes, lady Middleton a la maternidad. Él cazaba y practicaba el tiro, ella consentía a sus hijos; y estos eran sus únicos recursos. Lady Middleton tenía la ventaja de poder mimar a sus hijos durante todo el año, en tanto que las ocupaciones independientes de sir John podían darle solo la mitad del tiempo. Sin embargo, continuos compromisos en la casa y fuera de ella suplían todas las deficiencias de su naturaleza y educación, alimentaban el buen talante de sir John y permitían que su esposa ejercitara sus buenos modales. Lady Middleton se gloriaba de la elegancia de su mesa y de todos sus arreglos domésticos, y de esta clase de orgullo extraía las mayores satisfacciones en todas sus reuniones. En cambio, el gusto de sir John por la vida social era mucho más auténtico; disfrutaba de reunir en torno a él a más gente joven de la que cabía en su casa, y mientras más ruidosa era, mayor su felicidad. Era una bendición para toda la juventud de la vecindad, ya que en verano sin descanso reunía grupos de personas para comer jamón y pollo frito al aire libre, y en invierno sus bailes privados eran bastante numerosos para cualquier muchacha que ya hubiera dejado atrás el inagotable apetito de los quince años. La llegada de una nueva familia a la región era siempre motivo de satisfacción para él, y desde todo punto de vista estaba encantado con los inquilinos que había conseguido para su cabaña en Barton. Las señoritas Dashwood eran jóvenes, atractivas y sencillas, de modales poco amanerados. Eso bastaba para asegurar su buena opinión, porque la falta de amaneramiento era todo lo que una chica bonita podía necesitar para hacer de su espíritu algo tan atractivo como su apariencia. Complació a sir John en su carácter amistoso la posibilidad de hacer un favor a aquellos cuya situación podía considerarse adversa si se la comparaba con la que habían tenido en el pasado. Así, sus muestras de bondad a sus primas llenaban su buen corazón; y al establecer en la casita de Barton a una familia compuesta solamente de mujeres, conseguía todos los placeres de un deportista; porque un deportista, aunque solo aprecia a los representantes de su sexo que también lo son, pocas veces se muestra deseoso de fomentar sus gustos alojándolos en su propio coto.
La señora Dashwood y sus hijas fueron recibidas en la puerta de la casa por sir John, quien les dio la bienvenida a Barton Park con espontánea sinceridad; y mientras las guiaba hasta el salón, repetía a las jóvenes la preocupación que el mismo tema le había causado el día anterior, esto es, no poder reclutar ningún joven distinguido y simpático para presentarles. Ahí solo habría otro caballero además de él, les dijo; un amigo muy singular que se estaba quedando en la finca, pero que no era ni muy joven ni muy alegre. Aguardaba que le disculparan lo escaso de la concurrencia y les aseguró que ello no volvería a repetirse. Había estado con varias familias esa mañana, con la esperanza de conseguir a alguien más para engrandecer el grupo, pero había luna y todos estaban llenos de compromisos para esa noche. Por suerte, la madre de lady Middleton había llegado a Barton a última hora, y como era una mujer muy alegre y agradable, esperaba que las jóvenes no encontraran la reunión tan aburrida como podrían imaginar. Las jóvenes, al igual que su madre, estaban perfectamente satisfechas con tener a dos personas por completo desconocidas entre la concurrencia, y no deseaban más.
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