Michael Palin - Erebus

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El barco que viajó dos veces al fin del mundo. El HMS
Erebus emprendió dos de las expediciones navales más ambiciosas de todos los tiempos. La primera lo llevó más al sur de lo que cualquier humano había llegado jamás. Durante la segunda, desapareció sin dejar rastro en las aguas del Ártico. Los motivos de su trágico final están rodeados de misterio. Michael Palin, estrella de los Monty Python y expresidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres, recrea vívidamente la historia del
Erebus, desde su botadura en 1826 a las épicas expediciones que lo llevaron a la gloria y, posteriormente, al desastre. Por estas páginas desfilan sus fascinantes tripulantes: el gallardo James Clark Ross, que cartografió buena parte de la Gran Barrera del Sur; el atormentado John Franklin, cuya carrera acabó a bordo del Erebus; Francis Crozier, el eterno segundo al mando; o Joseph Hooker, un brillante naturalista de gatillo fácil.En
Erebus, con un estilo fresco y riguroso, unido a una exhaustiva investigación, Palin recrea la gran época de las exploraciones del siglo XIX y presenta la aventura extraordinaria del barco que viajó dos veces al fin del mundo."Atrapa al lector , muy bien documentado, apasionante y magistralmente escrito." The Sunday Times"Magistral . Una crónica llena de energía, ingenio y humanidad de una historia que ha atraído a la humanidad desde la década de 1840." The Times"Palin revive con pasión la historia del Erebus con un estilo marcado por suaves toques de ingenio." The Guardian"Un libro increíble . La historia del
Erebus es la gran epopeya ártica que todos esperábamos". Nicholas Crane"Maravilloso . No quería que terminara." Bill Bryson"Una lectura cautivadora . Gracias a su minuciosa investigación y a una pluma excelente, Palin recrea de forma muy gráfica la historia del Erebus." Sunday Times

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A pesar de esto, los esfuerzos por efectuar el rescate se consideraron heroicos. Francis Crozier fue ascendido a comandante (que, aunque resulte confuso, es el rango por debajo de capitán) y a James Ross se le ofreció el título de caballero. Para gran desilusión de sus muchos seguidores, lo rechazó, al parecer porque consideraba que el pasar a ser sir James Ross haría que lo confundieran con su conflictivo tío, recientemente ennoblecido.

No obstante, «el hombre más atractivo de la Marina», según Jane Griffin, la futura esposa de John Franklin, tenía, sin embargo, mucho menos éxito en su vida privada. Entre sus muchos viajes, Ross había conocido y se había enamorado de Anne Coulman, la hija de dieciocho años de un adinerado terrateniente de Yorkshire. Ross había hecho lo correcto y escrito a su padre para expresarle sus sentimientos hacia Anne con la esperanza de recibir permiso para visitarla en la casa familiar. Coulman le respondió indignado, acabó inapelablemente con todos los planes de futuro para la relación y expresó su conmoción por que Ross albergara tales sentimientos «por una mera niña que todavía va a la escuela». Pero el señor Coulman tenía otros motivos para oponerse a tal unión. «Su edad [Ross tenía treinta y cuatro años] comparada con la de mi hija su profesión y las muy inciertas y peligrosas perspectivas que tiene ante usted me prohíben siquiera considerar su proposición».

Anne, sin embargo, estaba tan enamorada de James como él de ella. Durante los años siguientes, continuaron viéndose en secreto. La tenaz oposición de Coulman a su matrimonio hizo que Ross escribiera a Anne enojado y frustrado: «No me habría parecido posible que las emociones mundanas pudieran tener una influencia tan grande como para destruir los afectos más profundos del corazón y hacer que un padre tratara a su hija con tal insensibilidad y rigor». Por fortuna, una de las mejores cualidades de James Ross era su persistencia. Cuando decidía algo, no era fácil disuadirlo. Mantuvo el contacto con Anne, y ella con él. Su perseverancia se vería al final recompensada.

El HMS Terror pronto zarpó en otra misión. Abandonó Medway en junio de 1836 como buque insignia de la última ambiciosa expedición de George Back para ampliar los conocimientos sobre el noroeste del océano Antártico. Hacia septiembre ya estaba atascado en el moviente hielo y sufrió su presión durante todo el invierno. Al final, el trozo de hielo se desprendió de la plataforma y, todavía encajado en un témpano flotante, navegó a la deriva hasta llegar al estrecho de Hudson. Con el casco dañado y asegurado con una cadena, el Terror alcanzó por los pelos la costa de Irlanda, donde embarrancó sin más ceremonias.

Antes del desastre, George Back tuvo unas palabras de elogio hacia el Terror que podrían haberse dirigido a todas las bombardas: «Hondo y de gruesa madera como era y, aunque cada acometida hundía el bauprés en el agua, su cabeceo era tan tranquilo que apenas se tensaban los cabos». Su descripción del barco en buen tiempo hace que el sapo parezca un príncipe: «Con los sobrejuanetes y todas las bonetas desplegadas por primera vez, el gallardo barco exhibió orgulloso todo su expandido plumaje y flotó majestuosamente sobre las olas del mar».

El Erebus no tuvo una ocasión similar para impresionar. Aunque había estado sumamente cerca de entrar en acción, al final simplemente había cambiado un muelle por otro. En Chatham se le retiró el aparejo y volvió a engrosar la lista de «ordinarios». Estaba convirtiéndose en el barco que «casi zarpa» de la Marina Real.

Capítulo 3

El sur magnético

Durante todo el principio del siglo xix, el océano Antártico continuó siendo terra incognita. La expedición de James Weddell al Polo Sur entre 1822 y 1824 —descrita en sus memorias de 1825— llegó más al sur que ninguna otra hasta entonces, pero no avistó tierra alguna.

Cuando la recién formada Asociación Británica para el Avance de la Ciencia se reunió en Newcastle en el verano de 1838, el magnetismo terrestre era uno de los temas más importantes del orden del día. Se estimaba que había llegado el momento de cobrarse el premio. Una vez que entendieran el funcionamiento del campo magnético de la Tierra y lo codificaran, las brújulas y los cronómetros podrían disponerse con absoluta precisión y la navegación dejaría de ser un proceso errático que dependía de los cielos y suposiciones. El resultado sería el equivalente decimonónico de un GPS.

Uno de quienes defendía con más intensidad la necesidad de esta investigación era Edward Sabine, un oficial de la Artillería Real que había navegado con Ross y Parry al Ártico. Como asesor científico del Almirantazgo, durante los últimos diez años había defendido con vehemencia que Gran Bretaña debía utilizar su superioridad naval para recabar información valiosa sobre el campo magnético de la Tierra. Pero también estaba de acuerdo con el influyente Alexander von Humboldt, un noble prusiano que había realizado los primeros estudios sobre el geomagnetismo durante un célebre viaje a Sudamérica en 1802, en que, solo si los diversos países colaboraban, podría reducirse el mundo a una serie de principios claros, empíricos y científicos.

La teoría que vinculaba el geomagnetismo y la navegación ya había sido desarrollada por Carl Friedrich Gauss, un astrónomo de la Universidad de Gotinga. Para poner sus ideas en práctica, Sabine y otros propusieron que se estableciese una red de estaciones de observación a lo largo de todo el orbe que informarían de sus datos simultáneamente. James Clark Ross había descubierto el polo norte magnético y establecido que era diferente del norte geográfico, también llamado «norte verdadero». Ahora, el siguiente paso lógico era centrarse en las zonas terrestres inexploradas y, en particular, en las partes más remotas del hemisferio sur.

Hasta ese momento, la exploración antártica nunca se había tomado muy en serio. La mayoría de los datos que se tenían sobre las tierras del sur procedía del capitán Cook, quien, en la década de 1770, había cruzado en dos ocasiones el círculo polar antártico… y la experiencia no le había entusiasmado demasiado. Según escribió, aquel era un terreno de «espesas nieblas, ventiscas, frío intenso y todos los demás elementos que hacen la navegación peligrosa». En su mayor parte, la región se había dejado en manos de balleneros y cazadores de focas privados.

En cualquier caso, descripciones como la de Cook no hicieron sino aumentar la fascinación del público por el lugar. Para los románticos, la Antártida representaba el misterio de lo desconocido y lo salvaje. Por ejemplo, la «Balada del viejo marinero», de Samuel Taylor Coleridge, publicada en 1798, describe un barco maldito que navega a la deriva en el océano Antártico.

Sopló la buena brisa, corrió la blanca espuma,

siguió libre la estela;

éramos los primeros que jamás irrumpieran

en aquel mar callado.

En el poema de Coleridge, el viaje acaba en desastre. El héroe de la única novela de Edgar Allan Poe, Las aventuras de Arthur Gordon Pym (1838), encuentra en el océano Antártico todo tipo de peligros y depravaciones, desde naufragios hasta canibalismo. Es un lugar de frío y oscuridad infernales. Un sitio donde las almas atormentadas sucumben a la locura. El tipo de lugar que los griegos llamaban Érebo.

Mientras los artistas y los poetas estaban ocupados asustándose a sí mismos y al público, los científicos, como a menudo sucede, iban en otra dirección, la del conocimiento y la lógica, la de la exploración y la explicación. Imbuidos del espíritu de la Ilustración, la existencia o inexistencia de un continente en el Polo Sur constituía otro misterio que había que resolver. Ahora, las exigencias de la ciencia y un sentimiento recién despertado del potencial del ser humano se combinaban para empezar a desentrañarlo.

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