Fyodor Dostoyevsky - Crimen y castigo

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Fiódor Dostoyevski es uno de los principales escritores de su época en la Rusia Zarista; la literatura de Dostoyevski explora la psicología humana en el complejo contexto político, social y espiritual de la sociedad rusa del siglo XIX. Walter Kaufmann citó las Memorias del subsuelo (1864), escritas con la amarga voz del anónimo «hombre subterráneo», como «la mejor obertura para el existencialismo jamás escrita». En el mismo sentido, el prestigioso intelectual y escritor austriaco Stefan Zweig consideró al escritor ruso como «el mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos». Su obra, aunque escrita en el siglo XIX, refleja al hombre y la sociedad de hoy. Sigmund Freud dijo en su obra Dostoievski y el parricidio que el capítulo de «El gran inquisidor», de la novela Los hermanos Karamazov, era una de las cumbres de la literatura universal. Cabe resaltar, asimismo, la influencia ejercida sobre Nietzsche, quien afirmó: Dostoyevski, el único psicólogo, por cierto, del cual se podía aprender algo, es uno de los accidentes más felices de mi vida, más incluso que el descubrimiento de Stendhal.

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‑Seguramente no has comido desde ayer. Te has pasado el día en la calle aunque ardías de fiebre.

‑Oye, Nastasia: ¿por qué le han pegado a la patrona?

Ella lo miró fijamente.

‑¿Quién le ha pegado?

‑Ha sido hace poco… , cosa de una media hora… En la escalera… Ilia Petrovitch, el ayudante del comisario de policía, le ha pegado. ¿Por qué? ¿A qué ha venido… ?

Nastasia frunció las cejas y le observó en silencio largamente. Su inquisitiva mirada turbó a Raskolnikof e incluso llegó a atemorizarle.

‑¿Por qué no me contestas, Nastasia? ‑preguntó con voz débil y acento tímido.

‑Esto es la sangre ‑murmuró al fin la sirvienta, como hablando consigo misma.

‑¿La sangre? ¿Qué sangre? ‑balbuceó él, palideciendo y retrocediendo hacia la pared.

Nastasia seguía observándole.

‑Nadie le ha pegado a la patrona ‑dijo con voz firme y severa.

Él se quedó mirándola, sin respirar apenas.

‑Lo he oído perfectamente ‑murmuró con mayor apocamiento aún‑. No estaba dormido; estaba sentado en el diván, aquí mismo… lo he estado oyendo un buen rato… El ayudante del comisario ha venido… Todos los vecinos han salido a la escalera…

‑Aquí no ha venido nadie. Es la sangre lo que te ha trastornado. Cuando la sangre no circula bien, se cuaja en el hígado y uno delira… Bueno, ¿vas a comer o no?

Raskolnikof no contestó. Nastasia, inclinada sobre él, seguía observándole atentamente y no se marchaba.

‑Dame agua, Nastasiuchka.

Ella se fue y reapareció al cabo de dos minutos con un cantarillo. Pero en este punto se interrumpieron los pensamientos de Raskolnikof. Pasado algún tiempo, se acordó solamente de que había tomado un sorbo de agua fresca y luego vertido un poco sobre su pecho. Inmediatamente perdió el conocimiento.

Capítulo 3

Sin embargo, no estuvo por completo inconsciente durante su enfermedad: era el suyo un estado febril en el que cierta lucidez se mezclaba con el delirio. Andando el tiempo, recordó perfectamente los detalles de este período. A veces le parecía ver varias personas reunidas alrededor de él. Se lo querían llevar. Hablaban de él y disputaban acaloradamente. Después se veía solo: inspiraba horror y todo el mundo le había dejado. De vez en cuando, alguien se atrevía a entreabrir la puerta y le miraba y le amenazaba. Estaba rodeado de enemigos que le despreciaban y se mofaban de él. Reconocía a Nastasia y veía a otra persona a la que estaba seguro de conocer, pero que no recordaba quién era, lo que le llenaba de angustia hasta el punto de hacerle llorar. A veces le parecía estar postrado desde hacía un mes; otras, creía que sólo llevaba enfermo un día. Pero el… suceso lo había olvidado completamente. Sin embargo, se decía a cada momento que había olvidado algo muy importante que debería recordar, y se atormentaba haciendo desesperados esfuerzos de memoria. Pasaba de los arrebatos de cólera a los de terror. Se incorporaba en su lecho y trataba de huir, pero siempre había alguien cerca que le sujetaba vigorosamente. Entonces él caía nuevamente en el diván, agotado, inconsciente. Al fin volvió en sí.

Eran las diez de la mañana. El sol, como siempre que hacía buen tiempo, entraba a aquella hora en la habitación, trazaba una larga franja luminosa en la pared de la derecha e iluminaba el rincón inmediato a la puerta. Nastasia estaba a su cabecera. Cerca de ella había un individuo al que Raskolnikof no conocía y que le observaba atentamente. Era un mozo que tenía aspecto de cobrador. La patrona echó una mirada al interior por la entreabierta puerta. Raskolnikof se incorporó.

‑¿Quién es, Nastasia? ‑preguntó, señalando al mozo.

‑¡Ya ha vuelto en sí! ‑exclamó la sirvienta.

‑¡Ya ha vuelto en sí! ‑repitió el desconocido.

Al oír estas palabras, la patrona cerró la puerta y desapareció. Era tímida y procuraba evitar los diálogos y las explicaciones. Tenía unos cuarenta años, era gruesa y fuerte, de ojos oscuros, cejas negras y aspecto agradable. Mostraba esa bondad propia de las personas gruesas y perezosas y era exageradamente pudorosa.

‑¿Quién es usted? ‑preguntó Raskolnikof al supuesto cobrador.

Pero en este momento la puerta se abrió y dio paso a Rasumikhine, que entró en la habitación inclinándose un poco, por exigencia de su considerable estatura.

‑¡Esto es un camarote! ‑exclamó‑. Estoy harto de dar cabezadas al techo. ¡Y a esto llaman habitación… ! ¡Bueno, querido; ya has recobrado la razón, según me ha dicho Pachenka!

‑Acaba de recobrarla ‑dijo la sirvienta.

‑Acaba de recobrarla ‑repitió el mozo como un eco, con cara risueña.

‑¿Y usted quién es? ‑le preguntó rudamente Rasumikhine‑. Yo me llamo Vrasumivkine y no Rasumikhine, como me llama todo el mundo. Soy estudiante, hijo de gentilhombre, y este señor es amigo mío. Ahora diga quién es usted.

‑Soy un empleado de la casa Chelopaief y he venido para cierto asunto.

‑Entonces, siéntese.

Al decir esto, Rasumikhine cogió una silla y se sentó al otro lado de la mesa.

‑Has hecho bien en volver en ti ‑siguió diciendo‑. Hace ya cuatro días que no te alimentas: lo único que has tomado ha sido unas cucharadas de té. Te he mandado a Zosimof dos veces. ¿Te acuerdas de Zosimof? Te ha reconocido detenidamente y ha dicho que no tienes nada grave: sólo un trastorno nervioso a consecuencia de una alimentación deficiente. «Falta de comida ‑dijo‑. Esto es lo único que tiene. Todo se arreglará.» Está hecho un tío ese Zosimof. Es ya un médico excelente… Bueno ‑dijo dirigiéndose al mozo‑, no quiero hacerle perder más tiempo. Haga el favor de explicarme el motivo de su visita… Has de saber, Rodia, que es la segunda vez que la casa Chelopaief envía un empleado. Pero la visita anterior la hizo otro. ¿Quién es el que vino antes que usted?

‑Sin duda, usted se refiere al que vino anteayer. Se llama Alexis Simonovitch y, en efecto, es otro empleado de la casa.

‑Es un poco más comunicativo que usted, ¿no le parece?

‑Desde luego, y tiene más capacidad que yo.

‑¡Laudable modestia! Bien; usted dirá.

‑Se trata ‑dijo el empleado, dirigiéndose a Raskolnikof‑ de que, atendiendo a los deseos de su madre, Atanasio Ivanovitch Vakhruchine, de quien usted, sin duda, habrá oído hablar más de una vez, le ha enviado cierta cantidad por mediación de nuestra oficina. Si está usted en posesión de su pleno juicio le entregaré treinta y cinco rublos que nuestra casa ha recibido de Atanasio Ivanovitch, el cual ha efectuado el envío por indicación de su madre. Sin duda, ya estaría usted informado de esto.

‑Sí, sí… , ya recuerdo… Vakhruchine… ‑murmuró Raskolnikof, pensativo.

‑¿Oye usted? ‑exclamó Rasumikhine‑. Conoce a Vakhruchine. Por lo tanto, está en su cabal juicio. Por otra parte, advierto que también usted es un hombre capacitado. Continúe. Da gusto oír hablar con sensatez.

‑Pues sí, ese Vakhruchine que usted recuerda es Atanasio Ivanovitch, el mismo que ya otra vez, atendiendo a los deseos de su madre, le envió dinero de este mismo modo. Atanasio Ivanovitch no se ha negado a prestarle este servicio y ha informado del asunto a Simón Simonovitch, rogándole le haga entrega de treinta y cinco rublos. Aquí están.

‑Emplea usted expresiones muy acertadas. Yo adoro también a esa madre. Y ahora juzgue usted mismo: ¿está o no en posesión de sus facultades mentales?

‑Le advierto que eso está fuera de mi incumbencia. Aquí se trata de que me eche una firma.

‑Se la echará. ¿Es un libro donde ha de firmar?

‑Sí, aquí lo tiene.

‑Traiga… Vamos, Rodia; un pequeño esfuerzo. Incorpórate; yo te sostendré. Coge la pluma y pon tu nombre. En nuestros días, el dinero es la más dulce de las mieles.

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