Knowledge house - Mujercitas

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Little Women o, Meg, Jo, Beth y Amy es una novela de la autora estadounidense Louisa May Alcott (1832-1888). Escrita y publicada en dos partes en 1868 y 1869, la novela sigue la vida de cuatro hermanas, Meg, Jo, Beth y Amy March, y se basa libremente en las experiencias infantiles de la autora con sus tres hermanas. La primera parte del libro fue un éxito comercial y crítico inmediato y provocó la composición de la segunda parte del libro, también un gran éxito. Ambas partes se publicaron por primera vez como un solo volumen en 1880. El libro es un clásico estadounidense incuestionable.

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—¡Recuerda tu promesa! —dijo ella intentando sonreír a pesar del dolor de cabeza que empezaba a sentir.

Silence jusqu’à la mort —repuso Laurie haciendo un gesto melodramático.

Ese breve diálogo avivó la curiosidad de Annie, pero Meg estaba demasiado cansada para cotillees y se fue a la cama con la impresión de haber participado en un baile de disfraces y no haberse divertido tanto como esperaba. Al día siguiente se sintió enferma y el sábado regresó a casa, agotada tras quince días de diversión y con la sensación de que había tenido suficiente lujo por una temporada.

—¡Qué agradable resulta poder estar tranquila y no tener que estar cuidando siempre los modales! Nuestro hogar es estupendo, aunque sea sencillo —comentó Meg mientras contemplaba la estancia con aire plácido, sentada con su madre y Jo la tarde del domingo.

—Me alegro de oírte decir eso porque temía que la casa te pareciese demasiado triste y pobre después de ver tanta grandeza —dijo la madre, que había observado a su hija con inquietud todo el día; y es que una madre nota antes que nadie los cambios que puedan sufrir sus hijos.

Meg había relatado animadamente sus aventuras y no paraba de decir que lo había pasado en grande. Sin embargo, algo parecía empañar su ánimo y, cuando las pequeñas se fueron a dormir, se sentó junto a la chimenea, con la mirada perdida en el fuego, pensativa y sin decir palabra, como si estuviese preocupada por algo. Cuando dieron las nueve y Jo propuso que se fueran a acostar, Meg se levantó de la silla, se sentó en el taburete de Beth, apoyó los codos en las rodillas de su madre y dijo, decidida:

—Mamá, quiero confesar algo.

—Lo suponía. ¿De qué se trata, querida?

—¿Quieres que me vaya? —preguntó Jo por ser discreta.

—No, claro que no; ¿acaso no te cuento siempre todo? No quería decir nada delante de las niñas, pero necesito contaros las cosas horribles que he hecho en casa de los Moffat.

—Te escuchamos —dijo la señora March con una sonrisa, pero algo preocupada.

—Os he contado que me vistieron a su gusto, pero no os he dicho que me empolvaron, me pusieron un corsé apretado, me rizaron el cabello y me dejaron hecha un figurín. A Laurie no le pareció bien, lo sé, pero no dijo nada y un hombre me llamó «muñeca». Yo sabía que aquello no estaba bien, pero todos me dedicaban elogios, me decían que estaba muy guapa y otras tonterías que no vienen a cuento. Así que dejé que me pusieran en ridículo.

—¿Eso es todo? —preguntó Jo, mientras la señora March miraba en silencio el rostro abatido de su preciosa hija sin verse con ánimos de reñirla por su insensatez.

—No. También bebí champán, salté, estuve coqueteando y me comporté fatal —añadió Meg en tono acusador.

—Sospecho que hay algo más —dijo la señora March acariciándole la mejilla.

Meg se sonrojó y dijo enseguida:

—Sí, lo hay. Es una tontería, pero quiero contártelo porque detesto que la gente diga o piense cosas así sobre Laude y nosotras.

A continuación, relató los cotilleos oídos en casa de los Moffat. Jo observó que su madre apretaba los labios al escucharla, como si le molestase sobremanera que alguien pusiese en la mente de su inocente hija tales ideas.

—Bueno, ¡en la vida he oído mayor insensatez! —exclamó Jo, indignada—. ¿Por qué no saltaste y se lo dijiste en el acto?

—No podía, me resultaba demasiado embarazoso. Al principio, no pude evitar oírlas y, luego, estaba tan furiosa y avergonzada que no pensé en alejarme.

—Espera a que vea a Annie Moffat. Te enseñaré cómo poner fin a chismes ridículos. ¿De modo que piensan que tenemos un plan y somos amables con Laurie porque es rico y podría casarse con una de nosotras? ¡Lo que se va a reír en cuanto le explique lo que esas tontas dicen de nosotros! —Jo se echó a reír como si, bien mirado, todo aquello fuese un chiste de lo más ocurrente.

—¡Si se lo cuentas a Laurie, no te perdonaré jamás! Mamá, ¿verdad que no debe hacerlo bajo ningún concepto? —dijo Meg visiblemente alterada.

—Claro que no. No repitáis nunca ese necio comentario y olvidad el asunto lo antes posible —declaró la señora March, muy seria—. No fue muy inteligente por mi parte dejarte ir a casa de personas que conozco tan poco. Seguro que son amables pero, por lo que veo, son afectadas, maleducadas y tienen toda suerte de ideas vulgares acerca de la juventud. No sé cómo expresar lo mucho que lamento el daño que te haya podido provocar esta visita, Meg.

—No lo lamentes, mamá, no dejaré que esto me afecte. Olvidaré lo malo y recordaré lo bueno. De hecho, pasé muy buenos ratos y te agradezco que me dejaras ir. No me pondré melancólica ni me mostraré insatisfecha, mamá. Sé que soy una jovencita boba y me quedaré a tu lado hasta que sea capaz de cuidar de mí misma. Sin embargo, es muy agradable que te dediquen elogios y te admiren. Mentiría si dijera lo contrario —afirmó Meg, que se sintió algo avergonzada por sus palabras.

—Eso es natural y totalmente inofensivo, siempre y cuando no permitas que tu inclinación se convierta en necesidad y cometas estupideces y actos impropios de una dama. Aprende a reconocer y valorar los elogios que mereces y busca la admiración de personas que valgan la pena siendo modesta además de bonita, Meg.

Margaret se quedó pensativa, mientras Jo, de pie y con las manos en la espalda, la observaba con interés y cierta perplejidad. Era toda una novedad ver a Meg ruborizarse y hablar con pasión sobre pretendientes y asuntos de ese tipo. Jo tenía la impresión de que, en aquellos quince días, su hermana se había hecho mayor y se había distanciado de su mundo para adentrarse en otro al que no la podía acompañar.

—Mamá, ¿tienes algún plan para nosotras, como dice la señora Moffat? —inquirió Meg con timidez.

—Sí, querida, tengo muchos, como todas las madres, pero me temo que no son los que cree la señora Moffat. Te desvelaré algunos porque creo que va siendo hora de poner un poquito de sensatez en esa romántica cabecita tuya y en tu corazón. Aún eres joven, Meg, pero no tanto como para no entender lo que tengo que decirte. Creo que ésta es la clase de conversación que una joven debe tener con su madre. A ti te llegará el turno pronto, Jo, así que escuchad «mis planes» y, si os parecen adecuados, ayudadme a lograrlos.

Jo se sentó en el brazo de la butaca y adoptó el aire de quien ha sido invitado a participar en un acto solemne. La señora March dio una mano a cada una y contempló pensativa sus jóvenes rostros antes de empezar a hablar, a un tiempo seria y animada:

—Quiero que mis hijas sean hermosas, buenas y educadas, que las admiren, aprecien y respeten. Que tengan una juventud dichosa, que se casen con un buen hombre, que lleven una existencia útil y feliz y que Dios les ahorre penas y preocupaciones. Lo mejor que le puede ocurrir a una mujer es encontrar a un buen hombre que la ame y la elija, y confío en que mis hijas conozcan esa dicha. Meg, es normal que pienses en ello; tienes derecho a albergar esperanzas y a desearlo, pero debes prepararte para que, cuando ese momento afortunado llegue, sepas cumplir con tus obligaciones y disfrutes de la experiencia. Queridas niñas, tengo planes ambiciosos para vosotras, pero no tienen que ver con que lleguéis a tener un puesto importante u os caséis con un hombre rico por el mero hecho de serlo o porque tenga una casa estupenda, sobre todo si en esa casa falta el amor y no es un verdadero hogar. El dinero es un bien necesario y valioso y, si se hace buen uso de él, se convierte en algo noble, pero no quiero que creáis que es lo más importante o aquello a lo que debéis aspirar. Prefiero veros convertidas en esposas de hombres pobres pero felices, amadas y satisfechas, a que seáis reinas en su trono, carentes de respeto y de paz.

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