—Sin embargo, no le pediste que no fuera a la guerra ni lloraste cuando se marchó. Y nunca te he oído quejarte, como si no necesitases nada —apuntó Jo, maravillada.
—Entregué a mi país, al que amo, lo mejor de mi vida y contuve el llanto hasta que él se marchó. ¿Por qué habría de quejarme cuando no hacíamos más que cumplir con nuestro deber y, al fin, eso nos haría más felices? Si doy la impresión de no necesitar ayuda es porque cuento con el apoyo de alguien más importante que vuestro padre que me alienta y me ayuda. Hija mía, tus problemas y tentaciones no han hecho más que empezar y pueden ser muchos, pero lograrás superarlos y vencerlos si aprendes a sentir la fuerza y el amor de tu Padre Celestial como sientes los de tu padre terrenal. Cuanto más le ames y confíes en Él, más unida te sentirás a Él y menos dependerás del poder y la sabiduría humanos. Él nunca se cansa de amarnos y cuidarnos, nada le aleja de nosotros y nos proporciona la paz, la felicidad y la fuerza que necesitamos en nuestra vida. Has de creer en esto y confiar a Dios todas tus cuitas y esperanzas, tus errores y penas, del mismo modo que los compartes con tu madre.
Por toda respuesta, Jo la abrazó y, en el silencio que siguió, elevó desde su corazón la plegaria más sincera de su vida. Y es que, en esa hora triste y al mismo tiempo feliz, había conocido no solo el amargo sabor del arrepentimiento y la desesperación, sino también la dulzura de la abnegación y del dominio de sí misma. Y, de la mano de su madre, se había acercado al Amigo que brinda a los niños un amor más fuerte que el de cualquier padre, más tierno que el de cualquier madre.
Amy se removió y suspiró en sueños. Ávida de enmendar lo antes posible su error, Jo la miró con una expresión desconocida en el rostro.
—Cuando el sol se puso, estaba enfadada y pensaba que no la perdonaría jamás; hoy, de no haber sido por Laurie, ¡hubiese sido demasiado tarde! ¿Cómo he podido ser tan ruin? —dijo Jo a media voz, inclinada hacia su hermana para acariciarle el cabello, desparramado sobre la almohada y aún húmedo.
Como si la hubiese oído, Amy abrió los ojos y tendió los brazos con una sonrisa que a Jo le llegó al alma. Sin pronunciar palabra, se abrazaron por encima de las mantas y todo quedó perdonado y olvidado con un beso sincero.
9
MEG VISITA LA FERIA DE LAS VANIDADES
—Qué suerte que los niños hayan contraído el sarampión justo ahora —exclamó Meg un día de abril. Estaba en su dormitorio, preparando el baúl de viaje, rodeada de sus hermanas.
—Y qué bien que Annie Moffat no haya olvidado su promesa. Qué delicia contar con quince días de diversión —apuntó Jo, que parecía un molino de viento cada vez que doblaba una falda con sus largos brazos.
—¡Y hace muy buen tiempo! ¡Qué alegría! —añadió Beth, que separaba los lazos para el cuello de las cintas del pelo y los guardaba en su mejor estuche, que había prestado a su hermana mayor para la ocasión.
—Me encantaría ir contigo para divertirme y ponerme esta ropa tan bonita —dijo Amy, que tenía entre los labios un buen número de alfileres que iba clavando artísticamente en el acerico de su hermana.
—Me gustaría que fuésemos todas pero, como no es posible, prometo contároslo todo a mi vuelta. Es lo menos que puedo hacer después de que hayáis tenido la amabilidad de prestarme cosas y ayudarme a prepararme —dijo Meg echando una mirada a su equipaje, sencillo pero, a sus ojos, casi perfecto.
—¿Qué te dio mamá de la caja de los tesoros? —preguntó Amy, que no había estado presente cuando la señora March abrió el baúl de cedro, lleno de reliquias de un pasado lleno de esplendor, al que recurría cuando deseaba obsequiar algo especial a sus hijas.
—Un par de medias de seda, este precioso abanico tallado y una faja azul muy bonita. Yo quería usar el vestido violeta pero, como no daba tiempo a arreglarlo, llevaré mi viejo vestido de tarlatana.
—Estarás muy bien con mi falda de muselina nueva y la faja le dará el toque final. ¡Ojalá no se me hubiese roto la pulsera de coral! Te la hubiese dejado —dijo Jo, que adoraba dar y prestar sus cosas, aunque, dado que las cuidaba tan mal, éstas eran prácticamente inservibles.
—En la caja de los tesoros hay un collar de perlas antiguo, pero mamá opina que las flores frescas son el adorno idóneo para una joven y Laurie ha prometido enviarme cuantas quiera —explicó Meg—. Bien, veamos, aquí está el vestido gris nuevo. Beth, ¿podrías peinar la pluma de mi sombrero? También llevo el traje de popelina para los domingos y las fiestas informales… aunque abriga demasiado para la primavera, ¿no? ¡Qué bien me hubiera venido el vestido de seda violeta! En fin…
—No te preocupes, tienes el de tarlatana para las fiestas formales y, vestida de blanco, pareces un ángel —afirmó Amy, a la que estar rodeada de tanta ropa de gala le alegraba el corazón.
—Sí, pero no es escotado ni tiene suficiente vuelo. En fin, tendrá que servir. Al vestido azul le hemos subido el dobladillo y ha quedado como nuevo. Mi chaqueta de seda no es de las que están de moda ahora y el sombrero no tiene ni punto de comparación con los de Sallie, y qué decir de la sombrilla, ¡menudo chasco! Le pedí a mamá que me comprara una negra con mango blanco, pero se olvidó y me trajo ésta, verde y con un horrendo mango amarillo. No está mal, es fuerte y pulcra, pero Annie tiene una preciosa, de seda, con la punta de oro, y me va a dar mucha vergüenza abrir la mía a su lado. —Meg suspiró mirando con disgusto la pequeña sombrilla.
—Cámbiala —aconsejó Jo.
—Sería una estupidez y podría herir los sentimientos de mamá, que se ha esforzado tanto en conseguir todo esto. Prefiero no darle más importancia de la que tiene, no es más que una apreciación personal. Me consuelo pensando en las medias de seda y en los magníficos dos pares de guantes que llevo. ¡Qué detalle por tu parte haberme dejado los tuyos, Jo! Me siento tan rica y elegante con un par nuevo, y el viejo, limpio. —Para animarse, Meg miró de nuevo el estuche de los guantes—. Annie Moffat adorna con lazos rosas o azules sus sombreros de noche. ¿Me puedes coser uno en el mío? —preguntó a Beth, que llegaba con una pila de blancas muselinas recién lavadas que Hannah acababa de entregarle.
—No lo hagas. Un sombrero de noche demasiado engalanado no quedará bien con un vestido sencillo y sin encaje como el tuyo. Las muchachas pobres no deben adornarse demasiado —apuntó Jo con convicción.
—Me pregunto si alguna vez tendré la suerte de lucir un vestido con encaje y un sombrero con cintas —comentó Meg con impaciencia.
—El otro día dijiste que estarías contenta si simplemente pudieras ir a casa de Annie Moffat —le recordó Beth con su habitual calma.
—¡Tienes razón! Está bien, estoy contenta y no me quejaré más. Parece que cuanto más nos dan, más queremos, ¿no? Bueno, ya está todo listo y guardado, salvo el vestido de fiesta, que lo reservo para mamá —observó Meg, que, más animada, miró el baúl medio vacío y el vestido de tarlatana blanco, infinitas veces planchado y cosido, al que se refería como «vestido de fiesta» con aire importante.
Al día siguiente hizo buen tiempo y Meg partió, radiante, a vivir dos semanas de novedades y placeres. La señora March había dudado si dejarla ir, porque temía que Margaret volviese a casa todavía más inconforme con la suerte de la familia. Sin embargo, la joven había insistido mucho y Sallie se había comprometido a cuidar bien de ella. Además, después de trabajar todo el invierno, era justo que disfrutase un poco. Así pues, la madre cedió y Meg se dispuso a conocer de primera mano el sabor de una vida acomodada.
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