—En absoluto, por eso resulta tan entrañable y le queremos tanto.
—Comprendo. Tener talento y ser elegante es bueno, lo que está mal es darse importancia o vanagloriarse de ello —apuntó Amy, pensativa.
—Esas cosas se traslucen en los modales y en la forma de hablar si la persona actúa con humildad; no es necesario hacer gala de ellas —afirmó la señora March.
—Pasa lo mismo que con la ropa. Una no se pone todos los vestidos, sombreros y lazos a la vez para que los demás vean que los tienes —añadió Jo, y la reunión terminó entre risas.
—Chicas, ¿adónde vais? —preguntó Amy, tras entrar en el dormitorio de sus hermanas mayores una tarde de sábado y encontrarlas arregladas y en una actitud misteriosa que avivó su curiosidad.
—No es asunto tuyo; las niñas pequeñas no deben hacer esa clase de preguntas —respondió Jo, cortante.
Si algo mortifica a una niña es que le recuerden que lo es, y que la despidan con un «vete, querida» resulta aún peor, Ofendida por lo que consideró un insulto, Amy se dijo que descubriría su secreto, aunque tuviese que importunarlas durante una hora, Se volvió hacía Meg, que no era capaz de negarle nada durante demasiado tiempo, y dijo en tono mimoso:
—¡Cuéntamelo! Además, deberíais llevarme con vosotras, porque Beth está entretenida con sus muñecas y yo no tengo nada que hacer. Me siento muy sola.
—No podemos, querida, porque no te han invitado —empezó Meg.
Jo la interrumpió, impaciente:
—Meg, no digas nada o lo echarás todo a perder. Amy, no puedes venir; no te comportes como una niña ni empieces a quejarte.
—Vais a alguna parte con Laurie, estoy segura. Ayer por la noche estuvisteis cuchicheando y riendo en el sofá, y en cuanto me acerqué guardasteis silencio. Vais con él, ¿verdad?
—Sí, así es. Ahora estate calladita y deja de dar la lata.
Amy dejó descansar la lengua, pero no los ojos, y observó que Meg se guardaba un abanico en el bolsillo.
—¡Ya lo tengo! ¡Lo sé! ¡Vais al teatro a ver Los siete castillos ! —exclamó, y añadió con resolución—: Iré con vosotras, porque mamá dijo que no podía perdérmela. Tengo dinero ahorrado. Teníais que haberme avisado con tiempo.
—Escucha un momento y compórtate —dijo Meg con tono tranquilizador—. Mamá prefiere que no vayas esta semana porque aún tienes irritados los ojos y la iluminación de la obra te podría molestar. Irás con Beth y Hannah la semana que viene y lo pasaréis muy bien.
—Me apetece mucho más ir con vosotras y con Laurie. Por favor, dejadme ir. Llevo demasiado tiempo con este resfriado, encerrada en casa; me muero por un poco de diversión. Meg, ¡por favor! Me portaré mejor que nunca —rogó Amy con el semblante más lastimero que pudo adoptar.
—Podríamos llevarla. No creo que a mamá le importe si va bien abrigada —comentó Meg.
—Si ella va, yo me quedo, y si yo no voy, Laurie no querrá ir. Además, después de que nos haya invitado a las dos, sería de muy mala educación aparecer con Amy. Pensaba que no le gustaba meterse donde no la llaman —apuntó Jo, irritada ante la perspectiva de tener que vigilar a una niña inquieta cuando lo que quería era pasar un buen rato.
El tono y las maneras de Jo enfurecieron a Amy, que empezó a ponerse las botas e insistió con su actitud más impertinente:
—¡Pienso ir! Meg ha dicho que puedo acompañaros. Si pago mi entrada, Laurie no tendrá ningún inconveniente.
—No podrás sentarte con nosotros porque ya hemos reservado nuestras butacas, de modo que Laurie, por no dejarte sola, te cederá su asiento, con lo que nos aguarás la fiesta. O tendrá que conseguir otra butaca para ti, lo que no me parece adecuado puesto que no te ha invitado. No seas desobediente y quédate en casa —espetó Jo, más enfadada que nunca porque, con las prisas, se había pinchado en un dedo.
Sentada en el suelo, con una bota puesta, Amy empezó a llorar. Meg intentaba hacerla entrar en razón cuando Laurie llamó a la puerta, y las dos jóvenes bajaron corriendo, mientras su hermana menor seguía gimoteando, porque de vez en cuando olvidaba su actitud de persona mayor y actuaba como una niña caprichosa, Cuando el grupo se disponía a salir, Amy se acercó a la escalera y gritó en tono amenazador:
—¡Te arrepentirás de esto, Jo March!
—¡Tonterías! —replicó Jo antes de dar un portazo.
Disfrutaron de la función, porque Los siete castillos y el lago Diamante era una obra tan brillante y maravillosa como habían imaginado. No obstante, a pesar de los cómicos diablillos rojos, los luminosos duendes y los magníficos príncipes y princesas, algo ensombrecía la felicidad de Jo. El cabello rizado y rubio de la reina de las hadas le hacía pensar en Amy, en los entreactos, se entretenía imaginando qué podría hacer su hermana para que se «arrepintiera». Amy y ella se habían enzarzado en más de una trifulca en el curso de sus vidas porque ambas tenían un carácter fuerte y perdían los estribos con facilidad. Amy pinchaba a Jo, ésta molestaba a su hermana menor y, de vez en cuando, los ánimos se encendían, de lo que ambas se avergonzaban después. A pesar de ser la mayor, Jo tenía menos control de sí misma y sufría tratando de poner freno a su temperamento, que tantos sinsabores le ocasionaba; los enfados no le duraban demasiado y, después de confesar humildemente su falta, su arrepentimiento era sincero e intentaba superar sus fallos. Sus hermanas solían decir que les encantaba enfurecerla porque, una vez calmada, se convertía en un auténtico ángel. La pobre Jo se esforzaba muchísimo por ser buena, pero su enemigo íntimo estaba siempre dispuesto a aflorar y derrotarla, y ella llevaba años de paciente lucha tratando de someterlo.
Al llegar a casa, encontraron a Amy leyendo en la sala. Cuando entraron, la pequeña adoptó un aire ofendido y no levantó la vista del libro ni hizo pregunta alguna. Es posible que la curiosidad hubiese superado al rencor de no haber sido por Beth, que sí acudió a pedir información sobre la obra y recibió una detallada descripción. Al subir a guardar el que era su mejor sombrero, Jo echó un vistazo a su cómoda; en su última pelea, Amy había desahogado su frustración volcando el contenido del primer cajón en el suelo. Sin embargo, todo parecía en su lugar; tras una rápida inspección a sus armarios, bolsas y cajas, Jo supuso que Amy había olvidado y perdonado lo ocurrido.
Jo no estaba en lo cierto, y al día siguiente descubrió algo que desató una verdadera tormenta. Era media tarde y Meg, Beth y Amy estaban sentadas en la sala cuando Jo irrumpió, visiblemente inquieta, y preguntó, sin aliento:
—¿Alguien ha cogido el libro que estoy escribiendo?
—No —contestaron Meg y Beth al unísono, con expresión sorprendida.
Amy atizó el fuego sin pronunciar palabra. Jo se puso colorada y se abalanzó sobre ella de inmediato.
—Amy, ¡lo tienes tú!
—No, yo no lo tengo.
—¡Entonces, sabes dónde está!
—No, no lo sé.
—¡Es mentira! —exclamó Jo sujetándola por los hombros y clavándole una mirada capaz de asustar a una niña mucho más valiente que Amy.
—No lo es. No lo tengo, no sé dónde está y, además, me trae sin cuidado.
—Sí lo sabes, y será mejor que empieces a hablar antes de que te obligue —replicó Jo zarandeándola suavemente.
—Por mucho que grites, no volverás a ver tu viejo y estúpido libro —exclamó Amy, que empezaba a alterarse.
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