Cuando hacemos fuerza contra algo, cuando lo resistimos, cuando no lo aceptamos, no significa que lo solucionemos. Muchas veces es todo lo contrario. Le damos más fuerza a eso que resistimos, le damos más entidad. Darle entidad a algo, es ponerlo en primer plano, como si lo hiciéramos más real. Somos especialmente hábiles para hacer que lo que no queremos en nuestra vida perdure, por que nos resistimos a ello. Es decir que hay una realidad más fuerte que nosotros. Queremos cambiarla, sacarla, que sea distinta. Nos resistimos contra ella. Gastamos energía en oponernos. Pero nos supera. Entonces podemos descubrir otro camino distinto. Descubrir que para ser felices necesitamos dejar de ofrecerle resistencia. No es fácil entender esto. Aceptar algo no es aprobarlo o consentirlo. Se trata más bien, de dejar de hacer fuerza contra lo que es más fuerte que nosotros. Aceptar es un camino para superar lo que no podemos. Frente a algo que sí podemos cambiar, lo cambiamos. Pero buscar lo imposible con la sola fuerza de uno; o querer controlar lo incontrolable, es necedad. Y a veces nos empeñamos en hacer fuerza contra algo pensando que así lo combatimos cuando en realidad lo estamos perpetuando.
Necesitamos renunciar a la pretensión de resolverlo todo a nuestra manera, o querer cambiar al otro según nuestro criterio. Así nos liberamos de la falsa responsabilidad de querer controlar lo que nos supera.
Hay cosas que suceden en nuestro alrededor que nos dejan inquietos o tristes. Una injusticia, un accidente, un conocido enfermo, la situación del país o del mundo nos pueden sumir en emociones de rechazo a las que no podemos escapar. Es normal. No tenemos por qué tolerar lo intolerable. Pero para enfrentarnos con ello debemos partir desde la verdad de nuestra impotencia frente a ello. Partir desde la verdad de nuestra pequeñez nos ayuda a conservar la paz en medio de la tormenta.
En la época de Jesús había muchos leprosos, epidemias, inválidos. Muchas injusticias, privaciones y miserias. Su pueblo era un reino vasallo del imperio de Roma que los tenía como colonia. Pero Jesús no vivía triste y amargado.
Hizo milagros para demostrar que Dios todo lo puede, pero no sanó a todos, ni remedió cada situación. Vivía agradecido gozando la buena noticia que él venía a anunciar. Siendo que él era poderoso y lo quisieron hacer rey coronándolo como el mesías (cf. Mt. 14. 13), eligió otro camino. Acepto la impotencia de la cruz, se dejó traspasar y así venció. Aunque él podía, eligió no poder, y así todo lo pudo.
Se trata de aceptar comenzando por aceptarnos a nosotros mismos. Muchas veces no podemos aceptar a los demás, los juzgamos y condenamos, porque no podemos aceptarnos. Es más, los defectos que más nos molestan en los otros es porque justamente los tenemos nosotros. Hay mucha gente que está enojada consigo misma, por como es, o por lo que siente, o por lo que hizo. Y por eso también se enoja con los demás. Les gustaría cambiarse y a veces luchan por no experimentar emociones de ira, rencor, miedo, lujuria, culpa, celos, envidia, etc.
Aceptar nuestras emociones es aprender a estar con uno mismo; y no es fácil, muchas veces las negamos porque nos cuesta vernos con esos sentimientos. Al negarlas las reprimimos, así estas emociones crecen y nos arrastran. Muchas veces de modo inconsciente y otras no tanto, pero generalmente cuando la persona no acepta lo que siente, cuando no es sincera consigo misma es arrastrada por sus pasiones. El camino de liberación para que las emociones no nos arrastren, parte de aceptar que las tenemos. Aceptarlas puede ser muy doloroso cuando no coinciden con nuestros ideales.
Los bajos instintos que hay en nosotros no son ni malos ni buenos, son solo emociones que hay que aprender a aceptar e integrar a nuestra vida.
Aceptar lo que acontece en nuestro interior nos ayuda a estar en paz. Muchas veces asociamos la aceptación a no hacer nada cuando deberíamos luchar por cambiarnos. Y tomamos esta palabra peyorativamente como si pensáramos: “Está mal aceptarnos con estos defectos, debemos cambiar”. Por eso es bueno entender qué significa aceptar. No se trata de consentir, o estar de acuerdo con esos defectos. Podemos querer cambiar, podemos querer ser mejores. Pero la manera no es negando nuestra realidad sino aceptándonos como somos. Débiles, limitados, muy pequeños como para que a fuerza de voluntad nos transformemos.
La paz viene cuando descubrimos que solo hay un Salvador. Somos impotentes pero salvados, bendecidos, hijos de Dios. Aceptar nuestra pequeñez limitada y pecadora no es consentirla, sino tener la humildad de entrar en un camino maravilloso en el que no tenemos que ser perfectos porque Dios nos salva día a día.
Capítulo 4: La realidad
Dios siempre está escondido en la realidad que nos esté tocando vivir, por compleja que sea, difícil o dolorosa. Esconde un misterio. Y al recibirlo con los brazos abiertos, recibiremos al mismo Dios. El Ser Supremo es Dios, la Realidad Suprema es Dios.
“Yo Soy el que Soy” (cf. Ex. 3,14)
Así le dijo Dios a Moisés cuando este le pidió que le diga su nombre. En esta frase, simple, breve pero intensa, Dios se presenta a sí mismo. Se presenta como “él que es”.
Y así el entrar en contacto con la realidad, con lo que es, con lo que existe, con lo que acontece, no se opone, sino que es camino para encontrarnos con Aquel que sostiene todo lo que es. No hay que evadirse de la realidad para llegar al cielo, sino que el Reino de los Cielos está escondido en los acontecimientos que nos toquen vivir.
El problema es que hay tanto ruido en nuestra vida, tantos pensamientos (como voces interiores que no paran), tantas preocupaciones, ansiedades, inquietudes, etc. que muchas veces no estamos presentes, conscientes del momento, sino como encerrados en un mundo que es parte de la realidad, pero no nos deja contemplar algo que es mucho más inmenso y hermoso.
Pensamos demasiado en lo que nos pasa, en lo que nos aflige, en lo que nos ilusiona, etc. Y aunque no está mal pensar, muchas veces nuestros pensamientos nos embriagan hasta no poder parar de pensar. Así nos perdemos un reino que nos está esperando cuando salimos de nosotros mismos y hacemos silencio. Aceptar la realidad, es hacer silencio y escucharla, es salir de uno mismo. Una cosa es la realidad y otra nuestras percepciones, pensamientos o emociones internas sobre la realidad.
Hay varios factores que no nos dejan tocar la realidad más profunda de lo que acontece. Podríamos resumir en el miedo y la ambición, dos emociones que nos alejan de lo real porque nos hace invertir mucha energía en ellas. Cuando vivimos encerrados en nosotros mismos, sin darnos cuenta somos dominados por estas emociones de miedo o ambición.
Tenemos muchos miedos. Miedos que vienen de nuestra necesidad de sentirnos amados y nos acompañan desde niños como el miedo a que nos rechacen, nos condenen, se olviden de nosotros, nos abandonen, nos hieran, nos abusen, nos absorban, etc. Miedos que tienen que ver con nuestra necesidad de sentirnos seguros. La cicatriz de sufrir alguna violencia queda en nuestro corazón y ver violencia también es ser víctima de ella. Quedamos sumidos en un sentimiento de inseguridad que nos hace perder la paz. También miedos que tienen que ver con nuestra seguridad económica, por malas decisiones o porque estamos en un mundo inestable que nos hace sentir que el suelo donde construimos nuestra casa es frágil.
Tampoco la ambición nos deja estar en contacto con lo que nos rodea. Ya que a esta emoción no le importa tanto lo real que acontece sino la ilusión de conseguir algo. Así utilizamos cosas, situaciones e incluso personas de acuerdo con una ilusión que ambicionamos. Nada es valioso por si, en este caso, sino que depende de como nos afectan, qué les aportan o no, a nuestros intereses. Para los que están dominados por la ambición todo tiene un para qué, nada es gratuito. Y hasta nos puede pasar que incluso con las personas, buscamos una utilidad, y tratamos al otro sin ver su realidad, como si fuera “algo para alcanzar algo” en vez de “alguien”.
Читать дальше