John Ruskin - El bienestar de todos

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John Ruskin (1819-1900) fue uno de los escritores británicos más importantes e influyentes del siglo xix. En 1860 decide publicar un ensayo con algunas ideas sobre economía titulado «The Roots of Honour» en la revista Cornhill, que sería el primero de tan solo cuatro textos que alcanzarían a ver la luz antes de que el editor les pusiera fin ante la presión de la opinión pública. A diferencia de los economistas de su época, Ruskin defendía que la base de una economía sólida debía construirse sobre el honor y la lealtad entre empleados y empleadores. Convencido no solo de la veracidad de sus ideas, sino también de su valor literario, Ruskin decidió reunir los cuatro ensayos y publicarlos bajo el título de Unto This Last.La presente traducción,
El bienestar de todos, pone a disposición del lector los textos que el mismo autor consideraba «los más elocuentes y los más útiles» de toda su obra. Ediciones UC presenta la primera traducción al español después de más de cien años desde la primera y única que se hiciera en nuestra lengua de esta obra emblemática de la economía y que fuera traducida por el propio Gandhi al Guyaratí, su lengua materna, al haber influido notablemente en su vida, su filosofía y en sus ideas económicas y sociales.Este rescate adquiere un profundo sentido al ser las ideas de Ruskin especialmente relevantes en el mundo de hoy, que busca mayores espacios de igualdad y lealtad en su desarrollo económico y social. «He descubierto algunas de mis convicciones más profundas reflejadas en este gran libro de Ruskin, que me cautivó y transformó mi vida.» Mahatma Gandhi

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El segundo ejemplo más claro y simple para entender las relaciones entre un empleador y su empleado es el del comandante de un regimiento y sus subordinados.

Supongamos que el comandante quiere aplicar un reglamento de disciplina, de modo tal que él tenga que esforzarse lo menos posible. Sin embargo, su meta es que su regimiento se vuelva el más eficiente. Bajo esta premisa egoísta, nunca podrá lograr que sus subordinados den lo mejor de sí, sin importar el tipo de reglas o la forma como administre el regimiento. Si es una persona inteligente y seria, podrá, como en el caso anterior, producir un mejor resultado que el oficial débil; pero supongamos que la inteligencia y la seriedad son la misma en ambos casos, y seguramente el oficial que tiene la relación más directa con su gente, el que se preocupe más de sus intereses, y el que más valore sus vidas, será capaz de obtener de ellos sus mejores esfuerzos, los cuales serán motivados por el afecto que despierta su persona y la confianza que inspira su carácter a tal grado que sería imposible conseguir lo mismo con otros medios. Esta ley se puede aplicar de manera aún más precisa con cifras mayores: un ataque usualmente puede salir airoso, aun cuando los soldados no quieran a sus oficiales; sin embargo, el mismo batallón ganará pocas batallas a menos que sus miembros amen a su general.

Si vamos de los ejemplos más sencillos a las relaciones más complejas que existen entre un empleador y sus empleados, nos encontramos, primero, con ciertas interesantes dificultades, al parecer producto de un estado más frío y duro de la relación entre los elementos morales. Es fácil imaginar que existe un afecto entusiasta entre los soldados y su coronel. No es tan fácil imaginar el mismo tipo de cariño entre un grupo de trabajadores textiles y el dueño de la compañía. Un grupo de personas asociadas para robar (como el clan de las Tierras Altas que existía en los tiempos antiguos en Escocia) debe estar unido por un afecto perfecto, y cada uno debe estar dispuesto a entregar su vida para salvar la de su líder. No obstante, la motivación de un grupo de personas asociadas legalmente para producir y acumular riquezas al parecer no guarda relación con tales emociones; y ninguna de estas personas sacrificaría su vida por la de su jefe. En la administración de un sistema, no solo nos encontramos frente a esta anomalía en temas morales, sino que también nos encontramos con otras relacionadas. A diferencia del soldado o del sirviente, quienes trabajan por un salario fijo y por un tiempo definido, muchos trabajadores tienen un salario que varía según la demanda de trabajo, por lo que corren el constante riesgo de que su situación cambie debido a las vicisitudes del mercado laboral. Ahora, bajo estas premisas, no es posible que haya afecto, sino solo un peligroso desafecto, por lo que debemos considerar dos cosas.

La primera: ¿hasta qué punto se pueden regular los salarios para que no varíen según la demanda de trabajo?

La segunda: ¿hasta qué punto es posible contratar y mantener grupos de trabajadores a sueldo fijo (sea cual sea el estado actual de la profesión), sin aumentar o disminuir su número, para que ellos puedan tener un interés permanente en la compañía, al igual que los empleados domésticos de una familia antigua; o una moral, como la que tienen los soldados de un regimiento desbandado?

Yo creo que la primera pregunta debería ser: ¿hasta qué punto es posible fijar los salarios sin tener que considerar la demanda de empleo?

Tal vez uno de los hechos más interesantes de la historia del error humano es la negativa, por parte de los economistas políticos comunes y corrientes, de aceptar la posibilidad de que los salarios sean regulados así; aun cuando en muchos trabajos importantes, y en otros no importantes, los sueldos sí se regulan de esta manera.

No ofrecemos el cargo de presidente en una subasta; ni, al morir un obispo, sin importar las ventajas generales de la simonía, le ofrecemos (a lo menos hasta ahora) la diócesis al primer clérigo que esté dispuesto a tomarla al precio más bajo. Es verdad: los cargos militares se venden, aunque no se vende el cargo de general de forma abierta. Si estamos enfermos, no buscamos al doctor que nos cobre menos; si nos encontramos en un juicio, no pensamos en ahorrarnos unos cuantos pesos; si está lloviendo, no regateamos con el taxista para ver si nos puede llevar por menos.

Es verdad que en todos estos casos, en última instancia existe, y en todos los casos debe existir, una referencia a la supuesta dificultad del trabajo o al número de candidatos que aspiren al puesto. Si fuera posible que suficientes estudiantes de medicina estuvieran dispuestos a convertirse en buenos médicos por un quinto menos del sueldo, la sociedad pronto dejaría de pagar ese quinto innecesario. En este sentido, el precio del trabajo siempre será regulado por su demanda. Sin embargo, a lo menos cuando consideramos la administración práctica e inmediata del tema, el mejor trabajo siempre ha sido y seguirá siendo pagado, como todo trabajo ha de ser, a un estándar fijo.

“¿Qué?”, se preguntará el lector, sorprendido. “¿Pagarle lo mismo a los trabajadores buenos y a los malos?”.

Así es. La diferencia entre el sermón de un sacerdote y el de su sucesor, o entre la opinión de un médico y la de otro, es mucho más grande con respecto a la facultades de la mente involucradas, y mucho más importante para ti en lo personal, que la diferencia entre una buena y una mala disposición de los ladrillos cuando estás remodelando tu casa (aunque en este punto la diferencia es mayor de lo que la mayoría de la gente supone). Sin embargo, no tienes problema con pagarle un sueldo regular a la gente que trabaja con tu alma y con tu cuerpo, sean buenos o malos trabajadores. Con más razón aún puedes pagarles alegremente a los albañiles a cargo de tu casa sueldos similares, sean buenos o malos.

“Pero yo elijo a mi doctor y a mi sacerdote, lo que sí demuestra que tengo un sentido de calidad con respecto a su trabajo”. Con toda razón haz lo mismo cuando elijas a tu albañil, pues la recompensa adecuada para un buen trabajador es ser “elegido”. El sistema natural y correcto con respecto al empleo es que debería ser pagado a una tasa fija, pero que los buenos empleados deberían tener trabajo y los malos no. El sistema falso, artificial y destructivo se caracteriza por dejar que el mal trabajador pueda ofrecer su trabajo a mitad de precio, robándole el lugar al buen trabajador o forzándolo a trabajar por una suma menor a la que se merece.

Entonces, nuestro primer objetivo es encontrar el camino más directo disponible hacia esta igualdad de salarios. Nuestro segundo objetivo es, como se mencionó anteriormente, mantener sin cambios el número de trabajadores empleados, sea cual sea la demanda accidental de lo que produzcan.

Creo que el único problema esencial que debemos resolver para lograr una organización justa del trabajo es el de las grandes e inorportunas desigualdades de demanda que siempre se dan en las operaciones mercantiles de cualquier nación. El tema presenta demasiadas ramificaciones como para ser investigado completamente en un texto de este tipo; no obstante, se pueden observar los siguientes factores generales.

El sueldo de un trabajador debe ser mayor si el trabajo se encuentra expuesto a períodos de inactividad, a diferencia del sueldo de un trabajador con empleo fijo y seguro. Sin importar qué tan difícil se vuelva conseguir un empleo, la ley general siempre nos indicará que los trabajadores deben obtener mayor remuneración diaria si solo tienen, en promedio, la certeza de que tendrán trabajo tres días a la semana y no seis. Si suponemos que una persona no puede vivir con menos de un mínimo establecido, es necesario que semanalmente reciba ese dinero, ya sea por tres días de “trabajo arduo” o por seis días de “trabajo normal”. En la actualidad, la tendencia de todas las operaciones comerciales es considerar las profesiones y los sueldos como si fueran una suerte de lotería. De esta manera, el sueldo del trabajador depende de un esfuerzo intermitente y la ganancia del empleador, de una suerte hábilmente manipulada.

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