David Izazaga - Poquita fe

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Era un día normal para Doña Flora: se había levantado a las seis de la mañana y se había bañado mientras chiflaba una canción de Lucha Villa. Hasta que … fue en la misa, justo cuando al padre levantaba el cáliz, que Doña Flora cayó de bruces: un frío sudor le sacudió la médula espinal cuando vio a dos ángeles tomar de los hombros al padre Poncho. Y después, todo negro. Tan negro como la idea que, desde entonces, se gestaría en Flora para dar a luz a una desgracia inesperada. Con Poquita fe, David Izazaga nos ofrece una visión de los más jocosos e inverosímiles hechos sobre los que solo la fe puede dar constancia.

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POQUITA FE, DAVID IZAZAGA

D.R. 2014, Por la presente edición: Libros Invisibles.

D.R. 2014, Por la obra: David Izazaga Márquez.

Ilustración de tapa: Bea Ortiz Wario.

Primera edición, 2014

Proyecto gráfico: Libros Invisibles, servicios editoriales.

www.librosinvisibles.com

informes@librosinvisibles.com - 33 1482 2765

Guadalajara, Jalisco. México.

ISBN-13: 978-1500716332

Esta obra en versión ebook se terminó de editar en julio de 2014.

Hecho en México.

David Izazaga

POQUITA FE

COLECCIÓN EL GRAN CRONOPIO

LIBROS INVISIBLES

PUBLICAMOS MUNDOS POSIBLES

A Liliana

“El mentiroso experimentado sabe que la clave del éxito está en fingir bien la ignorancia de ciertas cosas. Por ejemplo de las consecuencias de lo que está diciendo. Es como hacer que sean los otros los que inventen”

—César Aira

Zirahuén vs El Peñón

La mañana que salí a llevar a la Central de Autobuses a la que todavía era mi novia lloviznó un poco, aún cuando no era temporada de lluvias. Cabañuelas no son, pensé. La Semana Santa estaba prácticamente encima. Había quedado de llegar por ella a las siete de la mañana, pues su camión salía a las nueve. Llegué antes de lo acordado, bañado y peinado. Ella me recibió, amable pero distante.

La noche anterior habíamos tenido una fuerte discusión: ella llevaba semanas intentando convencerme de que fuéramos con toda su familia al Peñón de Xalisco, playa cercana a la ciudad y en la que sus tíos poseían una gran casa a la que llegaban todos, como parvadas de patos canadienses, cada Semana Santa. Yo, que por un lado rehuía ese tipo de convivencias familiares le había confesado mil razones para no ir. Aparte, la verdad es que veía en ese viaje la oportunidad de quedarme soltero unos días y distenderme un poco de la relación. Esto último no se lo dije. Le dije que prefería que ella fuera sola y se la pasara bien, que yo tenía varios pendientes que resolver en la ciudad y nada de ganas de salir.

Pero la discusión no fue por eso. Fue porque, justo un día antes de su partida, mis amigos Noeled, Onarres y Aznarrac me abordaron con la extraordinaria idea de que debíamos pasar unos días al borde del paradisíaco lago de Zirahuén. Yo ni sabía que existía ese lugar, pero Onarres se encargó de narrarme aventuras y parajes extraordinarios que concluían con la leyenda de que en el lago habitaba un ser mítico llamado Zirahui.

Fue esa noche cuando le conté todo esto a mi novia y le informé que iría con mis amigos a Zirahuén, sin acordarme que antes había dicho que no quería salir de la ciudad en Semana Santa y que además tenía algunos pendientes que resolver. Cuando ella me lo recordó, yo minimicé el hecho y bailé de contento por mi próximo viaje. Y vino la discusión.

Al otro día, en la mañana que llegué por ella para llevarla a la Central Camionera, su cara me recordó la discusión de la noche anterior, a la que no faltaron reclamos de su parte porque prefería ir con mis amigos a un lago apestoso que irme con ella y su familia a la paradisíaca playa.

Salimos de su casa con un par de maletas que subí a mi auto y con dos horas de anticipación, que ciertamente era tiempo más que suficiente. Me sugirió que desayunáramos juntos y yo, como siempre he pensado en complacer a mis parejas, le dije que sí, que donde quisiera. No debía haber dicho eso, porque entonces ella sugirió: vamos al Tacotote. Yo odio el Tacotote porque desconfío, primero, de un lugar que esté abierto las veinticuatro horas (perdón, Aznarrac) y, después, de un restaurante en el que ofrezcan tacos de absolutamente todo.

Nos sentamos a las siete y media de la mañana en el Tacotote de Ávila Camacho: ella pidió cinco tacos de tripa, nana y buche y yo decidí comerme sólo las zanahorias en vinagre que habían colocado en un recipiente en nuestra mesa. Yo trataba de hacer pasar aquel como un día cualquiera, felices por la vida y ella parecía que regresaba del velorio de su madre, la que por cierto también iría al Peñón (de hecho se había ido una semana antes).

Fue cuando se terminó el último taco que, llena de valor, me dijo: “Voy a hacerte una pregunta, pero contéstamela con toda sinceridad”. Yo puse mi cara de “¡caray!, me extraña,” y afirmé con la cabeza. Y la lapidaria frase en forma de pregunta salió de su ronco pecho: “¿En algún momento has pensado en la posibilidad de casarte conmigo?”. Yo, como si me hubieran preguntado la hora e incluso antes de que ella terminara la pregunta contesté: No. Así: seco, directo y al hocico, como el hueso al perro.

A mi respuesta ella se encogió de hombros y con esa cara desencajada, como de virgen a la que le van a crucificar a Jesús, se subió al carro y así permaneció, casi cuarenta minutos, hasta que llegamos a la Central Camionera. Muchos años después aprendí que no siempre la sinceridad es lo que espera como respuesta el ser humano. Mucho menos si se trata de tu pareja.

Me metí al estacionamiento y cargué con sus maletas. Llegamos a la línea de camiones, mostró su boleto, pasamos al andén y luego de que estuviera a punto de subirse, volteó hacia mí y con una determinación irreconocible me dijo: “Entonces… yo creo que esto no tiene sentido ya, vámosle dejando hasta aquí”. No sé si esperaba escuchar de mis labios algo distinto, pero yo le dije que sí, con toda la sinceridad del mundo. El haberle dicho que no, hubiera sido hipócrita. Pero en esta puerca vida, está visto, muchas veces al decir la verdad hiere uno más que al mentir.

Ella se encogió aún más de hombros y su cara ya de plano me asustó, pues lo único que faltaba era ver brotar algunas lágrimas. Yo le di un beso en la mejilla, le desee buen viaje y me di media vuelta, dejándola al borde del escalón del camión.

Salí de ahí y crucé al estacionamiento. Mentiría si digo que canté y bailé como Fred Astaire, pero debo confesar que sí pasó por mi mente hacerlo. Subí a mi auto y me busqué el boleto del estacionamiento justo en el momento en que recordé que no traía un solo peso. La desesperación se apoderó de mí: ¿cómo iba a sacar de ahí mi auto? ¿Y si optaba por irme en camión hasta mi casa? ¿Con qué dinero si no traía? Estaba perdido. No sé de dónde saqué fuerzas para salir corriendo hacia a donde había dejado a mi ya ex novia, con la esperanza de que el autobús no hubiese partido. Corrí como nunca lo había hecho. Sudado, despeinado y con una cara de desesperación inédita llegué hasta el andén y subí al autobús, caminé lentamente por el pasillo buscando con la vista su rostro. Cuando la encontré y su mirada se encontró con la mía, un alivio me recorrió el cuerpo. Ella me vio y su rostro se iluminó hasta el grado de encandilar a los pasajeros. Me acerqué hasta su lugar y le dije: “dame veinte pesos para el estacionamiento”. En segundos su rostro pasó de reflejar la felicidad absoluta al desánimo más contundente. Sacó un billete y me lo dio. Yo le di las gracias y bajé del camión, caminando, aliviado.

Juro por lo más sagrado que fue hasta que me subí al auto y pagué el estacionamiento que me cayó el veinte: ¡claro!, su reacción habría sido porque seguramente pensó que me regresaba, arrepentido, a suplicarle que no termináramos. Me sentí muy mal, porque en verdad no había sido esa mi intención. Dos cuadras después me compré un tejuino con lo que me sobró del cambio del estacionamiento y me sentí mucho mejor.

En aquellos años que sucedió esto no había teléfonos celulares (y a lo mejor ni teléfonos fijos en El Peñón ni en Zirahuén), de manera que hoy pienso que quizá si los hubiera habido le hubiese llamado para ofrecerle una disculpa por lo que le hice creer.

De lo que nunca me acordé fue de regresarle su billete. Algunas noches, cuando me llega a dar algún remordimiento, pienso en mi chamarra negra de piel que nunca me devolvió. Y ya, me duermo plácidamente.

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