David Izazaga - Poquita fe

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Era un día normal para Doña Flora: se había levantado a las seis de la mañana y se había bañado mientras chiflaba una canción de Lucha Villa. Hasta que … fue en la misa, justo cuando al padre levantaba el cáliz, que Doña Flora cayó de bruces: un frío sudor le sacudió la médula espinal cuando vio a dos ángeles tomar de los hombros al padre Poncho. Y después, todo negro. Tan negro como la idea que, desde entonces, se gestaría en Flora para dar a luz a una desgracia inesperada. Con Poquita fe, David Izazaga nos ofrece una visión de los más jocosos e inverosímiles hechos sobre los que solo la fe puede dar constancia.

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Recordaba todo eso ahora, mirando el bote de leche casi consumido hasta la mitad. Salió de la cocina y dudó si entrar al baño o ya ir a asegurarse de que ella durmiera eternamente. En el baño tarareaba insistentemente una de sus piezas preferidas y mientras lo hacía le venía el recuerdo de su mujer, interrumpiéndolo cada que tocando el piano él llegaba justo a esa parte final de la pieza. ¿Cómo le decía?

—“Pero cómo eres imbécil. Sigue Do de nuevo y no Re, si es un rondó, idiota”.

Pero qué iba a saber ella de música, el caso era interrumpir, insultar. El maestro era él, qué iba ella a venir a enseñarle. Enojado, frunciendo el seño, entró azotando la puerta a la recámara en la que ya descansaba su mujer. Primero la vio de lejos, porque le pareció que respiraba, luego se fue acercando poco a poco, con mucho sigilo, y mientras lo hacía se acordó de que apenas ayer había entrado de manera similar a la recámara, en busca de su reloj que había olvidado en el buró juntó a la cama. ¿Cómo le había dicho?

—“Es el colmo contigo, con esas pisadas de mula cómo no me voy a despertar. Toda la noche en vela por culpa de tu maldito escándalo con el piano y cuando apenas quiero dormir un poco me despiertas, ¡bueno para nada!”.

La veía ahora más de cerca. Más todavía. Se atrevió incluso a sentarse al borde de la cama, se movió él, la movió a ella, y finalmente le puso un espejo cerca de las fosas nasales para asegurarse de que no respiraba. Luego se vio él en el espejo y alcanzó a reconocer una sonrisa que no conocía. Se sentía muy bien. Quien lo hubiera visto en ese momento, en lugar de creer tener frente a sí a un asesino, hubiese asegurado estar frente a un enamorado.

Ya iba a salir de la recamara, pero miró cómo ella se encontraba destapada, así que regresó y con un cariño y cuidado inéditos la tapó y todavía le dio un beso que incluso le llegó a gustar mucho.

Ya en la sala, se dio cuenta de que, desde que estuvo en el baño, no había dejado de tararear mentalmente la pieza aquella. Se aproximó al piano y comenzó a tocar.

Nadie, quizá, lo escuchaba, pero era seguro que estaba tocando como nunca lo había hecho. Sus dedos parecían rejuvenecidos, más flexibles que nunca, sus ojos se daban el lujo de cerrarse por momentos prolongados y sólo tres veces llegó a echarle un distraído vistazo a la partitura. Llegaba al clímax, y lo sentía por todo su cuerpo. Hubiera querido que nunca se acabara aquello, pero todo tiene un final y ya se aproximaba. Ya quería oír, como en todo gran final que se precie de serlo, la corona de aplausos a su espalda. Un frío sudor le recorrió el cuerpo cuando escuchó:

—Estúpido, era Do al final.

Arturo

“Son más de las seis de la tarde”, le acaban de decir a Alicia. Y ella, con esa cara de espectro que lleva, piensa que más de las seis pueden ser muchas horas. Cualquier hora, de hecho, es después de las seis. Se lamenta haberle preguntado a ese señor de gabardina, tan serio que se veía. Es más, casi está segura que su reloj ni servía, pero, caballero de gracia le llaman (y efectivamente es así), no quiso quedar mal y le calculó. Después de las seis. Si Alicia se hubiera acordado de que en el andén del metro hay reloj ya estaría evitándose todas estas disquisiciones. Teorizaciones ociosas. Bueno, ya está en el andén, a lo lejos ve el reloj. Se acerca Alicia a mirar la hora exacta: 6:19 P.M. Seis diecinueve, repite en silencio y su vista se pierde entre las vías y sólo reacciona cuando el tren ya está entrando en la estación.

En el vagón logra acomodarse en un asiento doble. Del lado de la ventana acomoda a su chiquillo: Arturo, un niño de dos años que no había aparecido sino hasta ahorita porque si su madre (Alicia), que es su madre (de Arturo) no se acordaba, menos nosotros que ni vela en la historia tenemos (creo). Además, con todos los pensamientos que están pasándole por la mente en estos momentos (es decir: en aquellos), se le perdona que ni le ponga atención al niño, que, por otro lado, viene encantando, porque no conocía el metro y no se pierde detalle de lo que va pasando por la ventana: los autos circulando por la avenida Miguel Ángel de Quevedo, antes Taxqueña (dato que el niño no tiene por qué saber), las personas cubriéndose de la lluvia con hules que quién sabe por qué benditas razones han aparecido segundos antes de las primeras gotas, en las manos del “todolovendo”, y le faltan ojos a Arturo para percatarse de lo que sucede también adentro: un vendedor ofreciendo una aguja con hilos, ensartador y dedal por la mínima cantidad de dos pesos, una pareja de novios que se derriten a besos, un señor mal encarado que ya se le antojó el beso y Alicia, de nuevo con la mirada perdida y con las lágrimas resbalándosele por las mejillas.

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