Arabella Salaverry - Impúdicas

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En nuestra lengua la letra "a" es marca por antonomasia de lo femenino.Arabella, poeta y narradora de abecedario completo, atraca su barca en este signo para entregarnos un abanico de historias de mujeres en "a": sus apelativos y sus amores; sus angustias, aromas y amaneceres.En "a", pero también en «la»: la impudicia de la rebeldía, la angustia de la espera, la terquedad de la muerte.

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No importa si es día de sol o de aguacero. Cada sábado, nuestra excursión. Caminos repletos de verde, praderas suaves, picos escarpados, potreros sedosos o ariscas montañas. Por todos andamos. Solo nos falta el mar. Si la lluvia en torrentes nos detiene buscamos resguardo en algún alero amable y allí, pegados, uniforme contra uniforme, sudor contra sudor, lycra contra lycra, hemos estado al borde del beso. Casi tan cerca del beso que duele. Otras veces si se traba la marcha de la bicicleta tu mano se acomoda al lado de la mía para ayudarme y siento a través del guante el latido de tu sangre atropellada tratando de saltar hasta mi mano. Pero no pasa nada. Se suspende el momento y no pasa nada. Otras veces cuando debemos cambiar una rueda acuclillados a la orilla del camino casi nos atrapa el abrazo. Pero no pasa nada. Nos reponemos del momento en un silencio espeso, y luego soy yo la que sigue hablando. Podría afirmar que te gusto, y mucho, que disfrutás oyéndome, porque la cita se repite cada sábado. Y cada sábado. Y cada sábado.

El viaje de hoy será de celebración: mi cumpleaños. Y el aniversario de nuestro primer viaje en bicicleta. Iremos hasta Moín. Donde el río desemboca en el mar. Nos empaparemos de mar. Será el último viaje. Me parece que suspenderé las excursiones. Así que no queda más remedio. Me parece que seré yo quien tome la iniciativa. Si mal no cuento, cincuenta y dos citas cada año. Porque cincuenta y dos semanas tiene el año. No, no creo que esté tan mal. No creo que esté para nada mal. Porque ya cumplo sesenta. Y en treinta años de viajar todos los sábados, ajustamos mil quinientas sesenta citas. No creo que esté tan mal. Tomaré la iniciativa.

Tal vez todavía podamos florecer, –aunque sea montados en una bicicleta–, a la orilla del mar.

Antonia

(la densa amargura de la pesadilla)

Las noches de Antonia turbias. Luchar contra el sueño que insiste estimulado por el golpeteo de las olas contra el tajamar, una, otra vez, rítmico, reiterado, y Antonia con los ojos abiertos, el peso en los párpados, las pestañas batiéndose, y el temor acechándola. Antonia no quiere dormir. Mejor quedarse allí, en el corredor donde se instala la luna y desde donde mira la extensión del mar sentada en la enorme mecedora que pende del techo, los pies sin tocar el suelo, rectecita, como una estaca, dificultosamente cierra el último botón del pijama eludiendo el sueño, que se vaya, no quiero dormir mientras la voz de su tía… Antonia, ya es hora, mamita, ¡a la cama! Y Antonia meciéndose insistente, más, más, como si quisiera volar sobre la extensión del agua y perderse después del horizonte y no dormir, no dormir nunca jamás.

Durante el día la vida es amable para Antonia. Especialmente las tardes. Después del almuerzo los frenos del camión que transporta el hielo la llenan de buenos presentimientos. Los oye frente a su casa. Unas tenazas asedian la marqueta, asombro de cristal donde se duplica cada flor del jardín y regresa transformada por la magia del reflejo; igual la hoja, el sol, las paredes, el rostro negro del hombre estridente que canta “only you” mientras sube con el pedazo de hielo por la escalera –la escalera interminable–, aferrándolo con las tenazas hasta depositar el diamante descomunal en el nicho de aluminio donde se guardan los alimentos para alejarlos del riguroso calor del Caribe. Entonces aparece la mano atenta de Miss Allison limpiando los restos de aserrín rojizo que lo cubre. La mano amorosa de Miss Allison cortando con el punzón decidido un trocito para ponerlo en el vaso de la limonada.

Le gusta ir al Parque en las tardes a recoger las flores de ilán ilán, –verdes estiletes que aprisiona en su bolso–, y perfuman el aire; le gusta mirar a los perezosos de mínimos movimientos, de siestas profundas colgadas de las ramas de los árboles de mango; le gusta el parque de las palmas reales con su aspiración de azul, los caracolillos que recoge de sus senderos; de regreso a la casa le gusta el té de las cinco, con un chorrito de leche evaporada y el pan de canela que Miss Cynthia lleva cada tarde, patty caliente, plantintá, pan bon, su atado blanquísimo en la cabeza resguardando las hogazas, el aroma del anís, la fruta confitada; o bien el paso de Caballero, ¡hay helado, caballero, buen helado, guanábana, crema, de piña, para la niña!, y Antonia, tía, por favor, solo un vasito, porfa, correr detrás de Caballero y comprar la delicia.

A Antonia le gustan los libros. Aún no sabe leer pero las figuritas, los dibujos y las letras con su magia la seducen. Cuando su tía está de buen humor, cuando no ha tenido un ataque de nervios, o cuando el bellergal ha hecho efecto, es cuando le lee historias que apasionan a Antonia. Cuentos de Hadas Orientales, Cuentos de Hadas Chinos, Cuentos de Hadas del Mundo… Los libros con sus dibujos a plumilla de tal belleza en sus curvas y arabescos, en sus líneas y puntos, que hacen innecesario el color. Otras veces, cuando la noche anterior no ha sido amable con ella, cuando el marido no aparece o la discusión corta como cuchillo, la tía prefiere quedarse encerrada en su habitación. Y era frecuente. Entonces Antonia camina en puntas de pie para no molestar.

En esos días nublados al terminar su trabajo Miss Allison la dejaba en el bazar. El bazar de una amiga de la tía. Allí había papeles brillantes, crayolas que olían a cera y a ultramar; había también encajes, agujas, alfileres y cintas de medir; lanas, hilos, mucho silencio y mucho cariño, pero sobre todo había libros. Libros de tapas duras, libros llenos de letras apretujadas, libros pequeños, libros enormes en donde las palabras flotan a sus anchas en la caligrafía antigua, libros con láminas, libros con dibujos, libros felicidad para Antonia, libros que reverenciaba. Y aquel lugar con su frescura de piedra antigua en la casona de tres pisos cercana al parque, de balcones repujados, de ventanas delgadas y altas en los pisos superiores para esconder siestas y amores, sus espacios oscuros y acogedores en el piso de abajo, era el altar mayor en donde se podía vivir la maravilla resumida en una multitud de libros. Así que el encierro de la tía no significaba problema. Era más bien el pasaporte para ir al bazar a revisar, tocar, mirar y soñar gracias a los libros expectantes en las repisas y hasta donde no llegaba el llanto desmesurado de la tía, sino la tranquila presencia del mar.

Esa tarde la tía mal, sollozos detrás de la puerta, Miss Allison com on, bieby, com with mi, lets teik a wak, de la mano de Miss Allison hasta el bazar, para no empaparse con lágrimas ajenas, no estaba la amiga de la tía solo el empleado que acomodaba lápices de colores, cuadernos, siéntese allí, espere, ahí, sí. No hay cuidado, no, no importa, yo me hago cargo. Los libros en los altos estantes y bueno, Antonia, chiquita, se puede sentar en esa silla. No, no se preocupe, ahorita viene la señora, mientras tanto yo la cuido, sí vaya tranquila, ella no molesta. Y Miss Allison que se aleja por la calle ancha y se pierde en la verde espesura del parque. Y Antonia que quiere mirar los libros, rápido, no vaya a ser que se la lleven de regreso y el empleado venga ya terminé, venga, chiquita, le leo un cuento, siéntese aquí, en mi regazo, ¿Cuál quiere? ¿Le gusta este? Y Antonia acomodándose como un animalito en la protección del hombre dispuesta a transitar por el libro de tapas rojas, la mujer de alto sombrero, cabellos larguísimos flotando alrededor, ella quiere tener el pelo así, qué bonito, en lugar del pelo corto, tan corto porque hace calor, y es más higiénico dice la tía, y la túnica al aire paseándose por las páginas sedosas con ese olor penetrante a nuevo, el hombre que la sujeta por los hombros y la niña ajena a segundas intenciones, quédese callada, chiquita, yo le regalo el libro, y la mano ascendiendo por el muslo delgadito de Antonia, y Antonia con el grito atravesado, y el brazo que oprime aún más los hombros, el aliento caliente y hediondo pegado a su cara y la mano áspera, parecida a la lija, que invade los rincones tibios de Antonia, y Antonia asustada, no sabe si gritar, si salir corriendo y permanece inmóvil aterida por el miedo y nadie cerca y la mano que insiste y el dolor que traspasa el cuerpo pequeño y Antonia que salta del regazo impropio, corre por las calles atardecidas hasta llegar a la escalera interminable de su casa en donde ese día como muchos otros le corresponde caminar en puntas de pie.

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