Nathaniel Hawthorne - Wakefield

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Jorge Luis Borges creía que en los cuentos de Nathaniel Hawthorne se inaugura el modo particular de ensoñación del cual surgirá el lenguaje oceánico de Herman Melville, las pesadillas de Edgar Allan Poe y las alucinaciones de William Faulkner. De hecho, cuando se les pidió a seis escritores argentinos que nombraran sus relatos predilectos, Borges escogió sin vacilar el «Wakefield» de Hawthorne, una «breve y ominosa parábola» que prefigura el mundo de Kafka, autor que a su vez «modifica y afina la lectura de 'Wakefield'».

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Ojalá pudiera escribir un libro entero sobre esto, en vez de un texto de unas pocas páginas. Si así fuera, podría mostrar cómo cualquier influencia fuera de nuestro control mueve con pesada mano todos nuestros actos y cómo va disponiendo las consecuencias de esos actos en un férreo entramado de inevitabilidad. Wakefield está sometido a un embrujo. Debemos dejarlo unos diez años rondando cerca de su casa como alma en pena, sin cruzar una sola vez el umbral, manteniéndose fiel a su esposa con todo el cariño del que es capaz su corazón, al mismo tiempo que él paulatinamente se va borrando del corazón de su mujer. A estas alturas, hay que subrayarlo, ya hace mucho tiempo que el hombre perdió la noción de lo extraña que es su conducta.

Ahora, un espectáculo: en medio del gentío de una calle londinense vemos a un hombre ya entrado en edad, con pocos rasgos distintivos que llamen la atención de un observador distraído, pero que exhibe en su aspecto la marca escrita de un destino singular, visible a los que la pueden descifrar. Se ve raquítico, su frente baja y estrecha está surcada de arrugas profundas, sus ojos, pequeños y opacos, a veces escrutan a su alrededor con miedo, pero más a menudo parecen estar mirando hacia su propio interior. Lleva la cabeza gacha y se mueve a pasos indescriptiblemente oblicuos, como si evitara desplazarse de frente ante el mundo. Mírenlo por un rato para comprobar lo que hemos descrito y verán que las circunstancias, que a menudo forjan hombres notables a partir de la materia ordinaria de la naturaleza, han producido uno de ellos en este caso. Luego, dejándolo desplazarse de medio lado por una vereda, dirijan la vista al lado opuesto, donde una mujer voluminosa, claramente en el declive de su vida, se encamina a la iglesia cercana, con un libro de oraciones en la mano. Tiene el aspecto plácido de la viudez bien asentada. Sus pesares ya se desvanecieron, o bien se convirtieron en parte tan esencial de su corazón, que sería un mal trueque cambiar esos pesares por alegrías. En el preciso momento en que el hombre enflaquecido y la mujer gruesa van a cruzarse sin verse, se produce una breve obstrucción en el tráfico callejero, lo que pone a las dos figuras en contacto directo. Sus manos se tocan, la presión de la multitud empuja el pecho de ella contra el hombro de él. Ahí se quedan, cara a cara, mirándose a los ojos. Después de diez años de separación, así se encuentra Wakefield con su mujer.

El gentío se mueve y, al deshacerse, los aparta. La calmada viuda retoma su camino hacia la iglesia, pero llegando al portal hace una pausa y echa una mirada perpleja a lo largo de la calle. Sin embargo, entra al templo, abriendo al ingresar su libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con una cara tan distorsionada que los londinenses –por lo general ocupados solo de sus asuntos– se detienen a mirarlo, corre a su departamento, cierra la puerta con llave y se deja caer sobre la cama. Sus sentimientos contenidos durante años se desbordan y su mente debilitada absorbe un poco de vigor de esa fuerza emocional. Toda la extravagancia miserable de su vida se le revela de golpe, y grita, exaltado: «¡Wakefield, Wakefield, estás loco!»

Bien puede ser cierto La singularidad de su situación debe haberse - фото 6

Bien puede ser cierto. La singularidad de su situación debe haberse compenetrado tanto en él que nadie podría afirmar que estuviera en sus cabales, si uno toma como referencia a sus semejantes y a lo que se entiende comúnmente como vida normal. Se las había ingeniado (o más bien le había sucedido que así se dieran las cosas) para separarse del mundo –desaparecer–, renunciar a su sitial y sus privilegios entre los vivos, sin estar todavía entre los muertos. Su vida no es comparable con la de un ermitaño. Igual que antes, se encontraba en medio del trajín de la ciudad, pero el gentío pasaba sin verlo. Se encontraba, podemos decir de manera figurada, próximo a su hogar y a su esposa, pero sin poder sentir el calor de uno ni el cariño de la otra. Wakefield estaba destinado como nadie más a mantener su cuota de afectos, a mantenerse involucrado en asuntos humanos, pero al mismo tiempo estaba condenado a perder toda influencia recíproca en ellos. Sería muy curioso rastrear los efectos de esta situación en su corazón y en su intelecto, por separado y en unísono. Aun así, habiendo cambiado tanto, tenía escasa conciencia de su transformación y creía ser el mismo de siempre. Es cierto que a veces vislumbraba la verdad, pero solo por un momento, y seguía diciendo «¡Pronto volveré!», sin detenerse a pensar que llevaba veinte años diciendo lo mismo.

Me imagino también que en retrospectiva esos veinte años le parecerían apenas - фото 7

Me imagino también que, en retrospectiva, esos veinte años le parecerían apenas un poco más largos que la primera semana planeada. Consideraba que su ausencia era apenas un interludio en el transcurso central de su vida. Cuando pasara un poco más de tiempo, cuando él considerara que era hora de entrar de nuevo a su sala de estar, su esposa lo iba a aplaudir de pura felicidad al ver otra vez al envejecido señor Wakefield. Qué error más lamentable. Si el tiempo se detuviera a esperar que salgamos de nuestras locuras favoritas, todos llegaríamos jóvenes al día del juicio final.

Un atardecer, veinte años después de haber desaparecido, Wakefield toma su caminata de costumbre en dirección a la casa que todavía considera suya. Es una noche de otoño, corre una ventolera y caen chubascos imprevistos que golpean el pavimento y se esfuman antes de que uno logre abrir un paraguas. En una pausa, estando cerca de la casa, Wakefield distingue, por la ventana de la sala del segundo piso, el resplandor rojizo, el destello luminoso e intermitente de una plácida lumbre en la chimenea. En el cielo del dormitorio se proyecta la sombra grotesca de la buena señora Wakefield. Su gorro de dormir, su perfil y su ancha cintura forman una caricatura admirable que, además, baila con el sube y baja de las llamas, casi demasiado alegremente para corresponder a la sombra de una viuda de su edad. En ese momento, se levanta un viento inoportuno y cae un repentino chubasco que golpea de lleno en la cara y el pecho de Wakefield. El hielo otoñal le cala los huesos. ¿Se va a quedar ahí, mojado y tiritando, cuando en su propio hogar hay un buen fuego donde calentarse, cuando su propia esposa correrá a traerle la camisa de dormir y las calzas grises que ella, sin duda, habrá guardado cuidadosamente en el closet de su dormitorio? No, Wakefield no es ningún idiota. Sube los escalones, con esfuerzo –porque en veinte años se le han anquilosado las piernas, aunque él no se dé cuenta. ¡Alto, Wakefield! ¿Tienes la intención de entrar al único hogar que te queda? Si es por eso, mejor métete en una tumba. La puerta se abre. Al pasar, alcanzamos a ver su cara y reconocemos la sonrisa pícara que fue precursora de la pequeña broma que por tanto tiempo le ha gastado a su esposa. ¡Qué despiadadamente se burló de la pobre mujer! Bueno, le deseamos a Wakefield unas buenas noches.

Este feliz desenlace, suponiendo que fuera feliz, solo podría darse sin premeditación. No vamos a seguir a nuestro amigo después de que cruza el umbral. Nos ha dejado mucho para meditar, y de ahí vamos a sacar algo de sabiduría para extraer una moraleja y para formarnos una imagen cabal de todo esto.

En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso, los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema –y los sistemas, a su vez, se ajustan a otros sistemas y a la totalidad– que, por el solo hecho de dar un paso al costado, el hombre se expone al pavoroso riesgo de perderse para siempre. Tal como Wakefield, ese hombre puede convertirse, por decirlo de algún modo, en el paria del universo.

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