Giles Smith - Lost in Music

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Desde muy joven, Giles Smith se sintió atraído por
el universo del pop: por las canciones que sonaban en la radio, por los conciertos en directo que veía en la televisión, por los singles de siete pulgadas que compraba o hurtaba, por la iconografía pop, los peinados estrambóticos, las guitarras eléctricas Empezó a comprar discos, a clasificarlos y atesorarlos, a imitar a sus ídolos, a Marc Bolan de T. Rex, sobre todo, y a tocar en grupos de escuela, mientras soñaba en convertirse en una estrella del pop. Creció en la anodina ciudad británica de Colchester, donde jamás nació músico alguno, donde lo más memorable que jamás sucedió en relación con el pop es
la anécdota apócrifa que cuenta que los Beatles se detuvieron a comprar caramelos en una tienda de ultramarinos de camino a un concierto. Su amor por el pop le llevó a tocar, tras un errático periplo juvenil en bandas amateur que nadie contrataba, en los Cleaners from Venus, un grupo que nunca llegó a nada y que, a pesar de lograr fichar para RCA en Alemania, no trascendió. Pero grabaron un disco, que, a la postre, es lo que cuenta. Un disco cuya grabación se hizo en un tugurio con un equipamiento técnico lamentable y donde el grupo a veces pernoctaba. Pero nada importaba. Solo el disco.
Grabar un disco. Esta es la historia de un fracaso y de un amor indeleble. Con un humor finísimo, Smith evoca sus sueños de juventud, los grupos en los que tocó, los discos que escuchó y coleccionó, los años en los que, en definitiva, desarrolló una pasión inextinguible por la música popular y su cultura.

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¿Tenía que ver con el sexo? Creo que en parte no era algo tan sensual como masculino. No estaba tan interesado en acostarme con Marc Bolan como en pegar artículos recortados sobre él en mi libreta especial de T. Rex y en dibujarle intentando reproducir con exactitud la forma de su guitarra. No sentía un deseo hacia él que latiera tan fuerte como mi deseo de coleccionar sus discos, guardarlos juntos en un estado impecable y etiquetarlos con rotulador con el nombre del artista y la canción en la esquina superior izquierda de la funda, el número de disco en la esquina superior derecha, una enorme «G» mayúscula en la parte superior central, un par de paréntesis simétricos y de estilo barroco a ambos lados del agujero central de la funda y con la siguiente frase escrita alrededor del agujero en grandes letras mayúsculas: «ESTE DISCO PERTENECE A GILES SMITH». Me temo que lo que empezó con Bolan define una parte sustancial de mi relación con el pop. No hay muchas cosas tan relacionadas con la pasión y tan francas en su emotividad como la música pop; por otra parte, tampoco hay nada como ella para sacar el bibliotecario que llevo dentro.

Pero, más allá de este reflejo, nunca fui consciente de querer tener con Bolan un rollo amoroso preadolescente. La excitación que sentía en cuanto aparecía en Top of the Pops —una especie de agitación nerviosa, en la parte baja del estómago, justo al límite de lo desagradable— y que me daba energía para media o una hora de actividad frenética en la libreta de dibujo, o para poner sus discos una vez tras otra; una excitación en la que yo desaparecía por completo, o eso esperaba. En esos momentos mágicos no me imaginaba con Bolan, sino como Bolan; lo cual, bien pensado, habría complicado nuestra unión.

Mi fanatismo por Bolan tenía que soportar las burlas continuas de mis hermanos; tenía tres, y ninguno formaba parte del público objetivo de Bolan. Escuchaban a Free, Led Zeppelin y los Rolling Stones, y se creían muy listos por hacerlo. De todas formas, sus burlas solo servían para reafirmarme en mis creencias. El mayor, Nick, que tenía veinte años, se tomó la molestia de enviarme cartas desde la universidad mofándose de Bolan, con frecuencia usando el estilo de los libros de Molesworth de Geoffrey Willans. «Marc Bolan es un blandengue llorica», escribió. «Le aborrezco con toda mi alma.» Yo le escribí en respuesta: «Van Morrison es un hippie».

Mientras tanto, Jeremy y Simon, en plena adolescencia, perfeccionaron una versión exagerada y aguda del grito característico de Bolan («¡Au!»), que proferían burlones cada vez que me veían. Su campaña de desdén se intensificó cuando salió «Telegram Sam», que sonaba casi igual que «Get It On». «Todas sus canciones suenan igual», gritaban al unísono. «No vale nada.» Se equivocaban de cabo a rabo. La innovación no era algo que yo buscara tanto como la coherencia. Me gustaba «Get It On», así que cuanto más se parecieran a ella los demás singles de Bolan, mejor para mí.

Teniendo en cuenta las horas de diversión que les proporcionaba a mis hermanos mi obsesión por Bolan, estaba claro que les interesaba animarme a seguir con ella. Y si no hubiera sido por ellos, nunca habría descubierto el programa Power Play de las tardes en Radio Luxembourg, donde ponían una misma canción cada hora durante una semana. Por las tardes, Radio Luxembourg era una proporción de ocho partes de interferencias por dos partes de recepción. Parecían estar representados la mayoría de los países europeos en sus constantes charlas de fondo oídas por el cruce de líneas. De vez en cuando, la señal se disparaba y sonaba horrible por la distorsión, pero luego volvía a la normalidad. Sin embargo, yo inclinaba la cabeza hacia el transistor de mi hermano y escuchaba, antes de su lanzamiento en Gran Bretaña, «Jeepster» de T. Rex entremezclada con la previsión meteorológica marítima noruega. Luego esperaba una hora y volvía a escucharla, esta vez entorpecida por la señal horaria finesa. Se oían los riffs claros y beligerantes de Bolan. También la batería, palmadas y pataleos. Como todos los singles de T. Rex, la grabación pretendía sonar cercana y directa. A pesar del caótico ruido blanco de Radio Luxembourg, me hablaba.

Quizá es un poco raro decir que una canción de Marc Bolan «me hablaba», teniendo en cuenta lo poco que yo entendía de lo que decía. Las letras de «Metal Guru» y «Telegram Sam» no tenían ningún sentido interpretable para mí, pero eso no me impedía pensar que eran poderosamente comunicativas. Estaba claro que no ayudaba el hecho de que yo era muy inocente. Escuché mal una frase de «Get It On», creyendo entender «Es tan suya y dulce». Como Nick me aclaró más tarde, lo que cantaba en realidad Bolan era «Estás sucia y dulce». Ahora me doy cuenta de que Bolan era o extremadamente misterioso o explícitamente sexual, y no había punto medio. El estribillo de «Get It On» incitaba a la chica que estaba «sucia y dulce»: «Hagámoslo, dale fuerte, hagámoslo». «Hot Love» parecía más el título de una película para adultos que una canción pop, además de que incorporaba exhalaciones de tono subido. «Jeepster», en la que se escuchaba la desconcertante frase: «Chica, no soy más que el cachivache [ jeepster ] de tu amor», finalizaba con otra más explícita («Voy a chuparte»), seguida de jadeos coitales que culminaban en un penetrante gemido orgásmico. Para las adolescentes que coreaban a gritos el nombre de Bolan y se ponían histéricas cuando le veían, estas palabras y gritos primarios debían de ser de lo más emocionante y prometedor. Yo no gritaba. Era indiferente y, en cualquier caso, me encontraba demasiado ocupado archivando los discos y colgando fotografías.

Cuando salió a la venta el single de «Jeepster», yo ya tenía tocadiscos propio. Mis padres, hartos de que cada vez que querían poner sus discos siempre se veían obligados a retirar del tocadiscos el single de «A Windmill in Old Amsterdam», mi EP de Tubby la Tuba o esa abominable versión pirata de la banda sonora de El libro de la selva , me habían regalado un Murphy F4 que había pertenecido anteriormente a mi tía Eileen. Poco mayor que un LP, poseía una rudimentaria plataforma giratoria de plástico dentro de una pequeña funda de cartón rosa, todo ello aderezado con un asa anatómica y cierre con corchetes a presión metálicos. Había que poner la aguja en el disco con la mano y con bastante frecuencia acababas poniéndola por error sobre la alfombrilla de fuera del disco, donde aullaba en señal de protesta.

Se trataba de un modelo de tocadiscos portátil, aunque estaba claro que era imposible andar por ahí cargándolo mientras estaba en funcionamiento. En cualquier caso, si eras un cohibido niño de nueve años, nunca habrías permitido que te vieran en público con algo que parecía la maleta de viaje de Barbie. Para lo único que servía (y supongo que es lo que convenció a mi tía) era que, una vez que te cansabas de escuchar tus discos de Ray Conniff y Perry Como en la sala de estar, podías coger el aparato, llevártelo al dormitorio y retomarlo allí.

Una característica importante del Murphy F4 era —y estoy dispuesto a defenderlo con vehemencia ante cualquier jurado de especialistas en electrónica— su extrema amortiguación. No estoy seguro de cuál sería el término técnico para esto, aunque es posible que sea algo como «ratio de desestabilización del plato» o «parámetro de interfaz aguja/surco». Es más, sin duda existen cientos de pruebas de fábrica que recurren a túneles de viento, superficies de acero vibratorias y copias de Love Over Gold de Dire Straits para probarlo. Yo hice una prueba, una única prueba, y cuando alabo la estabilidad del Murphy F4, es decir, cuando saltaba de la cama, pegaba un brinco sobre el suelo y caía de rodillas de la forma que había perfeccionado Marc Bolan tal y como lo había visto en televisión (aunque él en lugar de una cama usaba la tarima del batería y, en lugar de en casa, estaba sobre el escenario en una sala no especificada y el suelo era brillante, en lugar de estar enmoquetado, lo cual le permitía deslizarse con la boca abierta hacia la cámara de rodillas), las vibraciones producidas al aterrizar no hacían que saltara la aguja sobre la galleta del disco —un problema que luego sí tuve con el Ferguson, ese que Jeremy me cedió precipitadamente (olvidando mencionar ese fallo de diseño)—.

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