Mery Yolanda Sánchez - El atajo

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Una promotora de lectura es enviada a visitar las bibliotecas de varios municipios perdidos entre manglares y ríos en el sur del Pacífico colombiano. Este libro es el relato íntimo y brutal de las marcas que deja el olvido del Estado en cuerpos y territorios. « Este libro es otra cosa. No por experimentación o exploración, sino por la dolorosa honestidad que lo obliga a resignarse a su necesidad, a su espanto, a la realidad que se cierra a su alrededor „fuertemente como una mano“. Este libro es íntimo y brutal, secreto y abierto, sueño y realidad, deseos destrozados y abismo público: crónica, denuncia, testimonio, diario, informe, conjuro… ¡y pesadilla! Nuestra realidad reclama un esfuerzo formal semejante, para poder ser contada, vivida, sobrevivida, sufrida, ya que no es ni siquiera una vida propicia a la vida misma, pues ni la favorece ni la dignifica. Sólo exponiéndose a ella se podrá saber de qué se trata. Así, esta novela sea, tal vez, una advertencia.» —Santiago Mutis

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DOS

Sandra me propone la tutoría, ella no puede viajar. Me aturde la situación económica y acepto. Sí, abandonar una silueta en el techo de mi habitación que al intentar borrarla se acentuó más.

El último día del curso de inducción, ya iniciados los trámites contractuales, recibimos el listado de los municipios que debíamos atender.

Ángela dijo: ¿Sabe lo que le correspondió? Sí, el litoral de Nariño, bajó la cabeza. Allá hay guerrilla, paramilitares y malaria.

Ya no podía dar marcha atrás. Una mujer de ojos claros, que se apretaba los pantalones más arriba de su cintura para no perder el meridiano dijo: No estamos muy seguros de la ruta, usted mire y nos cuenta.

No había nada por revisar, eran las diez poblaciones con bibliotecas públicas en la costa del Pacífico nariñense. Por distantes entre sí, debía visitarlas en su totalidad. No tenía alternativa.

Escogí cuentos clásicos, imaginé los recorridos de Alicia para cruzar espejos de papel. Encontraría seguidores de Pinocho y Caperucita Roja. No podía desalentarlos. Además, era preciso detener a Mambrú.

Busqué la vacuna contra la malaria y no la encontré. Fui a la primera dosis contra el tétano. Con el pinchazo que evitaría la fiebre amarilla, inicié el viaje.

El pulmón izquierdo se contrae y duele, en mi sexo punza una aguja caliente. Entra, rompe. El corazón se detiene con intervalos de dos minutos. Atravieso cortinas de fuego. En una habitación encuentro al señor A. La sangre sale de su boca y salpica mi ropa. Balancea su pierna derecha. Su izquierda llega hasta la rodilla. Es una verruga mal cosida, un labio enrevesado, mal maquillado. Allí se quedaron los rencores sin gritar, los besos sin dar. Su ombligo está lleno de hormigas, caminan en fila, bajan y entran por su sexo. Pronto salen cabizbajas. Han dejado sus cargas donde la uretra duele y especula. Su espalda está quemada. Sus uñas fueron arrancadas. Con ellas se perdieron trozos de tierra. Las huellas ya no pertenecen a su documento de identidad. El señor A. me señala la ventana y, mientras levanta la copa de mi desconcierto, hace un gesto para que salte. Alcanzo a medir la distancia hasta el pavimento y lo miro. Le suplico, le imploro. Ríe, se marcha. Al otro lado lo esperan. Se acostumbró a los verdugos, a llevar su dosis de dolor en una sonrisa.

Consuelo recomendó: Prepárese para ir a un viaje de alto montañismo. Lleve fósforos, linterna, ropa sintética, algo para los zancudos. Mejor dicho, hable con Elsa, ella tuvo que dormir inclusive en la carretera.

Compré mapas. Diseñé recorridos. Los municipios que aparecían en unos planos desaparecían en otros. Por error de una funcionaria, no se tuvo en cuenta la ruta que envió el bibliotecario de San Andrés de Tumaco. Viajé por el primer itinerario que entregué.

Cuando cambié el cheque de los viáticos, aumentaron las inquietudes. Durante veintiún días debía llevar conmigo el dinero en efectivo. Tal vez no encontraría cajeros automáticos ni sucursales de banco. Miré las cuatro esquinas de mi cuarto, conté las grietas de mis manos y solo un montón de hilos sueltos se desprendían de las telarañas. Una lista donde lo único con vida eran las pulgas que brincaban en el colchón.

Elsa me cita en una biblioteca mayor, mira mi indumentaria y aprueba mis botas para el camino. Había padecido un naufragio donde murieron once personas, las mismas que se habían burlado de ella por usar salvavidas. Recordaba que, mientras se hundía, sacaba a flote su contrato de trabajo. Antes de despedirnos, Elsa advierte: Los naufragios se deben a los sobrecupos y a que la gente no usa salvavidas, hay mucha irresponsabilidad en este tipo de transporte, la gente es muy fresca.

Papá dice que uno termina la vida contando los mismos dos amigos. Que no hay muchos pasos por desandar. Sandra escribe noches en su cuaderno de juventud. Habla de literatura clásica y se empeña en la arquitectura urbana de sus planos, que nunca serán reconocidos porque traza los puentes con palabras colgantes. Consuelo envejece como empleada, en su cabeza tiene las cifras, producto de un marco lógico, sobre estadísticas de lectura en nuestro país, que solo ella entiende. Elsa, tranquila y pausada, continuará con el aumento del vidrio en sus anteojos mientras elabora informes oficiales. Ángela seguirá por la zona sur de Nariño con sus artesanías y su trabajo como tutora. Le gusta jugar a teatrera y sabe cambiar de nombre y oficios. Ordeno un cuarto de mi medio siglo en desventura para ubicarlas: ellas quedarán en sus asuntos. Cada una evolucionará según sus expectativas y pronto se olvidarán de mí. En adelante, soy el contrato 219 y para los registros de impuestos y seguridad social me conservaré número de ciudadanía. Ser vivo matriculado dentro del orden y el sistema.

TRES

La hora indicada. Su inicio o su fin. Salgo al aeropuerto. La noche aún no concluye y ya estoy en Palmira. Algo pesa, no logro darle nombre. Dos horas después, en Cali, en casa de una amiga. Dentro de mí, cientos de lobos asustados. Pasa el día en reencuentros inesperados. Unos ven mi viaje como un paseo, otros ofrecen los mejores deseos para la travesía. Al atardecer, en la altura de San Antonio, la ciudad abre sus lucecitas; nosotros, una botella de vino. Yo, en salto sin garrocha, ya había caído al centro del Mar Pacífico.

Al día siguiente, de nuevo en la terminal, rumbo al aeropuerto. En la mitad del recorrido, un retén. El interrogatorio de rigor. La tocadita, por si las moscas. Los ropajes revueltos y ellos se suben al campero y, gracias, ya pueden irse. Un paisaje oscuro. Caen gotas de lluvia y el colectivo se desliza raudo. De pronto, una sirena. Frente a nosotros una patrulla y, por favor, una requisa, y otra vez: Abran las maletas. Somos sospechosos por vacilantes, por perplejos en el abrir y cerrar de las valijas. Pasajeros que se aventuran cada uno en su tarea, algunos en la cuerda rota del destino.

¡Vaya con Dios, sea fuerte, firme! ¡Y no rompa la fila sin permiso!, gritan las madres a los que van a defender la formación. La inquebrantable línea fija. Después recogen una medalla en una bolsa negra. No hay preguntas, solo una foto y, en el vestido, una pena que enorgullece. La rutina se repite en tres horas para gritar, siete para llorar y el tiempo de sobra para suplicar. En la mitad de la carne las bocas insisten en morder, en borrar memoria. La maquinaria aprieta tobillos, prolonga convulsiones hasta los abismos que cuida Dios y las madres mueren por segunda vez sus partos. No saben si obran a favor o en contra de su religión. La misma doctrina que les evita su sentido común.

Palmira

En la sala de espera algunos afrodescendientes van a Guapi, Cauca. Dos señores de caras duras: ¿Para dónde va?, ¿por qué va a la región? Dicen que hace poco salió el alcalde de El Charco en un servicio de aerotaxis. Primer error de la ruta: no era necesario entrar por el departamento del Cauca.

Al pasar los controles, una mujer de seguridad encuentra mi cámara: Tómeme una foto. Señorita, la cámara no tiene pilas. No sabía tomar fotos, la había comprado el día anterior y llevaba conmigo las instrucciones.

A bordo se nos informa de una revisión técnica. Quince minutos después, despegamos. El avión de veinticinco pasajeros produce el ruido de un tractor. Las miradas se encuentran en los vacíos. Extraños, cada cual en su propia oración. Vamos en un pájaro pequeño. Practico algo que había escuchado años atrás: los niños no tienen preocupaciones, por eso en los accidentes se salvan, sus cuerpos se acomodan al espacio que los recibe. Debía aferrarme a esta teoría como a una norma de vida. Relajarme no solo en los desplazamientos, sino en cualquier circunstancia. Me pego al asiento con la única luz de mis ojos: la esperanza que invento.

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