Alberto Vazquez-Figueroa - El destructor del Amazonas

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Casi cuatrocientos mil millones de árboles del «pulmón del planeta» arden por la codicia de quienes aspiran a obtener beneficios económicos a corto plazo.El presidente populista del Brasil, Jair Messias Bolnosaro, ha sido capaz de decir: «Es una lástima que nuestra Caballería no haya sido tan eficaz como la estadounidense, que supo exterminar a los indígenas», alimentando los desmanes de empresarios y políticos que destruyen el Amazonas de manera irreversible.La genial protagonista de Años de Fuego recorre esta vez el Amazonas en una historia magistral de denuncia escrita por el maestro de la novela de aventuras que ha viajado en persona muchas veces por los escenarios que en ella se describen.Alberto Vázquez-Figueroa aporta soluciones originales y sorprendentes para poner fin a una de las mayores catástrofes ecológicas, que está ocurriendo ante la estúpida pasividad de quienes no son conscientes de que están asistiendo a su propia ejecución.

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En un principio los nativos se mostraron renuentes a la idea de subir a un barco temiendo que se los llevarían a una de las siniestramente famosas reservas indígenas creadas por el gobierno de Bolsonaro en las que acababan muriendo de hambre o tuberculosis y fue necesario demostrarles su buena voluntad proporcionándoles ropa y alimentos.

Durante un buen rato aún intentaron resistirse, pero lo cierto es que se encontraban agotados, hambrientos y asustados, por lo que acabaron por aceptar, acurrucándose en cubierta, lo más lejos posible de la sala de máquinas.

Para los «ahúnas» su ruido venía a ser equivalente al rugido de un demonio anunciando el apocalipsis.

Sabían que cuando aquel ronroneo metálico se propagara sobre las copas de los árboles venciendo el trino de las aves o los gritos de los monos al poco aparecerían hombres con armas y antorchas.

Y los hombres con armas y antorchas han sido siempre preludio de muerte, destrucción y cenizas.

–Me gustaría hablar con ellos… –señaló Violeta.

–Mañana. Ahora lo único que conseguiría sería intimidarlos. Si a veces me intimida hasta a mí, ¡imagínese lo que les ocurriría a quienes nunca han visto a una mujer de su tamaño! Déjelos descansar y la semana que viene los desembarcaremos en Güiría, donde hay un puesto del «Funai» en el que se encontrarán a salvo.

–¿Qué es el «Funai»?

–La «Fundacional Nacional del Indio». Ha sido de vital importancia para su bienestar durante mucho tiempo y aunque ahora los están desmantelando, aún queda gente honrada que sigue el ejemplo de los hermanos Vilas-Boas.

–Algo he leído sobre ellos.

–Orlando, Claudio y Leonardo fueron «Los Tres Mosqueteros» brasileños, los que se sacrificaron y pusieron en peligro sus vidas a la hora de proteger a tribus que jamás habían tenido contacto con la civilización. Pero me temo que el principal objetivo de la nueva administración es enterrar su legado.

–¿Realmente cree que podemos hacer algo a favor de los indígenas cuando tenemos que enfrentarnos al presidente del país? –quiso saber Bernardo Aicardi, que todo ese tiempo había escuchado en silencio pero sin perder detalle.

–¿Enfrentarse cómo?

–Como sea. Incluso por la fuerza.

El capitán Rodrigo Andrade pareció a punto de lanzar un reniego pero se lo pensó dos veces y tardó casi un minuto en responder:

–Usted perdone, pero soy brasileño y me está preguntando si un italiano barrigón y una chilena pechugona están en condiciones de enfrentarse por la fuerza al presidente de uno de los mayores países del mundo… ¿Qué opinaría si le tiro al río para que se lo coman las pirañas?

–Que estaría en su derecho.

–Me alegra oírlo. A la próxima estupidez de ese calibre lo haré –se volvió a Violeta con el fin de señalar–. Y perdón por el lenguaje.

–No me molesta el lenguaje; me molesta que crea que soy pechugona.

–Lo que creo es que tiene usted los pechos más bonitos que he visto.

–Gracias.

–Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios, y a usted lo que está a la vista que es de usted. Y hablando del César; mañana entraremos en los territorios de don César Vargas.

–¿Y ese quién es?

–El mayor plantador de soja de esta zona.

–Me gustaría saber algo más sobre la soja.

–¿Nunca se cansa de preguntar?

–Soy mujer.

–Respuesta acertada. ¿Qué quiere saber?

–Todo lo que sepa.

–¡De acuerdo! Por lo que sé la soja es una de las causas del empobrecimiento de los suelos, la contaminación de los ríos y la eliminación de la agricultura tradicional. Pero resulta muy barata y se utiliza para la producción de biodiesel, así como de harina para piensos con destino a la cría industrial de animales con destino a la comida basura; es decir los que producen carne, leche y huevos de pésima calidad.

–¿Qué quiere decir con eso de «pésima calidad»?

–Estamos hablando de vacas, cerdos o gallinas que pasan toda la vida en espacios cerrados sin respirar aire puro ni haber visto una brizna de hierba fresca –el capitán Andrade hizo un gesto con la mano como exigiéndole un cigarrillo y mientras lo encendía puntualizó–: En pocas palabras, la soja significa lo mismo de siempre: el enriquecimiento de unos pocos y la ruina de otros muchos, en especial de estas selvas y quienes la habitan.

–¿Y piensan consentirlo?

–¿Y quién se cree que soy…? Un solo gesto o una palabra a destiempo y de entre aquellos árboles surge un tipejo con un fusil que te vuela la cabeza. Y tengo cinco hijos que alimentar. Ahora ya lo sabe; cinco.

–Ya me había enterado. Pero en estos momentos entre aquellos árboles no hay un tipejo con un fusil; hay un negro muy guapo que tiene los ojos verdes.

–No es un negro de ojos verdes; es una pantera.

–¡Ya me extrañaba a mí…!

***

La primera claridad del alba alumbró a un centinela que estaba siendo pasto de los caimanes y a cinco «fogueiros» fuertemente maniatados que observaban aterrorizados al que siempre habían considerado «un sucio salvaje», y que al poco se limitó a preguntar:

–¿Quién os envía?

Nadie respondió.

Sin duda Kapoar lo esperaba.

–¿Quién os envía? –repitió.

Idéntica actitud, por lo que el «ahúna» optó por extraer de su zurrón un dardo, impregnarlo en curare y clavárselo en la pierna a quien se encontraba más cerca, que comenzó a estremecerse, dejó escapar espumarajos por la boca, lanzó un sonoro lamento e inclinó la barbilla sobre el pecho.

–¿Quién os envía?

–Don Marcelo de Castro.

–¿Y ese quién es?

–No lo conocemos. Solo nos paga.

–¿Y dónde vive?

Nuevo silencio, pero bastó el gesto de volver a clavar el dardo en otra pierna para que la confesión llegara de inmediato.

–En Guariavé.

–¿Y dónde está Guariavé?

Uno de ellos hizo un significativo gesto hacia el río:

–A unos sesenta kilómetros, en su confluencia con el Payaré.

–¿Aguas arriba o aguas abajo?

–Aguas abajo.

Aquel a quien siempre seguirían considerando un salvaje hizo un gesto hacia lo poco que quedaba del centinela pelirrojo:

–Me voy, pero si vuelvo a veros aquí acabareis como él.

–¿Y nos vas a dejar así, atados, a merced de las bestias?

–Si no sois capaces de soltaros no deberíais haber venido a estos bosques. Son peligrosos.

Recogió sus armas, un saco de provisiones y otro de sal, los documentos, el dinero y algunas prendas de ropa de las que habían traído los «fogueiros», embarcó en la mejor de las piraguas, cortó las amarras de las restantes permitiendo que la corriente las arrastrase y se dispuso a emprender sin prisas el largo viaje hacia Guariavé.

En cualquier otra circunstancia habría optado por marchar en dirección contraria, intentando reunirse cuanto antes con los suyos, pero sabía muy bien que eso daría lugar a que su familia jamás pudiera regresar debido a que un tal Marcelo Castro, que nunca había puesto un pie en aquellas tierras, las reclamaba como suyas.

Hasta que don Marcelo Castro no renunciara a esos derechos, los «ahúnas» no serían más que vagabundos del bosque; un pequeño grupo de desarraigados que pronto o tarde acabarían convirtiéndose en vagabundos de ciudad.

Y no estaba dispuesto a permitir que su abuelo acabara entre cubos de basura, ni sus hermanas en prostíbulos.

Lo habían educado para ser un hábil cazador y un valiente guerrero no solo capaz de abatir araguatos o defender a los niños de las garras de un jaguar sino para serlo en cualquier circunstancia.

Y aquellas eran unas circunstancias fuera de lo normal en las que no bastaría con pensar y actuar como un hombre de la selva, sino como un hombre de ciudad.

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