Silvina Rocha - Marisa y Violeta

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A Marisa la escuela le aburre, mucho, muchísimo. Todas las mañanas protesta y pide dormir cinco minutos más. Pero por casualidad, conoce a una amiga muy particular e inesperada que cambia su rutina y hace que preste atención y copie la tarea. ¡Marisa está contenta y sus maestras también! Un día cuando se enteran que Violeta, su amiga, está en problemas, Marisa y su mamá, harán todo lo posible por ayudarla. La autora relata esta tierna historia de amistad e integración con mucho humor y una lectura ágil, llena de sorpresas. ¡Te va a encantar conocer a Violeta!

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Marisa y Violeta Amigas al rescate Silvina Rocha Ilustraciones Ernesto - фото 1

Marisa y Violeta

¡Amigas al rescate!

Silvina Rocha

Ilustraciones:

Ernesto Guerrero

Índice de contenido Marisa y Violeta Portada Marisa y Violeta Amigas al - фото 2

Índice de contenido

Marisa y Violeta

Portada Marisa y Violeta ¡Amigas al rescate! Silvina Rocha Ilustraciones: Ernesto Guerrero

Capítulo 1: Un inusual día de escuela

Capítulo 2: Una nueva amistad

Capítulo 3: Patas para arriba

Capítulo 4: La hora de la verdad

Capítulo 5: El rescate de Violeta

Capítulo 6: Un mundo desconocido

Capítulo 7: Vuelta al colegio

Capítulo 8: La despedida

Capítulo 9: Una nueva mañana

Capítulo 10: Las vueltas de la vida

Biografías

Legales

Sobre el trabajo editorial

Contratapa

1. Un inusual día de escuela

A Marisa la escuela le aburre. Le gustan pocas cosas: la clase de dibujo y la de gimnasia, donde hacen competencias y puede saltar y correr sin que la reten. En el recreo lo tienen prohibido.

La maestra, cuando la ve revoleando los ojos, le dice:

—Marisa, prestá atención.

Una frase que la baja de un hondazo, de los sueños a su pupitre.

Así es como nunca termina de copiar la tarea y los resultados de las cuentas están mal. No porque no sepa hacerlas, sino por distraída. Ella se ocupa de corregirlas en casa, antes de que su mamá las revise, porque sino viene el sermón:

—Marisa, te dije mil veces que tenés que estar más atenta, estoy cansada de que tengas que llamar a una amiga porque no terminaste de copiar lo que hicieron en clase, es más fácil prestar atención que hacer doble tarea después, y también te dije... Bla bla bla… BLA BLA BLA.

Lo cierto es que Marisa en la escuela se aburre.

Un día, mientras la maestra enseñaba la regla de tres simple (¿o era compuesta?) en vez de posar sus ojos en el techo, se quedó mirando un pequeño agujero en el piso de madera.

Lo que vio la dejó helada. Miró fijamente un buen rato. Luego miró a la maestra, que seguía abriendo y cerrando la boca. En realidad hablaba, pero Marisa no podía escuchar las palabras. Luego miró a sus compañeros que estaban como si nada, y por último, volvió a mirar el agujero. No era un sueño.

Ahí estaba, una pequeña rata blanca, que tenía unos pequeños lentes, que arrastraba una pequeña silla, que llevaba una pequeña valija, de la cual empezó a sacar un pequeño cuaderno y unos –ya no pequeños, sino diminutos –lápices de colores.

La rata acomodó su sillita enfrentando el pizarrón y empezó a escribir.

Marisa, con los ojos grandes como platos y petrificada en su pupitre, se quedó mirando. Imposible distinguir lo que la rata escribía.

Se acordó de que en su mochila llevaba una lupa. Sin hacer demasiado alboroto la sacó y con disimulo, la colocó de forma tal que la imagen del pequeño cuaderno se ampliara.

Efectivamente, la rata, sacando la lengua y concentradísima en su tarea, copiaba los números del pizarrón.

En un rapto de responsabilidad pensó: “Hoy en casa, se arma de nuevo la de San Quintín”, porque hasta ese momento, su cuaderno seguía en blanco, pero no le importó.

Muy bajito le chistó; la rata la miró por arriba de sus lentes y llevando su minúsculo dedo al hocico, le indicó con el gesto que debía guardar silencio.

Marisa seguía sin salir de su asombro. En eso, sonó el timbre del recreo.

La maestra y los compañeros alborotados abandonaron el aula, dejando un tendal de lápices, papeles y gomas en el piso. Marisa se arrodilló y susurrando, por miedo a aturdirla, le preguntó de corrido y sin respirar.

—¿Qué hacés? ¿Por qué copiás la tarea del pizarrón? ¿Venís a la escuela? ¿Desde cuándo? ¿Cómo te llamás?

—Ay, niña, despacio, que ya me olvidé de la primera pregunta –contestó la rata–. Soy Violeta. Digo… me llamo Violeta, porque soy blanca como verás, por eso no tengo que usar guardapolvo –y se rió con una risa diminuta–, vengo a esta escuela desde el jardín.

—Yo soy Marisa... pero... ¿Las maestras saben que venís a clases?

—Ay, Marisa, no creo que me dejaran si lo supieran. Quizás sí, pero por las dudas no pregunté. No molesto a nadie ¿no? Ya ves, soy tan pequeña que nunca se fijaron en mí, salvo vos, que vaya a saber por qué estabas mirando el piso en vez del pizarrón.

—Sí –asintió Marisa sintiéndose en falta–, es que me aburría. ¿A vos no te aburre la escuela? Yo si fuera rata no vendría –suspiró.

—Eso lo decís porque no sabés sobre ratas –retrucó Violeta–. Yo prefiero venir a la escuela que andar apiñada en mi casa entre mis setenta hermanos.

Marisa no pudo imaginar bien la situación, pero por cortesía no se animó a preguntar a qué se refería exactamente.

—Además a mí me gusta mucho aprender –agregó Violeta–. Todo sirve a la larga.

—Sí, eso dice mi mamá... –y recordó, otra vez, que se volvía a casa con el cuaderno en blanco.

—¿Tenés la tarea? –preguntó ansiosa Marisa.

Violeta le extendió su pequeñísimo cuaderno y con la ayuda de la lupa Marisa - фото 3

Violeta le extendió su pequeñísimo cuaderno y con la ayuda de la lupa Marisa copió los números.

—¡Muchas gracias! ¡Me salvaste! Te veo mañana y me siento cerca de vos.

Marisa salió del aula saludando a su nueva amiga con la mano. Corrió las dos cuadras que separaban la escuela de su casa.

—¿Cómo te fue hoy? ¿Tenés la tarea? –le preguntó su mamá.

—Tuve un día ¡IN-CRE-Í-BLE! –le contestó con un particular brillo en los ojos y sin entrar en detalles–. Creo que la escuela me empezó a gustar un poco más. Y sí, tengo la tarea.

Su madre pensó, que una vez más y cada tanto, la vida nos da lindas sorpresas. Una cosa que Marisa acababa de aprender.

2. Una nueva amistad

Al otro día Marisa saltó de su cama apenas su madre la despertó. No solo lo hizo sin protestar ni pedir cinco minutos más para quedarse arropada y calentita, sino que además, bebió su leche chocolatada sin respirar y hasta comió la tostada con manteca. (A veces, como no quería tomar la leche, aprovechaba un descuido de su madre y la arrojaba por el lavabo. ¡Qué desperdicio!)

Ana, su mamá, estaba intrigada pero no quería atosigarla con preguntas; sabía por experiencia que cuanto más le insistía con una cosa, Marisa más se empacaba con la contraria. Optó por la indiferencia, pero el bichito de la curiosidad ya había sembrado su semilla. Y crecía.

La entrada al colegio se hizo larga. Izar la bandera fue un trámite eterno. Corrió hasta el aula empujando a todos los que se interponían a su paso. Conseguir el pupitre situado más cerca del pequeño agujero era su objetivo.

Entró la maestra y empezó la clase. Violeta no estaba. Pasaron cinco minutos, luego diez, luego quince y el agujero seguía tan negro y vacío como al principio. La ansiedad le sacudía la pierna en un continuo vaivén. Esta vez, en lugar de revolear los ojos, los tenía fijos en el piso y, otra vez, las palabras de la maestra se volvían articulaciones mudas.

Hasta que Violeta hizo su aparición. Como la rata era muy perceptiva –además de diminuta– salió arrastrando su sillita, pero esta vez, con el gesto de guardar silencio ya desplegado, sabiendo que a Marisa le costaría horrores que no se le escapara un grito o la catarata de preguntas salieran de su boca.

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