El desesperado no pudo resistir más, claudicó y aceptó las condiciones. Ángel redactó el acuerdo y después de firmar le trasladaron al hospital para tranquilizar su ansiedad y descansar para estar en unas mínimas condiciones de operatividad. Por la mañana, muy temprano, tras la instalación del micro y repetir varias veces las pautas del procedimiento, le facilitaron el más destartalado de los vehículos requisados, decorado para darle verosimilitud y evitar cualquier sospecha.
Ángel conducía el vehículo policial camuflado detrás de él a una distancia prudencial mientras se dirigían hacia El Acebuche, nombre que recibe el centro penitenciario de la provincia de Almería. El resto del operativo de apoyo se quedaba esperando noticias en la comisaría. De repente, el coche de delante se detuvo en el arcén derecho, el conductor abrió la puerta y salió por piernas por un descampado de matorrales en dirección a unas laberínticas plantaciones de invernaderos.
—Mierda, será hijoputa el tartamudo, nos quiere joder la operación —dijo el policía de paisano que lo acompañaba.
Se detuvieron con un gran frenazo tras el otro vehículo y salieron corriendo detrás de él.
—El cabrón nos hará sudar esta mañana —dijo su compañero.
—¡Alto, alto! ¡Detente! —gritaba Ángel con un torrente de voz.
El delincuente hizo caso omiso a las advertencias y azuzado por la adrenalina se acercaba esperanzado a su objetivo.
—¡Detente o disparo! —volvió a gritar mientras sacaba su arma reglamentaria.
Los policías estaban en mejor forma física e iban ganando terreno, pero el drogadicto aún les llevaba cierta ventaja. Si llegaba a los invernaderos le podían dar por perdido, así que disparó un par de veces al aire. Las dos detonaciones sonaron como truenos y el asustado Culebra se echó a tierra.
—¿Qué mierda haces? —preguntó Ángel con dificultad al llegar hasta él mientras intentaba recuperar el resuello.
—Soltadme..., soltadme, no puedo hacerle eso a mi colega, no puedo...
—¡Mira, atontao! —le reprendía con violencia mientras le agarraba fuerte de la pechera y se acercaba con una mueca de odio a su cara—, ¡tenemos el papel firmado por ti donde detalla que eres un jodido judas!
Lo levantaron, le agarraron por los brazos y mientras se encaminaban a los coches Ángel continuaba con la bronca.
—¡Vamos a hacer fotocopias y vamos a empapelar tu barrio y El Acebuche para que todo el mundo sepa la clase de tipejo que eres! ¡Vas a durar menos que un pastel en una merienda de gordas!
—Pero... pero comisario, ¿usted no era el poli bueno?
—Tío, ya llegamos tarde, como le perdamos la pista al Indalecio lo llevas mal, muy mal —respondió impaciente.
—Dame... dame algo bueno, pa los nervios.
—Toma un paquete de tabaco, si te portas bien pillarás algo luego —prometió.
Antes de volver a subirle al coche a regañadientes, su compañero revisó que el equipo de grabación no hubiera sufrido daños, mientras, Ángel atendía una llamada en su móvil.
—Hola —susurraba alejándose—, sí, estoy en ello..., como te prometí, en cuanto tenga oportunidad me los cargo, ha llegado nuestro momento. Tranquilo, tendré cuidado..., yo también te quiero.
Regresó a los vehículos preocupado y pensativo.
—Vamos a continuar con el operativo, como nos la vuelvas a jugar, ya sabes lo que te espera —le advirtió.
Continuaron la marcha, esta vez iban más próximos al coche que les precedía. Al llegar se detuvieron en un lugar estratégico desde donde controlar la operación.
Con unos prismáticos confirmaron que su objetivo principal estaba de pie esperando el próximo autobús. El tartamudo, haciéndose notar, giró la glorieta derrapando rueda y de un brusco frenazo se detuvo al lado de su amigo. Ángel escuchaba la charla a través de los auriculares, sus saludos, conversación banal, por poco se delata el tartamudo mencionando la cantidad exacta del botín, que su compinche desconocía. Emprendieron la marcha hacia la casa del preso, al lado del cementerio. El parloteo giraba sobre la situación actual de sus antiguos conocidos, se estaban poniendo al día.
Tuvieron que aparcar en las inmediaciones del barrio marginal para no delatar su presencia. El sonido disminuyó en calidad e intensidad, pero era audible. Los delincuentes, tras permanecer un rato en la antigua vivienda de El Indalecio, se pusieron en marcha a pie hacia el cementerio, Ángel se emocionó, el presidiario acababa de confirmar que el botín estaba escondido allí.
—¡Atención central! —comunicó por la emisora—. Unidad de seguimiento solicita grupo de apoyo en el cementerio. Confirmado, el dinero está dentro del cementerio.
—¡Recibido seguimiento! Unidades de apoyo en marcha, nos colocaremos en la puerta, ustedes síganlos dentro y manténganos informados.
—Recibido, procedemos.
Desde su posición se acercaron a la puerta del camposanto. Recién abierto, a esa hora se respiraba mucha tranquilidad, apenas encontraron visitantes, por lo que les resultó muy fácil detectarles y seguirles a una cierta distancia. Anduvieron un rato mientras se adentraban en el gran cementerio, dejaban atrás los patios y calles de nichos y entraban en la llamada zona noble, compuesta de panteones familiares y mausoleos, algunos lujosos, otros en buen estado, pero algunos medio abandonados.
El tartamudo se quedó fuera mientras el otro bajaba a una cripta subterránea y muy envejecida, casi en ruinas.
Ángel se ocultó detrás de una gran lápida, observando, parapetado por entre los pies del ángel que la coronaba.
—Unidades de apoyo en posición —escuchó por el pinganillo.
El cementerio, muy cuidado, estaba muy bonito aquella soleada mañana, resaltaba el color del césped y los altos cedros. De repente, el verde fue tornándose más claro cada vez, como diluyéndose, y con él todos los colores, hasta convertirse en blanco, un blanco tan brillante que dañaba los ojos, un blanco tan brillante que obligó a Ángel a cerrarlos y protegerlos con sus manos. Tras ser cegado por el inexplicable resplandor y pasados unos segundos de desconcierto, los abrió, negrura total. No podía mantenerlos abiertos, los pegajosos párpados se lo impedían. Llamó al compañero que permanecía a su lado, estaba en similares condiciones que él. Intentó contactar con el equipo de apoyo, pero nadie respondía.
Estaba nervioso, asustado, muy alarmado y a la vez ansioso por obtener respuestas, conocer y entender qué había sucedido y por qué estaba pasando.
Por el pasillo central del cementerio escucharon voces, eran el tartamudo y su colega.
—Socorro, no vemos, nos hemos quedado ciegos —gritó Ángel.
—Mierda..., mierda, seguro que son pasma, que estos cabrone nos han seguío —les delató el Culebra.
Los dos compinches apretaron el paso para huir, Ángel sacó su arma reglamentaria y apuntando a ciegas les dio el alto, estuvo tentado en abrir fuego, pero no quiso correr el riesgo de alcanzar a ningún inocente. Como no obtuvo respuesta, alzó el brazo hacia el cielo y disparó varias veces al aire con la intención de asustarles y la esperanza de que se entregaran. Esperó unos segundos, ningún ruido, ninguna señal, dedujo que habían huido, solo le quedaba una esperanza.
—Equipo de apoyo, tenemos problemas, se escapan, reténganles a la salida.
—Negativo, estamos ciegos, no sabemos qué ha pasado, estamos todos ciegos, venid a ayudarnos —contestaron con gran desespero.
Ángel se arrodilló impotente y lloró apenado, y no por su ceguera, sino porque no había podido cumplir su promesa, sus lágrimas eran de furia y rabia. Sus pensamientos evocaban aquel director de banco obligado a vivir de por vida postrado en una silla de ruedas. Su pareja sentimental desde que se conocieron, muchos años atrás. Su ansiada venganza por amor quedaba de momento en suspenso.
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