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Prólogo PRÓLOGO La imagen de la semejanza por Luis Chitarroni
TOQUE DE QUEDA TOQUE DE QUEDA
Dedicatoria Para Alda Aegisdottir
Epígrafe Nacemos en este cementerio, pero no debemos desesperar. Piet Soron, 1847
Parte 1 PARTE 1
Parte 2
Parte 3
Agradecimientos
Jesse Ball
Copyright
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La imagen de la semejanza
por Luis Chitarroni
This is what you get when you mess with us.
Radiohead, “Karma Police”
I
Uno de los interrogantes que esta novela de Jesse Ball se complace en plantear y satisfacer es: ¿debemos seguir escribiendo? ¿Tiene algún sentido, alguna significación escribir después de las escrituras, los dramaturgos y comediantes griegos, los presocráticos, los trovadores, Dante y los poetas del Dolce Stil Nuovo, Shakespeare y Milton, los románticos alemanes, franceses e ingleses, nuestros payadores, Lautréamont y Borges, Ballard y Pynchon y todo lo que por discreción y respeto callo?
Como anoté antes, Jesse Ball por suerte cree que sí. Vale la pena. Escribir, a fin de cuentas, no es una apuesta personal para ganar el favor o el rechazo de la comunidad (el pueblo, los lectores) sino un servicio de credulidad e integración al mundo, que aporta de paso jerarquías menos aleatorias: la voluntad, la representación, la realidad. La realidad y la literatura tienen que seguir abasteciéndose, abasteciéndonos, y la irrupción de un relato o de un atisbo de relato nos lleva de un lado a otro, el ejercicio de probada eficacia que la inteligencia y la imaginación, pero de buenas a primeras solo la atención (que abarca a ambas o las sustituye), establece para que sigamos un itinerario insospechado.
Toque de queda entabla con el lector una partida inmediata. De la vida placentera en el hogar, de los indoor games, las rutinas y los pasatiempos domésticos hay que saltar —es necesario, obligatorio, no hay manera de evitarlo, aunque hagamos lo imposible por rechazarlo— al exterior hostil, caníbal, letal, que bloquea cualquier esparcimiento y reanudación de la dicha. La violencia del libro no pertenece a los crímenes de la vida real, y adquiere, por abstracta, un grado mucho más ominoso. La escena de desnudez la proporciona una ventana abierta. Esta confiada, fluida, confianza en el abecedario simbólico de la novela es una invitación. Recuerda el cuento, el brevísimo apólogo que tanto le gustaba a Ezra Pound.
—¿Qué dibujas, Juanito?
—Dibujo a Dios.
—¿Cómo podrás hacerlo? Nadie sabe cómo es Dios.
—Sabrán cuando termine de dibujarlo.
En esa relación de crédula simpatía, Ball establece los límites de su “modesta proposición”. En cualquier caso, y si tuviéramos que agradecer de nuevo los servicios de “un grado cero” de la escritura, aquí está Toque de queda para restablecerlo o restituirlo, para que los gestos, los grandes y los pequeños gestos de la literatura y la dramaturgia pierdan, una vez exagerados, sus grados de alegoría e implicancia.
Ball propone:
Presentaré esta ciudad y sus habitantes como una serie de objetos cuyas relaciones no se pueden describir con ninguna certeza. Aunque la violencia puede conectarlos, aunque la piedad, la compasión y la esperanza pueden enlazar unos con otros, aun así lo que está ocurriendo no se puede juzgar, y aquello que ha pasado ya está más allá de todo juicio, lo cual nos deja de nuevo, con vidas y pertenencias, lugares, yendo y viniendo de aquí para allá, desdichados, ignorantes, discordantes.
En otras décadas, los tres adjetivos seguidos pondrían en peligro la categoría de grado cero. No hay que adivinar qué permanece de ciertos fanatismos que imputaban descalificaciones fantasmales a conductas espontáneas o efusivas, mientras en la pista principal se ejecutaban obras en las que el rigor de la forma era un espejismo más.
En la narración de Jesse Ball se impone, por lo tanto, un trabajo de despojamiento que, tanto si es voluntario como si no, resulta beneficioso; simplifica, siempre simplifica: de acuerdo con el diagnóstico (“Occidente está enfermo de materia e ironía”) se pasa por alto las suaves paradojas con que la historia y la sociología han tratado muchas veces de atenuar las invenciones e instituciones —el estribo y la guerra, el museo y la guillotina, la banca y el water closet— para afianzar como valores implícitos por sobre todas las cosas la violencia inherente y la escatología.
El balance de Toque de queda, que recuerda la impronta elemental de los relatos que van, en la narrativa orientadora, de los hermanos Grimm a Washington Irving, se reserva para un comercio ulterior la compleja composición, la urdimbre aparente, que desconcierta por esquemática. Es decir, se podría descomponer con éxito la trama de la novela, y solo entonces advertiríamos que la sencillez resulta aparente porque Ball ha tenido la gentileza de borrar las líneas auxiliares, no la malicia adicional de enfatizar las que aseguran que el conjunto logre sostenerse con una especie de frágil, muy frágil solidez.
No sin escepticismo (y acaso con negligencia), ciertos comentadores de esa especie de género chino llamado huaben solo consideran óptimas (pero “óptima” es una clasificación no oriental, que incrimina la insuficiencia jerárquica del que intenta instruir), la inestabilidad suprema, la ráfaga inquietante en perpetuo ejercicio de destrucción, en estado de irreverente tendencia a deshacer lo hecho. Hay series de metáforas y equivalencias indispensables: la diferencia cultural las niega. Y es en esa zona donde un texto como Toque de queda no necesita una autoridad que lo discierna, juzgue o proteja, sino una entidad menos enfática que lo explique y lo defienda.
Por otro lado, de una compleja composición esquemática no debemos inferir solo líneas y trazos. Si bien el esquematismo nos impide imaginar mundos como los de Alberto Savinio y Giorgio De Chirico —como tantos en Italia, hermanos—, retroceder y avanzar son movimientos obvios en los campos de batalla y en las reducciones íntimas de esta reducción emocional a la geometría atribuida a los escaques del ajedrez, no en las superficies y suburbios menos razonables y racionalizados de la historia del arte. Paul Klee o Xul Solar precursan y ahondan profundidades a veces no soñadas por la perspectiva. Jesse Ball es dibujante también. Y como dibujante e ilustrador, da la casualidad, resulta un narrador igualmente sucinto, sintético.
“El dibujo es una escultura con la que se tropieza en la oscuridad”, dijo Al Hirschfeld, cuya línea eleva el estatuto de imagen a la exclusividad de un concurso vacío, descarte decisivo de las semejanzas.
La oscuridad interrumpe con la misma impunidad la lucidez y la impostura diurna e impone su inmensidad de dominio sin límites obligatorios, vasto mural demiúrgico de la mitología y la religión. Aunque la religión exija el resplandor, la oscuridad irrumpe. Irrumpe como los leopardos en el templo del cuaderno en octava de Kafka. La oscuridad, un camino; la luz, un lugar.
Jesse Ball, gracias a una serie de artificios tipo y escenográficos, logra ofrecernos una especie de teatro aleatorio de página.
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