Le alegraba que él se hubiese marchado a la capital a ayudar a su tío, el Señor de la Casa de Jacos, porque así ella podría pasar su cumpleaños junto a las personas que más quería: su hermano, Julian, y Sara Skonos, quien había llegado específicamente para la ocasión. Cada día está más linda, pensó Coriane cuando vio arribar a su más querida amiga. Habían pasado varios meses desde su último encuentro, la fecha en que Sara cumplió quince años y se mudó a la corte en forma definitiva. Y aunque era cierto que no había transcurrido tanto tiempo, la joven ya parecía diferente, más avispada. Sus pómulos sobresalían notoriamente bajo su piel, de algún modo más pálida que antes, como si se hubiera ajado. Y sus ojos grises, en otro tiempo estrellas relucientes, parecían oscuros, llenos de sombras. Pese a todo, aún sonreía con facilidad, como lo hacía siempre que estaba con los chicos Jacos. Con Julian en realidad , sabía Coriane. Y su hermano era también el mismo de siempre, con su amplia sonrisa y en posesión de una distancia que ningún muchacho, por insensible que fuera, habría pensado en mantener. Tenía una conciencia quirúrgica de sus movimientos, y Coriane la tenía de él. A sus diecisiete años, no era demasiado joven para hacer una proposición matrimonial, y ella sospechaba que la concretaría en los meses venideros.
Julian no se había tomado la molestia de envolver su regalo; era hermoso de por sí. Estaba encuadernado en piel y tenía rayas del dorado grisáceo de la Casa de Jacos, así como la Corona Ardiente de Norta grabada en la cubierta. No había título en la carátula ni en el lomo, y Coriane supo que sus páginas no ocultaban guía alguna. Puso mala cara.
—Ábrelo, Cori —le dijo él mientras le impedía arrojar el libro a la exigua pila en que se acumulaban otros presentes.
Todos ellos eran insultos velados: unos guantes para esconder sus manos toscas , algunos vestidos imprácticos para una corte que ella se negaba a visitar y una caja de dulces ya abierta que su padre le prohibía comer. Todos se habrían esfumado para la hora de la cena.
Coriane hizo lo que se le instruyó, y cuando abrió el libro vio que las páginas de color crema se hallaban en blanco. Arrugó la nariz, sin preocuparse por ofrecer el aspecto de una hermana agradecida. Julian no requería tales mentiras, y no las creería de todas formas. Más aún, no había nadie ahí que fuera a reprenderla por ese comportamiento. Mamá está muerta; papá, ausente, y la prima Jessamine continúa felizmente dormida . Julian, Coriane y Sara eran los únicos ocupantes de la pérgola, tres gotas sueltas en la empolvada tinaja de la finca Jacos. Aquel era un salón enorme, igual que el vacío siempre presente en el pecho de Coriane. Ventanas arqueadas daban a un rosedal enmarañado, otrora pulcro, que no había visto en una década las manos de un guardaflora. Al piso le urgía una buena barrida, y los cortinajes dorados estaban grises de arenilla y probablemente también de telarañas. Incluso el retrato sobre la tiznada chimenea de mármol echaba de menos su marco de oropel, que había sido rematado muchos meses atrás. El hombre que miraba desde la descarnada tela era el abuelo de Coriane y Julian, Janus Jacos, a quien sin duda le desalentaría el estado de la familia: nobles caídos en desgracia que explotaban su antiguo apellido y tradiciones, y que se las arreglaban cada año con menos.
Julian echó a reír, con su tono acostumbrado. De exasperación complaciente , sabía Coriane. Ésa era la mejor forma de describir su actitud. Dos años mayor que ella, siempre estaba presto a recordarle su superioridad en edad e inteligencia. Con dulzura, desde luego. Como si no diera lo mismo.
—Es para que escribas en él —continuó su hermano al tiempo que deslizaba sus finos y largos dedos sobre las páginas—. Tus pensamientos, lo que haces durante el día.
—Sé qué es un diario —replicó ella y cerró el libro de golpe. A él no le importó ni se ofendió; la conocía mejor que nadie. Incluso si ignoro el significado de las palabras —. Y mis días no son dignos de que deje constancia de ellos.
—¡Tonterías! Eres muy interesante cuando te lo propones.
Ella sonrió.
—Tus bromas han mejorado, Julian. ¿Por fin hallaste un libro que te enseñe un poco de humor? —y añadió, con los ojos puestos en Sara—: ¿O una persona?
Aunque él se avergonzó y las mejillas se le azularon de sangre plateada, el rostro de Sara no mostró ninguna alteración.
—Hago curaciones, no milagros —dijo con una voz melodiosa.
La risa de los tres hizo eco y llenó por un grato momento el vacío de la finca. El viejo reloj sonó en un rincón, como si anunciara la hora fatídica de Coriane: la inminente llegada de su prima Jessamine.
Julian se levantó y desplegó su desgarbada figura en tránsito a la edad adulta. Le faltaba mucho por crecer todavía, tanto a lo alto como a lo ancho. Coriane, por el contrario, había mantenido la misma estatura durante años y no daba señas de cambiar. Era ordinaria en todo, desde el azul casi incoloro de sus ojos hasta el lacio cabello castaño que se rehusaba a crecer más allá de sus hombros.
—No irás a comer esto, ¿verdad? —preguntó él, mientras tendía la mano en dirección a su hermana, hurtaba de la caja un par de caramelos confitados y obtenía en respuesta un manotazo. ¡Al demonio con los buenos modales! Esos dulces son míos —. ¡Cuidado! —la previno—. Le diré a Jessamine.
—Eso no será necesario —resonó en el columnado vestíbulo la voz atiplada de la anciana prima.
Coriane cerró los ojos con un siseo de fastidio, como si deseara con todas sus fuerzas echar de su vida a Jessamine Jacos. Pero será inútil, por supuesto; no soy una susurro , sólo una arrulladora. Y a pesar de que podría haber dirigido contra Jessamine sus escasas destrezas, eso no habría acabado bien. Por vieja que fuese, su voz y habilidad eran todavía muy agudas, mucho más rápidas que las suyas. Terminaré fregando pisos con una sonrisa si la pongo a prueba .
Adoptó entonces una expresión cortés y, cuando se volvió, vio a su prima apoyada en un bastón enjoyado, uno de los pocos objetos bellos que quedaban en esa casa. Claro que pertenecía a la peor de sus habitantes. Jessamine había dejado de frecuentar a los sanadores de la piel Plateados desde hacía mucho tiempo, para envejecer con dignidad , como ella decía, pese a que lo cierto era que la familia ya no podía permitirse tales tratamientos de manos de los más talentosos miembros de la Casa de Skonos, y ni siquiera de sanadores aprendices de baja cuna. La piel le colgaba ahora, gris de tan pálida, con manchas violáceas de la edad que se esparcían por sus manos y su cuello, uno y otras arrugados. Esa mañana envolvía su cabeza en una pañoleta de seda amarillo limón, para ocultar su cada vez más escaso pelo blanco que cubría apenas su cuero cabelludo, y llevaba un vestido suelto y largo que hacía juego con él, aunque había ocultado bien los bordes apolillados. Jessamine era experta en la ilusión.
—No seas malo, Julian, y lleva esto a la cocina, ¿quieres? —dijo mientras picaba los dulces con la uña larga de uno de sus dedos—. El personal estará muy agradecido.
Coriane tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. El personal constaba de apenas un mayordomo Rojo más viejo que Jessamine, que ni siquiera tenía dientes , y del cocinero y dos jóvenes sirvientas, de quienes se esperaba se ocupasen del mantenimiento de toda la finca. Pese a que podía ser que a ellos les agradara recibir las golosinas, era evidente que Jessamine no tenía la intención de permitirlo. Irán a dar al cesto de basura, aunque lo más probable es que ella las guarde en su habitación .
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