Carl Jung - El Secreto de la Flor de Oro
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La imitación occidental es trágica, por ser un malentendido no psicológico, tan estéril como las modernas escapadas a Nuevo Méjico, las beatíficas islas de los Mares del Sud y el África Central, donde se juega en serio a ser “primitivo”, a fin de que el hombre de la cultura occidental escape en secreto a sus amenazantes tareas. No se trata de imitar, y hasta de evangelizar, inorgánicamente lo foráneo, sino de reconstruir la cultura occidental, que padece de mil males. Y ello debe hacerse en el lugar adecuado; y a ello ha de llevarse al hombre europeo con su trivialidad occidental, con sus problemas matrimoniales, sus neurosis, sus ilusorias ideas sociales y políticas, y con su completa desorientación en lo que respecta al modo de considerar el mundo.
Confiésese mejor que, en el fondo, no se comprende lo recóndito y esotérico de un texto como éste, y aun que no se lo quiere comprender. ¿Ha de sospecharse en fin que ese enfoque anímico, que posibilita dirigir la vista de tal modo hacia adentro, puede ser sólo desligado así del mundo porque aquellos hombres colmaron de tal manera las exigencias instintivas de su naturaleza que poco o nada les impide percibir la esencia invisible del mundo? ¿Ha de ser quizás condición de tal mirar la liberación de esos apetitos y ambiciones y pasiones que nos detienen en lo visible, y ha de resultar esta liberación precisamente de una satisfacción plena de sentido de las exigencias instintivas, y no de su represión prematura y nacida de la angustia? ¿Quedará quizás libre la mirada para lo espiritual cuando la ley de la tierra sea observada? Quien esté al tanto de la historia de la moral china, y además haya estudiado cuidadosamente el I Ging , ese libro de sabiduría que penetra desde hace miles de años todo el pensar chino, por cierto, que no desechará sin más esas dudas. Sabrá, también, que las opiniones de nuestro texto no son, en el sentido chino, nada inaudito sino sencillamente consecuencias psicológicas inevitables.
Para nuestra característica cultura del espíritu cristiano lo positivo y digno del esfuerzo de la búsqueda fue, durante la mayor parte del tiempo, simplemente el espíritu, y la pasión del espíritu. Sólo cuando, en el ocaso de la Edad Media, es decir, durante el curso del siglo XIX, el espíritu comenzó a degenerar en intelecto, surgió una reacción contra el insoportable predominio del intelectualismo, que cometió en primer lugar la falta de confundir intelecto con espíritu y acusar a éste de los delitos de aquél. El intelecto es, efectivamente, nocivo para el alma cuando se permite la osadía de querer entrar en posesión de la herencia del espíritu, para lo que no está capacitado bajo ningún aspecto, ya que el espíritu es algo más alto que el intelecto puesto que no sólo abarca a éste sino también a los estados efectivos. Es una dirección y un principio de vida que aspira a alturas luminosas, sobrehumanas. Le está, empero, opuesto lo femenino, oscuro, terrenal ( Yin ), con su emocionalidad e instintividad extendiéndose hacia abajo, hacia las profundidades del tiempo y las raíces de la continuidad corporal. Sin duda esos conceptos son puramente intuitivos, pero de ellos no cabe prescindir cuando se intenta concebir la esencia del alma humana. La China no pudo abstenerse de ellos, pues no se ha alejado tanto, como lo demuestra la historia de su filosofía, de los hechos centrales del alma como para haberlos perdido en la exageración y sobreestimación unilateral de una única función psíquica. Por lo tanto, nunca dejó de reconocer la paradoja y la polaridad de lo viviente. Los opuestos siempre se equilibran, un signo de alta cultura; mientras que la unilateralidad, aunque presta siempre impulso, es por ello un signo de barbarie. No puedo considerar la reacción que surge en Occidente contra el intelecto, a favor de Eros o a favor de la intuición, de otra manera, que como un signo de progreso cultural, una ampliación de la conciencia por encima y más allá de los confines demasiado angostos de un intelecto tiránico.
En modo alguno quiero subestimar la enorme diferenciación del intelecto occidental; medido por él, puede designarse al intelecto oriental como infantil. (¡Esto naturalmente nada tiene que ver con la inteligencia!) Si lográramos elevar a la misma dignidad concedida al intelecto a otra, e incluso a una tercera función anímica, tendría el Occidente toda justificación para esperar dejar muy atrás al Este. Por eso es tan deplorable que el europeo se abandone e imite al Este, cuando tendría tantas posibilidades si permaneciese siendo él mismo y desarrollase a partir de su modalidad y de su esencia lo que, partiendo de las suyas, diera a luz el Este en el curso de los milenios.
En general, y visto desde la posición incurablemente externa del intelecto, ha de parecer como si lo que el Este valora tan extremadamente no fuera para nosotros nada apetecible.
Por cierto, que el mero intelecto no puede comprender de inmediato qué importancia práctica podrían tener para nosotros las ideas orientales, por cuyo motivo sólo sabe clasificarlas como curiosidades filosóficas y etnológicas. La incomprensión va tan lejos que los mismos sinólogos eruditos no entienden la aplicación práctica del I Ging y, por ende, han considerado este libro como una colección de abstrusos ensalmos mágicos.
2. La psicología moderna ofrece una posibilidad de comprensión.
He adquirido una experiencia práctica que me ha revelado un acceso totalmente nuevo e inesperado a la sabiduría oriental. Para ello entiéndase bien, no he partido de un conocimiento más o menos insuficiente de la filosofía china. Por el contrario, cuando comencé mi carrera como psiquiatra y psicoterapeuta práctico, la desconocía por completo, y sólo mis ulteriores experiencias médicas me indicaron que, por medio de mi técnica, había sido conducido inconscientemente por ese camino secreto del cual, desde hace miles de años, se han ocupado los mejores espíritus del Este. Bien se podría tomar eso por imaginación subjetiva —y es por ello que hasta ahora vacile en publicar cualquier cosa al respecto— pero Wilhelm, el excelente conocedor del alma de China, me ha confirmado francamente la coincidencia, infundiéndome así el coraje de escribir sobre un texto chino que, según toda su sustancia, pertenece a la misteriosa oscuridad del espíritu oriental. Sin embargo, su contenido es al mismo tiempo —y eso es lo extraordinariamente importante— un viviente paralelo de lo que ocurre durante el desarrollo anímico de mis pacientes, ninguno de los cuales es chino.
A fin de cerrar este hecho extraño a la comprensión del lector, debe ser mencionado que, así como el cuerpo humano muestra una anatomía general por encima y más allá de todas las diferencias raciales, también la psique posee un sustrato general que trasciende todas las diferencias de cultura y conciencia, al que he designado como lo inconsciente colectivo . Esta psique inconsciente, común a toda la humanidad, no consiste meramente en contenidos capaces de llegar a la conciencia, sino en disposiciones latentes hacia ciertas reacciones idénticas. El hecho de lo inconsciente colectivo es sencillamente la expresión psíquica de la identidad, que trasciende todas las diferencias raciales, de la estructura del cerebro. Sobre tal base se explica la analogía, y hasta la identidad, de los temas míticos y de los símbolos, y la posibilidad de la comprensión humana en general. Las diversas líneas del desarrollo anímico parten de una cepa básica común, cuyas raíces se extienden al pasado. Se halla aquí, también, el paralelismo anímico con los animales.
Se trata —tomado de manera puramente psicológica— de comunes instintos de representación ( imaginación ) y de acción . Todo representar y actuar conscientes se han desarrollado de esos prototipos inconscientes, y se hallan ligados a ellos especialmente cuando la conciencia no ha alcanzado todavía ningún grado muy alto de lucidez, es decir cuando, en todas sus funciones, depende más de las pulsiones instintivas que de la voluntad consciente, del afecto que del juicio racional. Ese estado garantiza una salud primitiva anímica, que se convierte en inadaptabilidad tan pronto sobrevienen circunstancias que exijan un mayor esfuerzo moral. Los instintos sólo le son suficientes a una naturaleza que permanece idéntica a sí misma en integridad y magnitud. El individuo que depende más de lo inconsciente que de la elección consciente se inclina, en consecuencia, a un conservatismo psíquico manifiesto. Tal es la razón de que los primitivos no cambien en miles de años y sientan pavor ante todo lo foráneo e inusitado. Ello podría llevarlos a la inadaptabilidad y por lo tanto al máximo de los peligros anímicos, o sea, a una especie de neurosis. La conciencia más elevada y más amplia, que sólo surge de la asimilación de lo foráneo, se inclina a la autonomía, a la rebelión contra los viejos dioses, que no son otra cosa que las poderosas imágenes primordiales inconscientes que hasta entonces mantuvieron en dependencia a la conciencia. Cuanto más vigorosa e independiente se hace la conciencia, y por ende la voluntad consciente, tanto más es empujado lo inconsciente hacia el trasfondo y tanto más fácilmente surge la posibilidad de que la formación consciente se emancipe del prototipo inconsciente y, ganando así en libertad, haga saltar las cadenas de la mera instintividad y arribe por último a un estado de falta de instinto o de oposición al instinto. Esa conciencia desarraigada, que no puede más referirse a la autoridad de las imágenes primordiales, es por cierto de una libertad prometeica, pero también de una Hybris sin dios. Planea sobre las cosas, hasta sobre los hombres, pero ahí está el peligro de que se dé vuelta, no para cada uno individualmente sino colectivamente para los más débiles de tal sociedad, quienes van a ser entonces, igualmente de manera prometeica, encadenados al Cáucaso por lo inconsciente. El chino sabio diría, con las palabras del I Ging , que cuando Yang ha alcanzado su máxima fuerza va a nacer en su interior el oscuro poder de Yin , pues al mediodía comienza la noche y Yang se rompe y cambia en Yin .
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