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Kate DiCamillo: El verano de Raymie Nightingale

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Kate DiCamillo El verano de Raymie Nightingale

El verano de Raymie Nightingale: краткое содержание, описание и аннотация

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Aclamada por la crítica internacional por obras como La rebelión del tigre y Flora y Ulises, Kate DiCamillo nos presenta su más reciente novela, parcialmente autobiográfica.Cosa rara, tener a los tiernos diez años un motivo en la vida: hacer que tu padre regrese a casa luego de haberse fugado con la dentista del pueblo. Diez años, buena edad para ser valerosa, pero ¿cómo lograrlo?Pues bien, su nombre es Raymie y ha encontrado una forma. Será fácil, bueno… quizá. Sólo debe ganar el concurso de Pequeña Señorita Florida. Eso le dará proyección. Será suficiente para que su padre vea la foto de su gloria en el periódico y decida volver porque, ¿quién no querría estar cerca de una chica tan increíble?

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—Eso me enoja mucho, mucho —dijo Beverly.

Tomó su bastón y con la punta de goma comenzó a golpear la gravilla de la rotonda. Pequeñas rocas saltaron al aire, desesperadas por escapar de la ira de Beverly.

Huam, huam, huam.

Beverly golpeaba la gravilla y Raymie la miró con admiración y temor. Nunca había visto a nadie tan enojado.

Había mucho polvo.

Un auto pintado de un azul brillante y reluciente apareció en el horizonte y entró en la rotonda hasta detenerse.

Beverly ignoró el auto.

Seguía golpeando la gravilla.

No parecía que fuera a detenerse sino hasta que hubiera hecho polvo el mundo entero.

NUEVE

—¡Detente! —gritó la mujer detrás del volante del auto.

Beverly no se detuvo. Continuaba golpeando con fuerza.

—Gasté mucho dinero en ese bastón —le dijo la mujer a Raymie—. Haz que se detenga.

—¿Yo? —preguntó Raymie.

—Sí, tú —dijo la mujer—. ¿Quién más está ahí además de ti? Quítale el bastón.

La mujer tenía sombras verdes en sus párpados y pestañas postizas largas y además mucho rubor en sus mejillas. Pero debajo del rubor y las sombras y las pestañas postizas, tenía un aire muy familiar. Se veía como Beverly Tapinski, pero mayor. Y más enojada. Si es que eso era posible.

—¿Por qué yo tengo que hacerlo todo? —dijo la mujer.

Éste era el tipo de pregunta que no tenía respuesta, como el tipo de preguntas que al parecer a los adultos les encanta.

Antes de que Raymie pudiera formular algún tipo de respuesta, la mujer ya había descendido del auto y había tomado el bastón de Beverly y lo jalaba mientras Beverly lo jalaba también.

Se levantó más polvo.

—Suéltalo —dijo Beverly.

—Tú suéltalo —dijo la mujer, que seguro era la mamá de Beverly, aunque en realidad no se comportaba como una mamá.

—¡Ya basta, déjense de tonterías, de inmediato!

Esta orden fue proferida por Ida Nee, quien había aparecido de la nada y que estaba de pie frente a ellas con sus botas blancas brillando y su bastón extendido frente a ella como una espada. Parecía un ángel vengador de una historieta del catecismo.

Beverly y la mujer dejaron de pelear.

—¿Qué está pasando aquí, Rhonda? —preguntó Ida Nee.

—Nada —dijo la mujer.

—¿Qué no puedes controlar a tu hija? —dijo Ida Nee.

—Ella empezó —dijo Beverly.

—Fuera de aquí, ustedes dos —dijo Ida Nee. Señaló el auto con su bastón—. Y no vuelvan hasta que puedan comportarse apropiadamente. Deberías estar avergonzada de ti misma, Rhonda, una malabarista campeona como tú.

Beverly subió al asiento trasero del auto, y su mamá subió al frente. Ambas azotaron sus puertas al mismo tiempo.

—Nos vemos mañana —dijo Raymie mientras el auto avanzaba.

—¡Ja! —dijo Beverly—. Nunca volverás a verme.

Por algún motivo, esas palabras se sintieron como un golpe en el estómago. Se sintieron como alguien deslizándose por un pasillo en medio de la noche, zapatos en mano, partiendo sin decir adiós.

Raymie le dio la espalda al auto y miró a Ida Nee, quien sacudió la cabeza, caminó pasando a Raymie y se dirigió hacia su oficina de malabarismo de bastón (que en realidad sólo era un garaje) y cerró la puerta.

El alma de Raymie no era una casa de campaña. Ni siquiera era un guijarro.

Al parecer, su alma había desaparecido por completo.

Después de un largo rato, o lo que se sintió como un largo rato, la mamá de Raymie llegó.

—¿Cómo estuvo la clase? —preguntó su mamá.

—Complicada —dijo Raymie.

—Todo es complicado —dijo su mamá—. Ni siquiera puedo imaginar por qué deseas aprender malabarismo de bastón. El verano pasado fueron las clases de salvamento. Éste, malabarismo. Nada de esto tiene sentido para mí.

Raymie miró el bastón sobre su regazo. Tengo un plan, quería decir. Y hacer malabarismo de bastón es parte del plan . Cerró los ojos e imaginó a su papá en un gabinete de cafetería, sentado frente a Lee Ann Dickerson.

Imaginó a su papá abriendo el periódico y descubriendo que ella era Pequeña Señorita Neumáticos de Florida. ¿No estaría impresionado? ¿No querría volver a casa de inmediato? ¿Y Lee Ann Dickerson no estaría impactada y celosa?

—¿Qué pudo haber visto tu papá en esa mujer? —dijo la mamá de Raymie, casi como si supiera lo que Raymie estaba pensando—. ¿Qué pudo haber visto en ella?

Raymie agregó esta pregunta a la lista de preguntas imposibles e incontestables que los adultos solían formularle.

Pensó en el señor Staphopoulos, su entrenador de salvamento del verano anterior. No era el tipo de hombre que hiciera preguntas que no tenían respuesta.

El señor Staphopoulos hacía una sola pregunta: ¿Vas a solucionar problemas o a ocasionarlos?

Y la respuesta era obvia.

Debías solucionarlos.

DIEZ

El señor Staphopoulos tenía pelo en los dedos de los pies y vello a lo largo de toda su espalda. Se colgaba un silbato plateado alrededor del cuello. Raymie creía que nunca se lo quitaba.

El señor Staphopoulos era muy apasionado en lo concerniente a que la gente no se ahogara.

—¡La tierra viene después, señores! —eso era lo que el señor Staphopoulos decía a sus estudiantes de Salvamento 101—. El mundo está hecho de agua, y ahogarse es un peligro siempre presente. Debemos ayudarnos unos a otros. Seamos solucionadores de problemas.

Entonces el señor Staphopoulos haría sonar su silbato, lanzaría a Edgar al agua, y comenzaría la clase de salvamento.

Edgar era el maniquí que simulaba ahogarse. Medía como tres metros. Estaba vestido con jeans y una camisa a cuadros. Tenía botones en vez de ojos, y su sonrisa estaba dibujada con marcador permanente rojo. Estaba relleno de algodón que nunca terminaba de secarse, y en las manos y pies y estómago tenía cosidas piedras para que se hundiera. Olía a moho: una especie de olor dulzón y triste.

El señor Staphopoulos hizo a Edgar. Lo había diseñado para que se ahogara.

Parecía un motivo extraño por el cual ser llamado al mundo: ahogarse, ser rescatado, ahogarse otra vez.

También era extraño para Raymie que Edgar estuviera condenado a sonreír durante todo el proceso.

Si ella hubiera hecho a Edgar le habría puesto una expresión de mayor perplejidad en el rostro.

De cualquier manera, tanto Edgar como el señor Staphopoulos ya no estaban. Se habían mudado a Carolina del Norte al final del verano anterior.

Raymie los había visto en el estacionamiento del supermercado Tag & Bag el día que se fueron. Todas las pertenencias del señor Staphopoulos estaban empacadas en su camioneta, e incluso llevaba algunas cosas sujetas al toldo. Edgar iba sentado en el asiento trasero, mirando directo al frente. Por supuesto, estaba sonriendo. El señor Staphopoulos abordaba el coche. Raymie lo llamó:

—Adiós, señor Staphopoulos.

—Raymie —respondió él, y se dio la vuelta—. Raymie Clarke —cerró la puerta de su camioneta y caminó hacia ella. Puso la mano sobre la cabeza de Raymie.

Hacía calor en el estacionamiento de Tag & Bag. Había gaviotas revoloteando y graznando, y la mano del señor Staphopoulos se sentía pesada y ligera al mismo tiempo.

El señor Staphopoulos vestía unos pantalones color caqui y sandalias. Raymie veía los pelos en sus pies. El silbato estaba colgado alrededor de su cuello y el sol se reflejaba en él y hacía que se viera como un pequeño círculo de luz. Parecía como si algo en medio del pecho del señor Staphopoulos estuviera en llamas.

El sol hacía destellar los carritos de súper abandonados y los volvía mágicos, hermosos. Todo relucía. Las gaviotas graznaban. Raymie pensó que algo maravilloso estaba a punto de suceder.

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