He aquí un principio concerniente a la gracia de Dios: en la medida en que te aferres a cualquier vestigio de justicia propia o pongas cualquier confianza en tus logros espirituales, en esa misma medida no estás viviendo por la gracia de Dios en tu vida. Este principio aplica tanto en la salvación como en la vida cristiana. Permíteme repetir algo que dije en el capítulo 1. La gracia y las buenas obras (es decir, las obras hechas para ganarse el favor de Dios) son mutuamente excluyentes. No podemos pararnos con un pie en la gracia y el otro en nuestros méritos.
Si estas confiando en cualquier medida en tu propia moralidad o logros espirituales, o si crees que Dios reconocerá de alguna forma tus buenas obras como meritorias para tu salvación, entonces debes considerar seriamente si eres un verdadero cristiano. Entiendo que algunos pueden sentirse ofendidos por esto, pero debemos ser absolutamente claros sobre la verdad del evangelio de la salvación.
Hace cerca de doscientos años, Abraham Booth (1734-1806), un pastor bautista en Inglaterra, escribió,
Los actos más brillantes y las cualidades más valiosas que pueden ser encontradas entre los hombres, aunque pueden ser muy útiles y verdaderamente excelentes, cuando son puestas en su lugar adecuado y se utilizan para fines correctos, son, para el tema de la justificación, tratadas como insignificancias…
La divina gracia desdeña ser ayudada por el pobre e imperfecto desempleo de los hombres en la realización de esa tarea que particularmente le pertenece. Los intentos por completar lo que la gracia comienza, traicionan nuestro orgullo y ofenden al Señor; pero no pueden promover nuestro interés espiritual. Que el lector, por tanto, recuerde cuidadosamente que la gracia es absolutamente gratis, o no es gracia: y que aquel que profesa buscar la salvación por gracia, o cree en su corazón que es completamente salvo por ella, o actúa inconsistentemente en los asuntos de suma importancia. 5
Los pensamientos de Abraham Booth son tan válidos y necesarios como lo eran doscientos años atrás. Aquellos que son verdaderamente salvos son aquellos que han venido a Jesús con la actitud expresada en las palabras de un antiguo himno, “Nada traigo en mis manos, solo a tu cruz me aferro”. 6
Capítulo 3
LA GRACIA: ES EN VERDAD SUBLIME
Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia; para que así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro. Romanos 5:20-21
Un estudio de la gracia de Dios es un estudio del contraste entre la situación desesperada de la humanidad y el abundante remedio que, mediante la gracia, Dios provee para nosotros a través de Jesucristo. Este contraste es hermosamente descrito en las palabras de un antiguo himno:
Somos Culpables, viles e indefensos,
Él es el Cordero sin mancha de Dios;
¡Expiación completa! ¡Aleluya, qué Salvador! 7
En el capítulo 2, vimos que todos somos realmente culpables, viles e incapaces de ayudarnos. Reconocimos que todos estamos igualmente necesitados de la gracia de Dios. En este capítulo, consideraremos la divina provisión de gracia para nuestra desesperada situación.
Cuando una pareja comprometida acude a una tienda de joyería para comprar ese diamante especial, el joyero a menudo coloca una almohadilla oscura de terciopelo y sobre ella pone cuidadosamente cada diamante. El contraste del terciopelo oscuro provee el fondo que realza el brillo y la belleza de cada diamante.
Nuestra condición pecaminosa difícilmente califica como una carpeta de terciopelo, pero en contraste con la oscura culpa y la corrupción moral, la gracia de Dios en la salvación resplandece como un diamante hermoso y puro.
Nuestra ruina, el remedio de Dios
El apóstol Pablo utilizó un fondo contrastante cuando describió el remedio de Dios para nuestra ruina en una serie de textos de la Escritura, a los que me gusta llamar los hermosos “peros” de Dios.
Ya hemos visto el oscuro trasfondo que Pablo presentó en su crítica contra la humanidad, tanto de los religiosos como de los irreligiosos, en Romanos 3:10-12. En los versículos 13-20 ahondó en esa crítica, concluyendo finalmente en el versículo 20, “ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”.
Habiendo presentado el oscuro trasfondo de nuestra ruina, Pablo procede a mostrarnos el brillante diamante del remedio de Dios. Notemos como inicia: “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas” (versículo 21). Todos nos encontramos en la ruina, pero ahora Dios ha provisto un remedio: una justicia que viene de parte de Dios por medio de la fe en Jesucristo. Esta justicia es “aparte de la ley”, es decir, no considera qué tan bien o qué tan mal hemos obedecido la ley de Dios.
Bajo la gracia de Dios, la extensión o calidad de nuestra obediencia a la ley no es relevante. En lugar de ello, aquellos que tienen fe en Jesucristo son “justificados gratuitamente por su gracia” (versículo 24). Ser justificados significa más que el solo ser declarados “no culpables”. Realmente significa ser declarado justo delante de Dios. Significa que Dios ha imputado la culpa de nuestro pecado en su Hijo, Jesucristo, y nos ha imputado o acreditado la justicia de Dios.
Notemos, sin embargo, que somos justificados por su gracia. Es por la gracia de Dios que somos declarados justos delante de él. Todos somos culpables delante de Dios, condenados, viles e incapaces de ayudarnos. No tenemos argumentos ante Dios; el desenlace de nuestro caso estaba completamente de su lado. Él podía, con total justicia, habernos sentenciado como culpables, porque eso es lo que éramos, y consignarnos a la condenación eterna. Eso es lo que hizo a los ángeles que pecaron (ver 2 Pedro 2:4) y él pudo haber hecho eso con nosotros y habría sido perfectamente justo. Él no nos debía nada; nosotros le debíamos todo.
Pero, debido a su gracia, Dios no nos envió a todos al infierno; en lugar de ello, proveyó un remedio para nosotros a través de Jesucristo. Romanos 3:25 dice, “a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia”. ¿Qué es un sacrificio de propiciación? Una nota al pie de página de la NIV proporciona una traducción alternativa a este texto: “aquel que desviaría su ira, quitando el pecado”.
El significado de Cristo como el sacrificio de expiación, entonces, es que Jesús, mediante su muerte, desvió la ira de Dios al ponerla sobre sí mismo. Mientras colgaba de la cruz, él cargó nuestros pecados en su cuerpo y recibió toda la ira de Dios en lugar nuestro. Como dijo Pedro, “Él mismo, en su cuerpo, llevó al madero nuestros pecados”, y sufrió, “el justo por los injustos” (1 Pedro 2:24; 3:18). En su muerte, Jesús satisfizo por completo la justicia de Dios, que requería muerte eterna como la paga del pecado.
Es importante que notemos quién presentó a Cristo como este sacrificio de expiación. Romanos 3:25 dice que Dios lo presentó. El plan de redención era el plan de Dios y fue llevado a cabo por iniciativa de él. ¿Por qué hizo esto? Solo hay una respuesta: por su gracia. La expiación fue el favor de Dios extendido a las personas que solo merecían su ira. La expiación de Dios fue poner un puente sobre el terrible “Gran Cañón” del pecado, para llegar a las personas que estaban en rebeldía contra él. Y él hizo esto a un costo infinito para él, enviando a Jesús a morir en lugar nuestro.
Otro de los maravillosos “peros” de Dios se encuentra en Efesios 2:1-5:
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