Lara, personaje gamberro y risueño al cual conocemos de su libro-nacimiento Siete Tentaciones, volverá a sorprendernos en este relato tan personal. Asistiremos a la “vuelta al cole” de una joven que tiene mucho por aprender, por sentir. Seremos testigos de cómo tratará de atar, con más o menos acierto, los hilos de su vida enmarañada, con la intensidad con la que se viven los veinte años que tiene. Comprobaremos la fragilidad de su interior, a pesar de su aparente coraza de fortaleza. Todas aquellas mujeres que llamaron a su puerta vuelven, como los colores flúor de los años ochenta, para poner patas arriba un año que pretendía ser tranquilo. Pero nada ocurre tal y como lo planeamos...
Esta novela quiere romper con el tópico del gusto que tenemos las mujeres por la literatura ñoña. No todas las mujeres consideran un sinónimo el sexo de una noche con el amor y el compromiso eterno. No todas las mujeres quieren atarse de por vida. No todas las mujeres sueñan con amar una sola vez. No señor. A las mujeres también nos gusta regalarnos la vista, hacer un self-service para desfogarnos, tener un escarceo sin más obligaciones posteriores, aprovechar la ocasión de pasar una madrugada desenfrenada sin compromiso de permanencia y divertirnos como cualquiera. Sin más.
La escritora novel Raquel G. Íñiguez aborda esa otra manera de ver el sexo y las relaciones. Lara, la protagonista de esta historia (o historias), como nos ocurre a todos, quiere amar y ser amada. Pero la realidad del mundo en el que vivimos hace que este propósito no sea, en la mayoría de los casos, alcanzado a la primera. En el largo camino de la vida nos encontraremos, (a no ser que seamos seres ermitaños encerrados en cuevas que sobreviven a base de agua de lluvia y plantas silvestres), con muchas personas que nos dejan huella, para bien y para mal. La vida es ensayo-error. La vida es buscar y encontrar. Volver a empezar. Y es por esto que Lara es un personaje inconformista, que tiene sus altibajos y contradicciones, pero que no se rinde, a pesar de que a veces las cartas que le reparte la suerte no vienen demasiado buenas.
Junto a otros personajes, entrañables, odiosos, alocados, tóxicos y virginales, nos pondremos en la piel de unas chicas deseosas de experiencias que conviven en un hervidero de hormonas: un internado de monjas. Qué mejor escenario para descubrirse a uno mismo, conocer sus límites, sus sueños y todo aquello que lastra su propia existencia.
Te invito a que mires por la cerradura. ¿Te atreves? Pues pasa la página...
Paz Quintero
El camino de ida desde la boca del metro hasta la residencia estaba en penumbra. Era una noche con niebla, lloviznaba. Este septiembre no era como el del curso pasado en el que reinaba el sol. Las manos me dolían y los músculos de la espalda me quemaban. Las maletas pesaban. Esta vez no venía ligera de equipaje. El verano con Sandra había sido pasional en todos los sentidos. Andaba despacio, no quería que llegara el momento de encontrarme con Kate después de que me dejara por teléfono. No tenía ganas, pero más que nada porque no me apetecía sufrir otra de sus escenitas de celos sin razón. Kate puede ser encantadora, pero, cuando se le cruza un cable, mejor que te pille lejos.
Después de una larga caminata bajo la lluvia y con un par de ampollas en cada mano llegué a mi querida residencia. Tenía el presentimiento de que este segundo año no iba a ser como el anterior, este iba a ser mucho más potente y grandes momentos me esperaban al otro lado de ese umbral.
—¡Bienvenida, Lara! —la hermana Piedad estaba en ese momento encargada de la conserjería. Salió de la misma, me dio un efusivo abrazo y una palmada en el culo sin que me diera tiempo ni a apoyar las maletas en el suelo.
—¡Cuánto tiempo, hermana! Os he echado de menos —dije guiñándole un ojo.
—¿Qué tal el verano? Te veo más delgada...
—Mi madre, que me pone comida de nuestra huerta —pero ¡qué coño le importa a esta tía mi cuerpo!
—Toma la llave, sigues teniendo la misma habitación, como te informé por teléfono hace un mes. Te la hemos cuidado. Solo entramos a leer el contador de la luz.
Solté las maletas y añadí:
—¡Pero qué majísimas sois! Y diciendo esto le planté un pedazo de beso sonoro en la mejilla a la hermana que hizo que se ruborizase.
—Anda, tira para tu habitación, chiquilla, porque ya a cenar no llegas. Por cierto, no sé si lo sabes, pero este año tu mejor amiga Kate no viene con nosotras. Eso sí, la maña Cristina se incorpora mañana.
—Pues no tenía ni idea de ambas noticias, hermana. Gracias por ponerme al día.
—¡Uy y más que te irás enterando! —la hermana Piedad me sonrió y volvió a la conserjería.
Metí la llave en el bolsillo y cogí mis maletas. Subí a mi habitación en el viejo ascensor. En ese momento, me acordé de cuando Kate y yo nos quedamos encerradas. Qué recuerdos... ¡No! No puedo dejar que invada mi mente. Kate se ha ido, para siempre. Se acabó. Llegué al quinto y abrí las dos puertecitas de seguridad y allí estaba Chiqui sujetando la otra puerta. Qué maja es esta chica... ¡y lo buena que se ha puesto este verano!
—¡Quilla! ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Qué tal estás?
—Gracias por ayudarme —salí del ascensor con las pesadas maletas y le di dos besos a la pedazo de andaluza que se había metamorfoseado en estas vacaciones. Ummm, ese arte, ese poderío y ese acento, ¡por dios!
—Me bajo a fumarme un piti a la calle, si quieres luego sarlamos un rato, ¿vale, guapa?
—Sí, sí claro, y me cuentas cómo lo has hecho. Me refiero a cambiar tu aspecto de manera tan radical.
—Me he cosío la boca azí —dijo, apretándose labio contra labio— y, diciendo esto, se metió en el ascensor.
¡Uffff, cómo se ha puesto la niña del sur! ¡Mamma mía! A ver, Lara, céntrate que pronto empiezas. Busca la llave y abre.
La habitación estaba tal y como yo la había dejado. Las hermanas, aparte de leer el contador, no habían hecho nada. Y en mi escritorio podía escribir con el dedo de la capa de polvo que tenía. Estaban las cortinas que mi madre me había hecho para las ventanas, la cortina de la ducha que por fin compré para no mostrarme tal y como vine al mundo a todo el personal, hasta la cama estaba sin sábanas, solo con el colchón sucio. Dejé las maletas sin vaciarlas, tan solo las abrí para ponerme una camisa seca y me bajé directamente al comedor a ver si tenía suerte y las hermanas se apiadaban de mí y me daban algo para cenar. Estaba muerta de hambre. Desde que había cogido el autobús en mi pueblo, no había probado bocado. Tantas incertidumbres me habían cerrado el estómago, pero la caminata hasta allí me había consumido las pocas energías que me quedaban en el cuerpo. Cuando llegué al comedor, las hermanas Rosa y Asunción estaban terminando de recoger y limpiar, pero muy amablemente me dieron una bandeja con unos macarrones con tomate, un mini pincho de tortilla que había sobrado de mis compañeras y un yogur natural.
Abrí, haciendo malabares con la bandeja de comida, la puerta de mi habitación, cerré de una patada hacia atrás la puerta y apoyé la bandeja en el sucio escritorio. Del hambre que tenía, cogí con las manos sin lavar el pincho de tortilla, que me estaba llamando a gritos. Y, justo cuando le iba a dar el primer bocado, llamaron a la puerta de mi habitación. Me levanté con aire cansino, pensando quién era la osada que se atrevía a interrumpir mi cena. Abrí. Alguien entró y me empujó hacia dentro tan rápidamente que no pude ver quién era. Me soltó, se giró y cerró con un portazo. Entonces reconocí esa melena larga y lacia.
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