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Mark Twain: Las aventuras de Huckleberry Finn

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Mark Twain Las aventuras de Huckleberry Finn
  • Название:
    Las aventuras de Huckleberry Finn
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    Испанский
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Las aventuras de Huckleberry Finn: краткое содержание, описание и аннотация

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Divertidísima obra de Mark Twain, en donde no sólo es el relato de las múltiples e hilarantes andanzas de Huck y Tom, sino nos pone una perspectiva que ahora en nuestros tiempos nos podría parecer casi incoherente: la esclavitud y el racismo. La obra publicada en 1884 por primera vez en Inglaterra y un año después en Estados Unidos, nos muestra la visión de un par de niños totalmente revolucionaria, donde consideran siempre como a un amigo y un ser humano libre a Jim, el negro esclavo y fugitivo que los acompaña y los ayuda en sus fantasiosas y a veces peligrosas aventuras.

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Jim colocó la moneda debajo de la bola de pelo, se agachó y volvió a escuchar. Esta vez dijo que la bola de pelo estaba bien. Dijo que me diría la buenaventura si yo quería. Le dije que adelante. Entonces la bola de pelo le habló a Jim, y Jim me lo contó. Dijo:

–Tu padre no sabe todavía lo que va a hacer. A veces piensa que se va a ir y luego va y piensa que se queda. Lo mejor es dejar las cosas y que el viejo haga lo que quiera. Hay dos ángeles que le dan vueltas. Uno de ellos es blanco y resplandeciente y el otro es negro. El blanco le hace ir por el buen camino un rato y después viene el negro y lo fastidia. No se puede saber cuál va a ser el último que lo coja. Pero a ti te irá bien. Vas a tener muchos problemas en la vida y muchas alegrías. A veces te lo vas a pasar mal y a veces te vas a poner malo, pero cada vez te vas a poner bueno. Hay dos hembras que importan en tu vida. Una es clara y la otra oscura. Una es rica y la otra es probe. Tú te vas a casar primero con la pobre y luego con la rica. Tienes que tener mucho cuidado con el agua y no tener aventuras, porque está escrito que te van a ahorcar.

Aquella noche, cuando encendí la vela y subí a mi habitación, allí estaba padre, ¡en persona!

Capítulo 5

Yo había cerrado la puerta. Entonces me di la vuelta y allí estaba. Antes le tenía miedo porque me pegaba todo el tiempo. Pensé que ahora también se lo tendría, pero al cabo de un minuto vi que me había equivocado, o sea, después del primer susto, como quien dice, cuando me quedé sin aliento, porque no me lo esperaba para nada; pero enseguida me di cuenta de que no le tenía tanto miedo.

Tenía casi cincuenta años y los aparentaba. Llevaba un pelo largo, enredado y grasiento que le colgaba hasta el cuello, y por el medio se le veían los ojos que le brillaban como si estuviera escondido detrás de una parra. Lo tenía todo negro, sin canas; igual que la barba larga y desordenada. No tenía nada de color en la cara, donde se le veía; estaba todo blanco, no como otros hombres, sino de un blanco que daba asco, un blanco que le daba a uno picores, un blanco de sapo de árbol, de vientre de pez. Y de ropa: harapos y nada más. Tenía apoyado un tobillo en la otra rodilla; la bota de aquel pie estaba rota y se le veían dos de los dedos, que movía de vez en cuando. Había dejado el sombrero en el piso: un viejo chambergo con la copa toda hundida, como una tapadera.

Me quedé mirándolo; él siguió sentado mirándome, con la silla echada un poco atrás. Dejé la vela en el suelo. Vi que la ventana estaba levantada, así que había subido por el cobertizo. No hacía más que mirarme. Al cabo de un rato me dijo:

–Buena ropa llevas, muy buena. Te debes creer un pez gordo,¿no?

–A lo mejor sí y a lo mejor no –respondí.

–No te pongas chulo –dijo–. Desde que me marché te das muchas ínfulas. Ya te voy a bajar yo los humos antes de terminar contigo. Y me han dicho que estás educado: que sabes leer y escribir. Te crees que ahora vales más que tu padre, ¿no?, sólo porque él no sabe. Ya te enseñaré yo. ¿Quién te ha dicho que fueras por ahí, dándote aires? ¿Quién te ha dado permiso?

–La viuda. Me lo dijo ella.

–La viuda, ¿eh? Y, ¿quién ha venido a darle a la viuda vela en este entierro?

–No se la ha dado nadie.

–Bueno, ya le voy a enseñar yo a meterse en sus cosas. Y mira lo que te digo: deja de ir a la escuela, ¿escuchas? Ya voy a enseñar yo a esos a educar a un chico para que se dé aires delante de su propio padre y haga como que vale más que él. Que no te vuelva a ver cerca de esa escuela, ¿escuchaste? Tu madre no sabía leer, y tampoco sabía escribir y se murió tan tranquila. En la familia nadie aprendió a leer antes de morirse. Yo no sé, y ahí estás tú dándote aires. Y yo no soy hombre para aguantar eso, ¿escuchaste? Oye, a ver cómo lees.

Saqué un libro y empecé a leer algo que hablaba del general Washington y de las guerras. Cuando llevaba leyendo aproximadamente medio minuto, me arrancó el libro de golpe y lo tiró al otro lado de la habitación. Y dijo:

–Es verdad. Sí que sabes. Tenía mis dudas cuando me lo dijiste. Pues mira, déjate de ínfulas. No te lo voy a aguantar. Voy a estar muy atento, listillo, y si te pesco por esa escuela, te doy una paliza. Si sigues así, también te va a dar religiosa. Nunca he visto un chico igual.

Agarró un cromo azul y amarillo con unas vacas y un chico, y dijo:

–¿Qué es esto?

–Me lo han dado por saberme bien la lección. Lo rompió y me dijo:

–Yo te voy a dar algo mejor: te voy a dar una buena tunda.

Se quedó sentado murmurando y gruñendo un rato y luego dijo:

–Pero estás hecho todo un dandi, ¿no? Cama y sábanas, espejo y tu alfombra en el suelo, mientras que tu propio padre tiene que dormir con los cerdos en las tenerías. Nunca he visto un chico así. Seguro que tendrás menos ínfulas cuando acabe contigo. Pero si es que no paras de darte aires... Me han dicho que eres rico. ¿Eh?... ¿Cómo ha sido eso?

–Es mentira... así ha sido eso.

–Mira, ten cuidado cómo me hablas. Ya te estoy tolerando demasiado, así que no te pongas insolente. Llevo dos días en el pueblo y lo único que me han dicho todos es que eres rico. Y también lo he oído decir por el río. Por eso he venido. Mañana me traes ese dinero: lo quiero yo.

–No tengo dinero.

–Mentira. Lo tiene el juez Thatcher. Sí que lo tienes. Y yo lo quiero.

–No tengo nada de dinero. Te lo estoy diciendo. Pregúntaselo al juez Thatcher y te dirá lo mismo.

–Muy bien. Voy a preguntárselo y voy a hacer que apoquine, y si no ya me enteraré por qué. Oye, ¿cuánto llevas en el bolsillo? Dámelo.

–Sólo tengo un dólar y lo quiero para...

–No importa para qué lo quieras... Dámelo y basta.

Se lo di y lo mordió para ver si era bueno, y después dijo que iba a ir al centro del pueblo a tomarse un whisky; que no había bebido en todo el día. Cuando salió al cobertizo, volvió a meter la cabeza por la ventana y me maldijo por tener ínfulas y tratar de ser más que él, y cuando calculé que se había ido ya, volvió a meter la cabeza por la ventana y me dijo que cuidado con aquella escuela, porque iba a estar muy atento y me zurraría si no dejaba de ir.

Al día siguiente estaba borracho y fue a ver al juez Thatcher, a darle la lata tratando de hacer que le diese el dinero, pero no lo consiguió, y después juró que iba a hacer que la ley lo obligara.

El juez y la viuda fueron a la ley para que el tribunal le quitase la custodia y que uno de ellos fuera mi tutor, pero había llegado un juez nuevo y no conocía a mi viejo, así que dijo que los tribunales no debían intervenir para separar familias si podían evitarlo; dijo que prefería no separar a un hijo de su padre. Así que el juez Thatcher y la viuda tuvieron que renunciar al asunto.

El viejo estaba más contento que unas castañuelas. Dijo que me iba a estar zurrando hasta dejarme lleno de cardenales si no le conseguía algo de dinero. Le pedí prestados tres dólares al juez Thatcher, y padre se los llevó y se emborrachó y armó un lío por todas partes con sus palabrotas, sus gritos y sus escándalos, y así siguió por todo el pueblo, dándole a una cacerola hasta casi medianoche; entonces lo encarcelaron y al día siguiente lo llevaron al juzgado y lo volvieron a meter en la cárcel una semana. Pero dijo que estaba contento, que era quien mandaba a su hijo y que ya me arreglaría las cuentas.

Cuando salió, el nuevo juez dijo que iba a convertirlo en otro hombre. Así que se lo llevó a su casa, le dio ropa buena y limpia y lo invitó a desayunar y a comer y a cenar con la familia, y se portó como un hermano con él, como quien dice. Y después de cenar le habló de la templanza y cosas así hasta que el viejo se echó a llorar y dijo que había sido un idiota y que había desperdiciado su vida en idioteces, pero que ahora iba a cambiar totalmente y ser un hombre del que no se avergonzara nadie, y esperaba que el juez lo ayudara y no lo despreciara. El juez dijo que aquello le daba ganas de abrazarle y hasta él y su mujer se pusieron a llorar; padre dijo que había sido un hombre al que nadie había comprendido hasta entonces y el juez dijo que lo creía. El viejo dijo que lo que necesitaba un hombre caído era solidaridad, y el juez dijo que era cierto; así que se pusieron a llorar otra vez. Y cuando llegó la hora de acostarse el viejo se levantó y alargó la mano y dijo:

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