Y Jim dijo que no había que contar las cosas que iba uno a cocinar para la cena, porque traía mala suerte. Lo mismo que si se sacudía el mantel después de anochecer. Y dijo que si un hombre tenía una colmena y se moría ese hombre, había que decírselo a las abejas antes de que volviera a salir el sol a la mañana siguiente, porque si no las abejas se ponían enfermas y dejaban de trabajar y se morían. Jim dijo que las abejas no picaban a los idiotas, pero yo no me lo creí, porque me había metido con ellas docenas de veces y a mí nunca me picaban.
Algunas de esas cosas ya las había oído yo decir antes, pero no todas ellas. Jim se sabía montones de señales de esas. Dijo que se las sabía casi todas. Yo dije que me parecía que todas las señales traían mala suerte, así que le pregunté si había alguna señal de buena suerte. Y me dice:
–Muy pocas, y no le valen a nadie. ¿Para qué quieres saber cuándo viene la buena suerte? ¿Quieres que no llegue? –y añadió–: Si tienes los brazos peludos y el pecho peludo, es señal de que vas a ser rico. Bueno, eso vale de algo, porque siempre es para dentro de mucho tiempo. Sabes, a lo mejor tienes que ser pobre mucho tiempo antes, y entonces podrías desanimarte y matarte, si no supieras por esa señal que con el tiempo vas a ser rico.
–¿Tú tienes pelos en los brazos y en el pecho?
–¿Y para qué me lo preguntas? ¿No ves que sí?
–Bueno, ¿eres rico?
–No, pero fui rico una vez y voy a volver a serlo. Una vez tuve catorce dólares, pero me dediqué a especular y me arruiné.
–¿En qué especulaste, Jim?
–Bueno, empecé con valores.
–¿Qué clase de valores?
–Bueno, valores de verdad: ya sabes, ganado. Invertí diez dólares en una vaca. Pero no volveré a arriesgar dinero en valores. La vaca se me murió.
–O sea, que perdiste los diez dólares.
–No, no los perdí todos. Sólo unos nueve. Vendí la piel y la cola por un dólar y diez centavos.
–Te quedaban cinco dólares y diez centavos. ¿Seguiste especulando?
–Sí. ¿Te acuerdas de ese negro del viejo señor Bradish que sólo tiene una pierna? Bueno, pues puso un banco y dijo que todo el que depositara un dólar recibiría cuatro dólares más al final del año. Bueno, todos los negros depositaron, pero no tenían mucho. Yo era el único que lo tenía. Así que deposité más de cuatro dólares y dije que si no me daba lo que me tocaba, yo abría mi propio banco. Bueno, claro que aquel negro no quería que yo le hiciera la competencia, porque decía que no había negocio bastante para dos bancos, así que dice que yo podía meter mis cinco dólares y él me pagaría treinta y cinco al final del año.
«Así que eso hice. Después pensé que invertiría los treinta y cinco dólares para que las cosas siguieran moviéndose. Había un negro que se llamaba Bob que tenía una barca plana y su amo no lo sabía, y se la compré y le dije que le daría los treinta y cinco dólares a fin de año; pero alguien robó la barca aquella noche y al día siguiente el negro cojo dijo que el banco había quebrado, así que todos nos quedamos sin el dinero.
–¿Qué hiciste con los diez centavos, Jim?
–Bueno, iba a gastármelos, pero tuve un sueño y el sueño me dijo que se los diera a un negro que se llama Balum, que lo llaman Asno de Balum; ya sabes, uno de esos medio tontos, pero dicen que tiene suerte, y ya estaba visto que yo no la tenía. El sueño dice que Balum invierta los diez centavos y hacía que crecieran. Bueno, pues Balum se llevó el dinero, y cuando estaba en la iglesia oyó que el predicador decía que quien daba a los pobres prestaba al Señor y con el tiempo recibiría el dinero multiplicado por cien. Así que va el Balum y les da los diez centavos a los pobres y se queda esperando a ver qué pasa.
–Bueno, y, ¿qué pasó, Jim?
–No pasó nada. No conseguí que me devolviera ese dinero pa ná , y Balum tampoco. No voy a volver a prestar más dinero hasta que me den un aval. ¡Y decía el predicador que te devolverían el dinero cien veces! Si me devolviera los diez centavos quedaríamos en paz y yo tan contento.
–Bueno, Jim, de todas maneras no importa, si vas a volver a ser rico tarde o temprano.
–Sí, y ya soy rico ahora si lo piensa uno bien. Soy dueño de mí mismo y valgo ochocientos dólares. Ojalá tuviera el dinero; ya no querría más.
Me apetecía ir a buscar un sitio que estuviera hacia el centro de la isla y que había visto cuando estaba explorando, así que nos pusimos en marcha y enseguida llegamos, porque la isla sólo medía tres millas de largo y un cuarto de milla de ancho.
Aquel sitio era un cerro bastante largo y empinado, de unos cuarenta pies de alto. Nos costó trabajo llegar arriba, de empinados que eran los lados y espesos los árboles. Anduvimos buscando por todas partes y por fin encontramos una buena caverna en la roca, casi arriba del todo, en el lado que daba a Illinois. La caverna medía tanto como dos o tres habitaciones juntas, y Jim podía estar de pie sin darse en el techo. Era fresca. Jim era partidario de guardar allí nuestras trampas inmediatamente, pero le dije que no nos convenía andar subiendo y bajando todo el tiempo.
Jim dijo que si teníamos la canoa escondida en un buen sitio y teníamos todas las trampas en la caverna, podríamos escondernos a toda prisa en ella si llegaba alguien a la isla, y que sin perros nunca nos encontrarían. Y, además, dijo que los pajaritos habían dicho que iba a llover y, ¿quería yo que se nos mojaran todas las cosas?
Así que volvimos, sacamos la canoa y llegamos frente a donde estaba la caverna y llevamos allí todas las trampas. Después buscamos un sitio cerca donde esconder la canoa, en medio de los grandes sauces. Algunos peces habían picado en los sedales; los cogimos y volvimos a poner el cebo y empezamos a prepararnos para la cena.
La entrada de la caverna era lo bastante grande para meter un barril, y a un lado de la entrada el piso estaba un poco más alto y era liso, o sea, un buen sitio para encender una hoguera. Así que allí la encendimos y preparamos la cena.
Dentro tendimos las mantas para que hicieran de alfombra y para comer allí. Pusimos todo lo demás a mano en la parte trasera de la cueva. Poco después oscureció y empezó a tronar y relampaguear, o sea, que los pájaros tenían razón. Inmediatamente después empezó a llover y a llover con ganas, y nunca he visto un viento soplar así. Fue una de esas buenas tormentas de verano. Estaba tan oscuro que fuera todo parecía de un azul– negro precioso, y la lluvia caía tan densa que los árboles a poca distancia parecían sombras como de telarañas, y llegaban soplidos del viento que doblaban los árboles y hacían levantarse las hojas por el lado pálido de abajo, y después seguía una ráfaga feroz que hacía a las ramas agitar los brazos como si se hubieran vuelto locas, y después, cuando estaba de lo más azul y más negro, ¡fist! Se veía un resplandor como el de la gloria y las copas de los árboles que se agitaban a lo lejos en medio de la tormenta, a centenares de yardas más de distancia de lo que se podía ver antes; volvían a quedar negras como el pecado en un segundo y entonces se oía la vuelta del trueno con un tamborileo espantoso que continuaba gruñendo, rodando y tambaleando por el cielo hacia el otro lado del mundo, como si estuvieran haciendo rodar barriles escaleras abajo, ya saben, unas escaleras muy largas, donde los barriles rebotan mucho.
–Jim, esto está muy bien –dije–. No querría estar en ninguna otra parte del mundo. Dame otro trozo de pescado y algo de pan de borona caliente.
–Bueno, pues no estarías aquí si no fuera por Jim. Estarías ahí fuera en el bosque y encima casi ahogado; te lo aseguro, mi niño. Las gallinas saben cuándo va a llover y los pájaros también, niño.
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