Esta vez pondré el foco en la masculinidad inventada desde diferentes caminos que forman una diversa intersección. Estos son la Literatura, la Teología, los estudios sociales sobre la familia y, por supuesto, desde la perspectiva de género. En cada parada, dudaré del varón homologado, lo criticaré, lo expondré y lo reinterpretaré y, al hacerlo, lo haré en mí. Trataré de jugar con metáforas cotidianas que nos dejarán ver —desde una pequeñísima ventana por la cual puede verse el mundo— que no se nace varón, que no se nace macho. La masculinidad es una invención malograda, con una intención nefasta; por ello, necesitamos reinventarla para que juntos podamos seguir el viaje.
NATURALIZACIÓN, EL INICIO DE LA INVENCIÓN
Viajar es salir de un espacio conocido hacia un nuevo lugar. Esto genera movernos de la comodidad y abrirnos a nuevos horizontes. Me encanta viajar, aunque confieso que me genera pereza tener que preparar todo lo que implica. Valijas, mapas, lugares donde parar y excursiones. Todo eso me fastidia. Y trato de simplificarlo, pero, lamentablemente, tengo que involucrarme. Los viajes han sido siempre parte de la fascinación del ser humano. La partida del hogar es una metáfora de crecimiento, descubrimiento y muchas aventuras. Los viajes internos también implican grandes movilizaciones, pero no todos se animan a viajar por sus entrañas.
Viajar por las sendas de la masculinidad es algo complejo. No es un viaje lineal. No es una ecuación fácil. Hay millones de entramados, entrecruces y caminos por recorrer para entender algo de lo que se ha construido sobre las bases de nuestro ser. Este viaje al interior de la masculinidad requiere flexibilidad para introducirnos en cuestiones incómodas como nuestras propias contradicciones, las tensiones que genera ser críticos con nuestras conductas, navegar en nuestras formas de pensar y buscar repensarnos. Requiere humildad para darnos cuenta de que hemos sido parte de un círculo asignado de hábitos, un troquel de pensamientos violentos y un mapa discursivo que busca sostener mensajes de poder sobre los demás seres.
Joseph Campbell, en su obra El héroe de las mil caras (1949), utilizó la metáfora del viaje para definir el patrón de la cultura grecorromana en la formación del héroe, del hombre. El viaje que propone Campbell —y también Carl Jung— no es un viaje externo, sino interno. Un viaje a lo profundo de nuestra entrañas, a la subjetividad más recóndita, al hueco existencial más subterráneo. Allí donde yacen cómodos ciertos significados, hábitos y roles, pensamientos y discursos, creencias e ideas del mundo. Allí donde han depositado los sentidos de nuestra masculinidad y que nos han provocado consecuencias y comportamientos que creímos, hasta hoy, como naturales. Como el héroe de Campbell, el ser masculino es una construcción de un largo viaje. Un viaje diferenciador en el que nos dijeron que los hombres deben sentir de tal manera, pensar de tal otra y comportarnos diferentes.
Nos legaron un mundo de asignaciones por el hecho de ser varones y nos entregaron una valijita invariable de legos para armar, con piezas rígidas y un papel que indicaba qué era lo que debíamos, naturalmente, hacer con esos legos. Éramos pequeños, o aún ni lo éramos, cuando nos colocaron en un lugar donde nos configuraron psíquica y socialmente. De este lado, la masculinidad. De aquel lado, un lugar donde nunca debíamos cruzar: la femineidad. Solo dos lados, demasiado sospechoso. En este lado, nos dieron creencias para aprender, nos formaron con ciertos rasgos de personalidad, actitudes, valores, conductas, actividades, ropas de color azul, y un sinfín de etcéteras.
Del otro lado, según me han contado, las futuras femeninas recibieron una pesada valija con un montón de cosas para ser y hacer. Pero a diferencia de esta parte de la existencia, es decir del otro lado, tenían que mirarnos a nosotros para ver si estábamos contentos con lo que ellas pretendían ser y hacer.
Según me contó una amiga de la vereda de enfrente, ellas no podían ser y hacer lo que querían, sino lo que nosotros quisiéramos. Mirando el manual de instrucciones de la verdadera masculinidad, en él se decía expresamente: «usted, como señor, tiene a su disposición a las personas-objeto de enfrente. Hágase respetar».
A los instructores que nos asignaban estos roles y formas de ser y vivir se les llamaba «ideólogos del género». Entre ellos había maestros, teólogos, filósofos, padres, periodistas, entrenadores, almaceneros, políticos, jueces y casi todas las ocupaciones. También había padres, madres, abuelos y abuelas, tíos, tías, vecinos y vecinas. Creo que no faltaba casi nadie. Quizás alguna que otra «oveja negra» de la familia. Estos ideólogos del género tenían una serie de instrucciones que seguir.
En primer lugar, debían tener muy claro que solo había dos formas de ser y vivir: los de la vereda masculina y las de la vereda femenina. A su vez, debían ser muy cuidadosos en entrenar a los de ambas veredas en su única forma de ver la vida, de roles designados por el género y quien quisiera salirse de ese mapa debía ser disciplinado.
Se dice que ellos tienen la orden de enviar al reformatorio de reconversión a quienes sientan que deben ser de la otra vereda o de cualquier otra que no existe. Otra normativa es que cualquier femeninas que no se ajuste a lo que ellos dicen puede ser violentada, silenciada y apartada por un tiempo, hasta que reflexione. En el caso de los masculinos se burlarían de ellos como una forma de disciplinamiento.
En segundo lugar, debían establecer jerarquías y desigualdades entre ambas veredas. Diferencia sexual, sobre todo. Según ellos, los masculinos tienen la bendición de ser casi como el Superior; y ellas, lógicamente, deben respetarlos. Pero no solo eso, sino también deben servirles. Por lo tanto, los espacios compartidos debían ser cuidadosamente limpiados por ellas y así todo lo que surgiera de ambos. Todo menos los espacios donde los masculinos se sintieran amenazados o las femeninas pretendieran sobresalir. Ellas detrás, ellos delante. Siempre. «Porque es lo natural», decían los ideólogos del género.
Sobre este tópico se realizaba un énfasis desmedido y eso me generó sospecha. Los ideólogos del género afirmaban una y otra vez que las cosas eran como eran, porque era «lo natural». Según algunos comentarios esta «actitud natural» se debía a la creencia de que el Superior había establecido, desde antes del principio de las cosas, que hubiese un orden. Este orden estaba plasmado en la naturaleza y debía trasladarse sin objeciones a la cultura, a lo cotidiano y se debía preservar en esa matriz.
«La vida cotidiana no se puede cuestionar», afirmaban. De esta manera todo lo que se presenta frente a los ojos se establece como lo cierto, lo certero. Sin embargo, ha habido algunas «fallas» de este sistema ordenado que han generado dudas sobre su fiabilidad. Más allá de esto, los ideólogos son muy perseverantes y cuando algo falla tienen una actitud particular. En otro momento de este viaje, les contaré más sobre esto.
Lo destacable de esta división es argumentar según criterios dudosos. Dicen que las mujeres han sido creadas con algunas limitaciones con el propósito de no generar luchas de poder con los varones. Sin embargo, algunas de ellas se rebelaron y los ideólogos tuvieron que generar una fuerza epistémica que las convenciera de su subordinación. Fue una empresa laboriosa que incluyó censura, exclusión, silenciamiento y dependencia intelectual. También usaron el tutelaje, que es una forma de certificación masculina sobre los logros femeninos.
Otra de las funciones de los ideólogos del género era ser pedagogos, formadores y comunicadores insistentes en algunos puntos clave de su doctrina. Una de esas «sanas doctrinas», como las titulaban, decía: «soy esencialmente un hombre y tengo características de varón que el Superior me ha asignado al crearme».
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